LITERATURARELATO CORTO

 

Mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio;

y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan,

y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.

Miguel de Cervantes, en el Quijote.

 

 Tablero

Tablero, lugar de juego, campo de batalla, 64 celdas donde morir o pelear, la cafetería donde llevo desayunando los últimos diez años de mi vida. Esquinado en la barra, mi celda. Café cortado con un chorreón de crema de leche. Me gusta pedir «crema de leche», dando a entender que odio la leche en sí misma. Un líquido blanco y apestoso ―yo dejé de mamar hace mucho tiempo―. ¿Leche manchada? Jamás pude soportar algo así, ni siquiera a mi lado. Gálvez lo pide. Lo pide todas las mañanas. Él es mi jefe de departamento. Él invierte la lógica. El café le mancha la leche. No puedo soportarlo. Ni a Gálvez, ni a la leche manchada. Entonces llegó ella. La nueva camarera. Pronto se hizo con su celda, allá, detrás de la barra. Corta con algarabía mi café, mancha la de Gálvez, repone, ordena. Llegó la última, parece la primera. Es de aquí, parece de allá. Una belleza morena de piel grasa. Dama y sirvienta. En muy pocos días, la reina del cotarro.

 

Reina

Dama en ajedrez. Yo juego al ajedrez desde los siete años. Me aficionó mi padre. Nunca le pude ganar, a lo más, tablas. Mi padre jamás permitió que su hijo le ganase una partida. Mis amigos goleaban en el fútbol a sus padres. Los machacaban al parchís. La victoria los hacía fuertes. Mi fuerza la saqué de la derrota. Un día dejé de jugar. Cuatro años tratando de formar un maestro se fueron al garete. Le dije que prefería el fútbol. Mi padre me miró con odio. ¡Jaque mate! Luego la vida me enseñó que esto nunca se deja del todo. Quiero decir, el ajedrez y el odio.

―Modere el chorro de leche, por favor ―le digo la otra mañana mientras sujeto su mano.

La nueva camarera se lo tomó a bien. Incluso me hizo sentir a gusto regalándome una confidencia:

―Le entiendo perfectamente, yo lo tomo solo.

Pudo retirar la mano, desasirse, recular. Castigar mi atrevimiento chorreándome el café con la inmundicia de la leche. Pero aguantó el roce y me regaló esa confidencia.

Entonces decidí volver a jugar. Jaquear al destino, enrocarme desde la esquina de la barra, conquistar una Reina. Yo aún era un buen alfil a mis cuarenta y un años.

 

Apertura

Clásica, elegante, tratando de ganar el centro.

―Usted trajo la alegría a este lugar ―me atrevo. Gálvez, en el otro extremo de la barra, observa la apertura.

Ella interrumpe un momento su trajín y me sonríe.

―Enseguida salen las tostadas ―dice.

Sacrifico un peón:

―Mi jefe parece tener prisa. Déselas a él. Yo puedo esperar. Me complace verla trabajar.

Ella se acerca, deja la jarra de la leche encima de la barra y se inclina sobre mí:

―Yo siempre respeto el orden de pedido. Usted llegó primero y las tostadas serán para usted. Para lo otro, llega demasiado tarde.

En el ajedrez una Dama vale nueve peones. Pero nueve peones nunca valen una Reina.

 

Caballo avanza sobre Reina

Caballo negro adelanta posiciones. Es Gálvez. También parece interesarse por la nueva camarera. Desde el divorcio trota desbocado. En los pasillos de la oficina muchas compañeras lo esquivan. En especial Mamen Cano, la administrativa de pechos espongiformes de la sección de siniestros. Pero aquí Gálvez parece sentirse a sus anchas. La camarera lo escucha, se ríe, atiende sus menudencias. Gálvez es nuestro jefe y lo deja claro en la barra. Esto hace que ella se sienta importante.

―Cargar con esta tropa me deja exhausto, tú ya me entiendes ―le dice con sorna.

¿Tropa? Gálvez nos confunde con peones. Puede que mis compañeros lo sean. Conmigo se equivoca. Pronto descubrirá el movimiento del alfil. Un alfil blanco de yelmo coronado. En el ajedrez, un alfil vale tres peones.

 

Estrategia y Desarrollo

De la buena observancia, a la correcta estrategia. Detalles minúsculos, aspectos tangenciales, inapreciables para la mente desentrenada. Entonces entiendo que la camarera quiso ser cantante. O que lo fue. Lírica, incluso. Quizá con estudios hubiese podido alcanzar registros de soprano. Observo que canta para ella en los tiempos muertos de su trabajo, en los intersticios de sus muchas obligaciones. Coplas, tonadillas, todo muy popular. Silabea romanzas mientras la cafetera gotea monocorde sobre las tazas de desayuno; reparte las tostadas a gritos de bel canto; se embelesa cuando la televisión anuncia la inminente llegada de la ópera a la ciudad.

―¿Cultivó usted su voz en alguna academia o es un don natural ? ―inquiero.

―De joven cantaba en una coral. Ahora solo canto comandas para el desayuno.

La televisión entrevista a la soprano de la ópera que llegará a la ciudad. Hay mucha expectación con el estreno. Ella desatiende sus obligaciones y atiende. Por un momento siento que vuela lejos.

