Por esas cosas de la vida, en estos días me reencontré con un compañero de infancia en tiempos de boyscout, cuya familia tenía un fundo en Collipulli, adonde fuimos de campamento en la década de los 60.

En esos años, los de la guerra fría, del mundo bipolar, en América Latina no pocos cayeron bajo el embrujo de la revolución cubana. En Chile, las elecciones presidenciales del 64 estuvieron marcadas por este contexto, con una poderosa izquierda marxista, una derecha que no atinaba, y una pequeña democracia cristiana (DC) en ascenso. La derecha, luego del “naranjazo” en Curicó del 63 paralogizada ante la inminencia del triunfo del candidato del Frente de Acción Popular (FRAP), Salvador Allende, deja caer a su candidato, el radical Julio Durán, para respaldar al candidato DC, Eduardo Frei Montalva, cuyo slogan era Revolución en Libertad. Triunfa este último, siendo uno de sus lemas más recordados, el de Chile 2 Rusia 1, rememorando la hazaña de nuestro país en el mundial del 62 en el legendario estadio Carlos Dittborn, en Arica, la puerta norte de Chile. Todo un símbolo de los tiempos que se vivían.

Para la derecha, el gobierno de Frei Montalva fue mucho más allá de lo que esperaban, en tanto que la izquierda le negó la sal y el agua. El ambiente político estaba crispado, y hasta en las mejores familias se respiraban las diferencias, entre cónyuges, padres e hijos.

En la familia de mi compañero boyscout, el padre era de derecha y la madre demócrata cristiana. En casa, mi tío era alessandrista, los almuerzos muy tensos. Donde mi amigo, el dueño de casa optó por lo que consideró lo más sano: no hablar más de política, porque divide. Donde yo vivía, en pleno almuerzo mi tío zanjó abruptamente una discusión, rechazando que rebatiéramos a quien nos daba de comer.

De lo expuesto ¿se puede afirmar que la política divide? ¿no será la realidad la que nos separa? Las distintas percepciones, miradas, énfasis sobre diversas temáticas, no son acaso naturales, consustanciales a nuestra condición humana, a nuestros intereses, respectivas vivencias. La política no haría más que desnudar, poner sobre la mesa estas miradas, las que pueden ser tan similares como opuestas.

Hay sectores que enfatizan la necesidad de la unidad nacional. Muy loable por cierto, pero no se puede forzar, sobre todo en un contexto marcado por las extremas desigualdades en todos los planos, tanto económicos, como sociales, culturales, educacionales.

La política no divide, por el contrario, hace posible que las diferencias se expresen, relacionen, comuniquen. La división existe, es consustancial a la existencia de distintos pensamientos sobre diversas materias. La buena política, esa verdadera, supone la existencia de redes de comunicación e información para la resolución pacífica de conflictos o diferencias inherentes a toda sociedad, procurando que ellas no se exacerben, buscando puntos de confluencia, negociación, conversación. La mala política, o politiquería, supone que no se converse ni escuche, que los espacios sean más de confrontación que de diálogo. La política supone el uso de la palabra por sobre la bayoneta, de la persuasión, la negociación por sobre la imposición.

La unidad nacional sin política es una falacia, es esconder los problemas bajo la alfombra. Proscribir la política abre espacio a lo peor de una sociedad, la imposición de la fuerza bruta, la hipocresía y la delación.