Volví a ver la charla TED Estocolmo de Greta Thunberg. Sobre esa adolescente sueca que lidera la protesta mundial por el cambio climático, escribí mi última columna. Vi otra vez esa charla porque quería descifrar algo que me había llamado la atención y que no podía localizar en su discurso áspero, fluido pero cortante.

Lo hallé. Ella contaba que cuando entendió –y ponía énfasis en esa palabra, la subrayaba mordiendo las letras: “cuando entendí”– el peligro letal que atravesaba el planeta a raíz de la producción a gran escala y la emisión de gases, después de haber leído los informes científicos que estaban al alcance de cualquier estudiante secundario, supuso que al día siguiente, todos los diarios, las radios y las emisoras de televisión estaría ocupándose del tema, instando a gobiernos, instituciones y organismos internacionales a tomar acciones para detener el desastre final. Pero al día siguiente, relató, nadie dijo nada. Para el oído literal de Greta, que tiene el síndrome de Asperger, el día siguiente fue un día de silencio total.

Me quedé pensando que la literalidad con la que Greta escucha y dice las palabras, su relación con el lenguaje, la preserva, de alguna manera, de la naturalización con la que las audiencias medias toman por importante lo que sale en los diarios, se ve en la televisión o se viraliza en las redes. Una de las características de nuestras sociedades es “la perspectiva del sofá”, es decir, la construcción de una idea del mundo o de respectivas realidades nacionales con los elementos que los medios o las redes les ponen frente a las narices. Les han inoculado la idea de que lo que sale por ahí “la realidad”. Están hechizados. Han escindido “la realidad” de “la verdad”.

Greta entró en shock cuando comprendió que aunque algo tan grave saliera a la luz pública, no había luz pública. Y esto es lo que quedó repicando en mi cabeza argentina, esa idea de que el ruido distractivo puede ser escuchado como silencio cuando es evidente que su función no es alertar sobre lo grave sino emitir a través de mentiras o pavadas pura oscuridad. No tenemos más luz pública: hay oscuridad pública.

Ese es el resultado de la deformación del rol de los medios, de la complicidad de las redes cuyos servidores están en Estados Unidos y la cooptación de la política para convertir a gobiernos enteros en unidades de negocios por cualquier vía, legal o ilegal pero sobre todo ilegal. No quieren el poder para otra cosa que para cometer actos ilegales.

La causa que lleva el juez Ramos Padilla escupe cada día un nuevo desvío que hace trepar los niveles de responsabilidad entre quienes han tejido una madeja de espionaje ilegal con el único propósito de la persecución a opositores y la obtención ilegal de dinero. Entre sus muchos hilos desmadejados, uno de los más obscenos es el que expuso hace ya un tiempo el juez de garantías Carzoglio, cuando denunció que había recibido la visita de agentes de inteligencia para comunicarle que el presidente Macri estaba muy interesado en que encarcelara inmediatamente a Pablo Moyano. Cuando Carzoglio hizo esa denuncia, sus dichos se apagaron en el silencio público. Pero ahora, que el jefe de la AFI, Gustavo Arribas, ha confirmado en la Comisión de Inteligencia del Congreso esa visita, y que se sabe que el juez conserva un acta de detención redactada en la propia AFI que le fue enviada para ahorrar tiempo, la oscuridad pública vuelve a invisibilizarlo. Pasan a Samid como antes pasaron a Pérez Corradi o los hermanos Lanatta o esa lista. Ahora hay un preso político más, por una causa de 1996, bien enfocado, bien iluminado, bien exhibido como un detenido peligroso, mientras el fiscal Stornelli sigue en rebeldía y el procurador lo trata con algodones y alcohol en gel, y lo preserva en la oscuridad.

Esta oscuridad pública es un escenario nuevo y un poco enloquecedor. En todos los niveles. Enormes sectores de la población padecen un sufrimiento hondo y con muchas capas de dolor superpuestas: la vida se les hace inviable, ponen toda la energía que pueden en protestas o marchas que, a diferencia de épocas anteriores, chocan contra el frontón de la ceguera gubernamental y la ceguera y sordera de los medios. No existen. No existen aunque sean millones. No llegan a la “audiencia de sofá”, que repite los argumentos preescolares que lanza el oficialismo en sus tres versiones: política, judicial y mediática. El desprecio y la indiferencia generan a su vez más desgarro. Revictimizan. Quiebran.

Esta semana fue el Día del Investigador Científico. Lo que han hecho con el Cenard y el Conicet pone de manifiesto que digan lo que digan no quieren deporte para nuestros jóvenes ni desarrollo científico para nuestro país. El proyecto de país que trajeron es el del subdesarrollo. Así, cortito, inconfesable. Y es tan claro y tan evidente para tantos, que la oscuridad pública es a cada instante más corrosiva, más demente, más violenta.

Lejos de aquí, en Londres, Julian Assange, uno de los principales iluminadores públicos de verdades insoportables, fue entregado finalmente por Lenin Moreno, un mediocre estafador electoral de los que Estados Unidos engorda como a pavos para el Día de Gracias. Assange apuntó a los pilares de la oscuridad: la que protege al amo. Su castigo castigará la comunicación de la verdad.

La grieta hoy es entre la realidad y la irrealidad. O entre la luz y la oscuridad. El oscurantismo que brota a cada paso en muchos países del mundo bajo la misma lógica de la oscuridad pública tiene también ahí su origen: es porque todo está oscuro que muchos pueden gritar lo que cuando existía la luz pública ya estaba superado. Renacen los racismos, las supremacías, las expresiones de odio, la reivindicación del linchamiento del presunto culpable, el permiso para lo paramilitar o lo paraestatal. Los monstruos acechan en la oscuridad. Para deshacernos de ellos necesitamos reelaborar una luz pública en la que lo visible y lo real vuelva a tomar la forma de lo que hasta hace muy poco llamábamos civilización.

El artículo original se puede leer aquí