Por Juan Pablo Cárdenas

La intolerancia ha recorrido toda nuestra historia y nos ha causado guerras y otros conflictos fratricidas. Por lo mismo, nuestra democracia siempre ha sido precaria y hasta efímera por la incapacidad de los grupos gobernantes de alcanzar acuerdos y respetarlos cuando éstos han sido legítimamente demandados y hasta convenidos.

El estallido social celebrado ampliamente por los chilenos y por quienes nos observan desde el extranjero nos abrió la posibilidad de tener una nueva Constitución y una institucionalidad afincada en los derechos humanos, políticos, económicos y culturales de toda nuestra nación. La asamblea constituyente, o como se llame, que será aprobada por el pueblo en abril próximo, promete ser la primera que se consolide en todo nuestro recorrido republicano. Se sabe que hasta el momento todas nuestras cartas fundamentales han sido impuestas por los gobiernos y la complicidad de los legisladores, en la ausencia completa de un proceso democrático que las legitime.

En Chile hoy existe mucho entusiasmo respecto de lo que vamos a vivir este año, pero sin duda también surgen muchas dudas de que los constituyentes sean capaces de alcanzar consensos o mayorías sólidas para reemplazar la carta Fundamental legada por Pinochet y retocada por el gobierno de Ricardo Lagos Escobar.

La razón de estas dudas radica justamente en la intolerancia que se observa en la política y en el conjunto de la sociedad. A manera de ejemplo, no hay partido político u organización social que escape de los profundos disensos entre sus propios integrantes, lo que hace muy probable que estas diferencias se pronuncien en los próximos meses y pongan en riesgo en itinerario electoral. Quizás sería preferible que nuestras organizaciones rectoras de extingan o colapsen por fin para facilitar la creación de referentes más acordes con la actualidad y no con la realidad del país y del mundo de los siglos XlX y XX, época en la que la mayoría de estas instituciones fueron consolidadas.

La intolerancia en nuestra vida se ha hecho tan evidente y mordaz como que muchos hablan de la existencia de varios países distintos en nuestro territorio. Cae por su propio peso, ahora, que somos un país multirracial y cultural. Que nuestras desigualdades son más profundas e irreconciliables de lo que creíamos, y que ya no tenemos mucho en común entre ricos y pobres, entre los capitalinos y quienes viven en regiones, entre creyentes, agnósticos y ateos, además de las cada vez más distintas sensibilidades que expresan jóvenes y adultos.

En el irrespeto a las ideas y derechos de los demás, el pueblo mapuche ya rompió sus cadenas con el Estado; no pocas integrantes del promisorio Movimiento Feminista ya no buscan igualdad con los hombres sino aspiraciones hegemónicas. Hasta algunos miembros de la heroica “primera línea” de las manifestaciones callejeras se sienten con el privilegio de conducir la protesta por cauces que no son necesariamente deseados por la inmensa mayoría de los inconformes que protestan y buscan un cambio profundo en nuestra realidad.

Asimismo, en el severo deterioro de la credibilidad de todas nuestras instituciones, por la desquiciada y criminal acción de muchos sacerdotes, hay quienes las emprenden con furia contra la fe, sus templos y pastores justos y ejemplares. Olvidándose rápidamente de lo importante que resultó  la voz de los obispos y la acción de una Vicaría de la Solidaridad en los momentos más dramáticos de nuestra historia. Del mismo modo que hay maestros que son agredidos por los estudiantes, mantenemos elevadísimas tasas de femicidios y existen empresarios que se sienten con licencia para humillar y golpear a sus trabajadores. Tal como esa bochornosa cantidad de policías corruptos facultados para reprimir brutalmente a la población y arrancarle hasta los ojos a los disidentes.

En el Congreso Nacional, si bien es cierto que ha predomina la connivencia legislativa y los abusos de diputados y senadores, es posible descubrir que, al menos ahora, hay quienes han recapacitado y se proponen colaborar lealmente con el proceso institucional. Pero basta la más mínima diferencia con lo que se estima “políticamente correcto” para ser tildado de oportunista, “facho”, extremista y recibir toda suerte de epítetos. Incluso si los que tropiezan piden perdón a las pocas horas.

