La despedida de Mauricio Macri empezó el 18 de mayo de este año. Luego del video publicado por Cristina Fernández de Kirchner donde anunciaba que acompañaría como candidata a vicepresidenta a Alberto Fernández para presidente, fuimos muchos los que comprendimos que teníamos con qué desalojar al peor gobierno electo de la historia argentina.

A partir de ese día, los melones se fueron acomodando, como anunciaba el dicho popular y lo que parecía una pelea de gatos, terminó siendo un frente electoral que arrasó en las elecciones primarias con 17 puntos de ventaja a la fórmula oficialista.

Ese 11 de agosto descorchamos el champán, porque ya era inevitable para Macri la derrota en las elecciones que valían, las del 27 de octubre. La distancia entre ambas votaciones se hizo interminable. Pero la ansiedad que nos deparaban los días que corrieron entre el 28 de octubre y el 10 de diciembre fue estremecedora.

La víspera nos reunimos varios amigos, una buena oportunidad de volver a verse con aquellos que viven a miles de kilómetros de Buenos Aires, pero que aprovecharon para hacer coincidir sus viajes con el día de la asunción de Alberto. Como no podía ser de otra manera, se cortó la luz y volví a mi casa entre casas a oscuras. Eso sí, a la medianoche no faltaron los gritos de celebración por la partida de Macri y los brindis por el porvenir que empezaba a vislumbrarse.

Este cronista vio llegar a Alberto Fernández a pocas personas de las vallas frente al Congreso, donde se realizó la ceremonia de traspaso de mando. Desde esa posición bajo el sol, escuchamos la hora de discurso inaugural de su mandato, donde marcó los ejes de su plan de gobierno. Grandes transformaciones en el rol de las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia y el Poder Judicial. Fomentar el pleno empleo, la productividad y privilegiar ocuparse de aquellos que pasan hambre, no pueden estudiar o cayeron en el pozo de la pobreza.

Un discurso inaugural, rupturista, pero al mismo tiempo de continuidad y unidad, de abandono del odio y de capacidad de escucha. Confrontó con los medios de comunicación adictos a las pautas oficiales y con la justicia, a la que describió como aseguradora de la impunidad. Fortaleció su posicionamiento en favor del combate de la violencia contra las mujeres y confirmó la creación del Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, así como la recuperación de los Ministerios de Salud, de Trabajo y apoyar el ambientalismo, subiendo el status de la Secretaría de Medio Ambiente a Ministerio, además de promover políticas de transparencia o recuperar la reivindicación territorial sobre las Islas Malvinas y sobre la Antártida.

La voz encendida y las palabras me conmovieron y me encontré gritando a viva voz la Marcha Peronista. Pero las primeras lágrimas no aparecieron en el Congreso, si no, bastante antes, de camino.

Cuando con mi mujer tomamos la avenida Entre Ríos, que desemboca en el Parlamento, marchamos con pequeños grupos heterogéneos. Sindicales, trabajadores informales, gente llegada desde localidades muy distantes, mucha variedad. Y la emoción me embargó, porque todos veníamos sonrientes, pese al calor abrasador, pese a los cuatro años que padecimos, pese a las distancias, pese a todo… Estábamos felices y en ese momento comprendí que no solamente volvíamos a ser gobierno, estábamos volviendo a vivir en democracia, a sentirnos orgullosos del país que pisamos y de la gente con la que convivimos. No necesitábamos llevar limones en la mochila, ni pañuelos, ni casco.

Volvía la política, volvían al Estado personas que priorizan a quienes tienen más necesidades, volvían las plazas masivas, pero no ya para defendernos, sino para celebrar el hecho de estar juntos. Volvíamos mejores, porque nos tocó aprender de la manera más dura. Entonces, volvían también las lágrimas a mis ojos, pensando en la rabia contenida, en las dificultades, en las convicciones y en las construcciones colectivas de estos años. Todo eso había valido la pena, porque estábamos volviendo todos juntos.