Por Francisco Ruiz Tagle y José Gabriel Feres*

Ya está claro que la historia no se detuvo. En esta coyuntura histórica, las instituciones tradicionales, completamente superadas por los acontecimientos, están obligadas a flexibilizarse para posibilitar una apertura hacia nuevas variantes organizativas, que se correspondan mejor con las sensibilidades sociales del mundo de hoy y de mañana. Está por verse si este es efectivamente el momento de cambio y, por otra parte, si las élites políticas, sociales y económicas hacen resistencia a este proceso o tienen la inteligencia de acompañarlo.

Las crisis sociales han acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia. Se entiende por crisis a ese momento en la vida social de un grupo humano cualquiera durante el cual se manifiestan las falencias del sistema que los rige. Cuando se llega a este punto, existen solo tres opciones: realizar correcciones y ajustes más o menos profundos al orden vigente (reformismo); reemplazar el sistema por otro sustancialmente distinto (revolución); dejar las cosas como están, esperando que la situación se tranquilice, con el riesgo cierto de precipitarse en un caos social irreversible.

Los sistemas sociales pueden entrar en crisis circunstanciales, las que habitualmente se resuelven a través de ajustes internos que les permitan seguir funcionando, como sucedió durante la debacle financiera global del año 2008 en el caso del capitalismo. Pero también pueden enfrentar una crisis terminal, en cuyo caso el sistema en su conjunto colapsa, como le sucedió al socialismo soviético a fines de los años ‘80. Curiosamente, uno de los ejes importantes del discurso marxista era que el capitalismo había entrado en una crisis terminal, por lo cual la acción revolucionaria para sustituirlo constituía una necesidad histórica. Como sabemos hoy, los hechos sucedieron de otro modo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo vivió sus años de máximo esplendor (los Treinta Gloriosos), aún cuando en ese caso se trataba de un sistema mixto en el cual el Estado cumplía la función de regular los excesos del mercado. Además, los más favorecidos por esa bonanza fueron los países industrializados, no así aquellos que –como Chile– dependían de los recursos naturales. A partir de la crisis del petróleo, el neoliberalismo hizo su entrada triunfal en el planeta con su propuesta de desregulación total. Para lograr ese objetivo, era necesario reducir el Estado al máximo y desmantelar todas las organizaciones sindicales cuya misión era proteger a los trabajadores. Chile fue el primer país en el mundo en implementar –en un tiempo muy corto– este paquete de medidas extremas, porque la dictadura militar lo puso a disposición del neoliberalismo como campo de experimentación.

Lo cierto es que este sistema ha terminado por convertirse en una hegemonía global. Los resultados de su gestión están a la vista (para todo aquel que los quiera ver): una financiarización radical de la economía, favoreciendo el ejercicio especulativo por sobre el productivo; una concentración monstruosa de la riqueza, con sus efectos sociales de desigualdad creciente; la venta de una ilusión de progreso individual a través del acceso al crédito usurario.

No deja de ser paradójico –y hasta un acto de justicia poética– que el primer país neoliberal en el mundo sea hoy también uno de los primeros en rechazar este sistema. Puede que tenga que ver con que el arco de tiempo de tolerancia ya se cumplió, puesto que empezamos antes, lo que significaría que a medida que ese período se cierre en otros lugares, deberían reproducirse explosiones sociales similares.O tal vez tenga relación con la radicalidad con que se implementó el modelo acá, debido a lo cual se evidenciaron más rápido sus profundas contradicciones. De cualquier modo, igual hemos vivido más de 40 años tragándonos todas y cada una de sus falacias.

Pero también, la salida que encontremos para superar esta crisis puede servirle a otras naciones para enfrentar las suyas.

Desde hace mucho tiempo ya, el Nuevo Humanismo ha venido advirtiendo que esta forma de organización colectiva que hemos asumido (o que nos ha sido impuesta) nos está conduciendo derecho al desastre. Y no solo en el campo económico –que ya es bastante– sino también en lo social. En su empeño por homogenizar y reducir la convivencia a un estilo de vida único, ha terminado convirtiendo al mundo en un sistema cerrado, lo que implica un aumento progresivo del desorden. A ese fenómeno lo hemos llamado desestructuración: el tejido social y la organización de base han desaparecido y el cuerpo social se ha convertido en un conjunto de individuos aislados que luchan entre sí por la supervivencia, tal como lo anunciaba la famosa afirmación de Margaret Thatcher respecto de que “las sociedades no existen, solo existen los individuos”. Esta descomposición de la sociedad ha quedado en evidencia durante la crisis chilena porque ni el Estado ni la clase política han podido intervenir para dar dirección a los acontecimientos. Hay un divorcio total entre las élites y la ciudadanía y también una gran dificultad para coordinarse de los propios ciudadanos entre sí.

El punto crucial ahora es cómo y en qué dirección se va a desarrollar este proceso. Cuando las demandas fueron planteadas cortésmente, nunca consiguieron ser escuchados y se tuvieron que enojar para hacerse oír. Pero si bien la violencia y el vandalismo pueden ser hasta entendibles, casi como una suerte de venganza después de tantos años soportando una violencia económica feroz y despiadada, la verdad es que no son conducentes. Mas bien, parecen acercarse a una forma de catarsis colectiva que a un proceso consciente con dirección y esas manifestaciones no están afectando precisamente a los poderosos sino que a la gente más necesitada. Tampoco puede esperarse demasiado de un Estado impotente, al cual se le han restringido sistemáticamente los recursos y limitado sus funciones, para ajustarlo a los estándares impuestos por el neoliberalismo.

Así, con el modelo económico fuertemente cuestionado y el poder político en un estado de perplejidad profunda, solo existe una única vía posible para superar la crisis: profundizar la democracia.Si hasta ahora hemos permitido que gobiernen primero los políticos y luego los tecnócratas impuestos por el poder financiero, con resultados bastante deficientes como lo muestra la historia, ha llegado el momento de devolverle a los pueblos –sus verdaderos dueños– esa soberanía confiscada. Los primeros pasos de este nuevo momento político debieran ser la convocatoria a un plebiscito vinculante y la generación de instancias de articulación de la ciudadanía, para hacer posible la deliberación conjunta. En un momento en que la homogeneidad neoliberal ha explotado, necesitamos construir canales para que se exprese en plenitud la diversidad.

Ya está claro que la historia no se detuvo. En esta coyuntura histórica, las instituciones tradicionales, completamente superadas por los acontecimientos, están obligadas a flexibilizarse para posibilitar una apertura hacia nuevas variantes organizativas, que se correspondan mejor con las sensibilidades sociales del mundo de hoy y de mañana. Está por verse si este es efectivamente el momento de cambio y, por otra parte, si las élites políticas, sociales y económicas hacen resistencia a este proceso o tienen la inteligencia de acompañarlo.

 

* humanistas