 

Alfil sobre Caballo

Comer piezas, ganar material, despejar terreno. A la larga, el ajedrez y la vida se basan en la descomposición de los otros. Entonces decido atacar a Gálvez por el costado. Pero para que alfil tome caballo se necesitan movimientos accesorios. Arrinconarlo en la posición, quebrar su salto.

―La nueva camarera parece interesada en usted ―le suelto a Gálvez de camino a la cafetería. Gálvez me mira entre sorprendido y expectante―. También le interesa la ópera. Se muere de ganas por asistir al estreno de la próxima semana.

Gálvez se adelanta unos pasos y me deja solo. Se detiene junto a un grupo de jefes de otros departamentos. Bromean entre pares. Paso a su lado y Gálvez no puede evitar que su cuerpo se gire levemente hacia mí. Es la materia, que sigue inexorable a la intención. Es caballo negro trabado por alfil.

 

Posición de Torre

Ayer Gálvez se acercó, confidente, a la camarera mientras le servía el desayuno. Yo observaba desde el extremo de mi barra. Entendí, por esos gestos inusuales, que la camarera se daba por invitada. A la ópera, al estreno tan deseado. Pude ver cómo Gálvez le mostraba las entradas. Debía yo, por lo tanto, mover torre.

Hablo con Mamen Cano durante el receso de media tarde. Le expongo los pormenores:

―Así te vengas de ese cerdo y de todas las veces que te ha tocado el culo.

Mamen acepta. Acepta insinuarse a Gálvez, suspirar por asistir ella a la ópera.

Lo hace ese mismo día. Torre blanca sobre caballo negro. Se acerca a mi sección y me lo cuenta. ¿Qué dijo Gálvez?, pregunto.

―Babeó sobre mi escote ―responde.

Es cierto. Yo tampoco puedo dejar de mirar el escote de Mamen Cano.

―Me ha citado pasado mañana para el estreno en la puerta de la ópera. Incluso me enseñó las entradas.

Mamen se ríe. Todo esto le parece divertido.

Yo también compré dos entradas. En la reventa, casi media mensualidad. Pero una Reina bien lo vale.

 

Alfil conquista Reina

El día del estreno, Gálvez se excusa con la camarera durante el desayuno.

―La empresa nos convoca  a los jefes de sección a una reunión muy importante. Es una pena que coincida con la ópera. Otra vez será.

La camarera asiente compungida y sigue con sus obligaciones. Yo demoro el desayuno. Espero a que Gálvez y mis compañeros abandonen la cafetería. Ya solos, me acerco a la camarera y poso mi mano de forma casual sobre la suya:

―Me he atrevido a comprar dos entradas para la ópera de esta noche.

Se las muestro. Que comprenda que no voy de farol. Las camareras son, por la naturaleza de su trabajo, desconfiadas. En la barra se escuchan muchas tonterías.

Ella me mira a los ojos durante unos segundos. Esa mirada la he visto otras veces en los jugadores de ajedrez durante los movimientos decisivos. Acepta la invitación. También acepta la casualidad de que mi mano siga apoyada sobre la suya.

 

Reina corona Alfil

Dama de noche, mi amada camarera. Se presenta a la cita exuberante, con falda de tubo negra y blusa de tul en crema ―labrada con flores y transparencias―. La falda, muy estrecha; la blusa, muy escotada. Me río. Comento algo así como que a más de uno le costará seguir el libreto de la ópera. Ella celebra la ocurrencia.

Pido un taxi. Llegamos en buena hora. Según lo previsto, me dirijo hacia la puerta donde Mamen Cano quedó citada con Gálvez. Ella no asistirá. Gálvez aún no lo sabe. Mientras caminamos hacia él, me divierte su gesto ansioso con el reloj. La camarera se atribula cuando me detengo, sin preaviso, junto a Gálvez.

―¿Usted aquí? ¿Pero…?

A Gálvez se le pone el rostro de piedra. Yo sonrío, por aligerar la tensión del momento. Ambos se han quedado ofuscados, con las miradas clavadas el uno sobre el otro. Me inclino y le susurro a la camarera lo que sucede:

―Creo que invitó a Mamen Cano, esa administrativa tan sexi que desayuna descafeinado con tostada de york.

Las flores labradas en tul se hinchan y espacian las transparencias. Es la respiración profunda de la camarera. Un aliento, dos alientos. Control de la respiración. Se notan sus años en la coral. Recuperada, sonríe y me abraza como si fuésemos dos enamorados.

―¡Qué se puede esperar de un tipo que bebe leche manchada! ―le suelta a Gálvez en sus narices.

Nos alejamos y nos perdemos entre el resto de parejas que cruzan la puerta del auditorio. Su abrazo es cálido y verdadero. Agarro su mano y le ofrezco asiento. Butaca de primera. Ella me mira liviana. Es Reina y acepta el resultado de la batalla que se ha librado en su honor.

A mitad del segundo acto inclina su cabeza sobre mi hombro y descansa. Cierra los ojos durante unos segundos. Luego me acaricia la mejilla y me da un tierno beso. Es Reina, coronando Alfil.

© Miguel Ángel Gayo Sánchez