Con las categorías decimonónicas que todavía prevalecen en Chile, del Movimiento Sindical se asegura que está infectado de anarquistas y marxistas, y sus dirigentes pueden ser severamente desautorizados si es que tienen la más mínima duda respecto de lo que, se dice, deben pensar o hacer. Lo más increíble de todo es que en los propios estudiantes secundarios se descalifica tanto a los más audaces, como a los que tienen razonables dudas o vacilaciones respecto de lo que ordenen sus líderes y asambleas que muchas veces funcionan entre cúpulas, “gallos y medianoche”. Los demonios de nuestros históricos desencuentros vuelven a aparecer, aunque estemos tan distantes de la Revolución de 1891 como de la propia Dictadura cívico Militar de 1973.

La vida familiar y laboral frecuentemente se transforma en un infierno por la necesidad que tantos tienen de manifestar su intolerancia. Es corriente que se moteje a los que se expresan correctamente, son consecuentes con su forma de vivir, comer e, incluso, entretenerse; a los que son más pulcros en su forma de expresarse y relacionarse, como a los que buscan diferenciarse por sus atuendos, peinado o cubren sus cuerpos con tatuajes o leyendas dogmáticas y provocadoras. Sin que se entienda que nuestra población ya nunca será como antes, cuando a los chilenos se los identificaba con el uniformado color gris y azul de sus vestimentas.

Incluso en las formas de alimentarse y beber empezamos a comprobar, incluso, el extremo “fundamentalismo” de los vegetarianos y veganos que andan buscando hasta en el pan nuestro de cada día ingredientes lesivos para nuestra salud corporal y que se obtengan del sacrificio animal. Así como en muchos de los que defienden los derechos de los caballos, perros y gatos poco les importan muchas veces los derechos de los niños, ancianos y discapacitados. A todos los chilenos nos haría muy bien viajar por el mundo para observar cómo tantos países son capaces de vivir armónicamente, por ejemplo, en las diversas y excéntricas prácticas culinarias. En la aceptación de que somos seres omnívoros, sin justificar con ello los despropósitos que se cometen en las dietas de tantos pueblos. Para aceptar, en definitiva, que todos tenemos el derecho de vivir como queramos aunque sin avasallar los derechos y particularidades de los otros. Así como ahora de la naturaleza.

Si de construir democracia se trata, como la que nunca  hemos tenido, es necesario asumir que bajo este régimen político pueden expresarse las más diversas formas de ejercer la soberanía popular, como la autonomía de los poderes del Estado. Con regímenes presidencialistas o parlamentarios, con elecciones más o menos frecuentes, con distintos grados de libertades de expresión, reunión y asociación. Que no es conveniente adoptar formas a rajatabla y que lo más conveniente sería construir nuestro régimen sobre el más desapasionado estudio de todo lo que existe en el mundo en esta materia. Así como sería un despropósito persistir en el pasado y sus fracasos o copiar lo que puede ser bueno para los escandinavos y europeos, pero no necesariamente para los que somos tan distintos. Por algo hay democracias que persisten en mantener a sus arcaicas monarquías, mientras otras, como la suiza, pueden darse el lujo de ser altamente participativas, gracias al verdadero espíritu cívico de sus habitantes, como su alto nivel educacional. Por algo es que muchos cientistas políticos estiman que una de las condiciones fundamentales de la democracia y del voto informado es la diversidad informativa, como la formación intelectual y moral del pueblo soberano.

Pero lo fundamental, parece ser, la capacidad de escuchar, valorar y respetar las opiniones ajenas. Sacudirse de lo prejuicios y mirar hacia al ancho mundo de posibilidades que nos ofrece la historia. Por supuesto, saber ganar y saber perder. Proponerse la idea de sumar voluntades y no de escandalizar y segregar con nuestros voluntarismos. Convencer, antes de vencer a los adversarios. Nunca transigir con los principios, pero aceptar que los fines pueden trazar distintos medios de búsqueda y lucha e incluso compatibilizarlos.

Especialmente la construcción de un país distinto y solidario debe saber respetar nuestras diferencias generacionales y culturales. Así como nuestros distintos hábitos de vida. Aunque siempre la reconciliación de una sociedad tan lacerada como la nuestra debe proponerse, primero,  la justicia social y la reparación. De allí que la agenda social demandada por los chilenos sea más urgente y necesaria que la propia Constitución.