Es incorrecto explicar todas las características de una persona solo teniendo en cuenta la edad: ¡el ser humano nace ENTERO! Solo hay que ver cómo desde la edad más temprana y de año en año siempre somos iguales, siempre amamos las mismas cosas. Una especie de imperturbable inocencia.

(Marina Cvetaeva)

Lo sé todo sobre María.

De Patricia y su bebé, aparte de lo que leo en el periódico en pocas líneas, no sé nada. Yo,  como todos los demás, ya he olvidado las imágenes en la televisión, arrastradas por nuevas tragedias. María, ocho años, alegría, sonrisa constante, abrazos, risas.

Patricia dieciséis, su bebé de un mes. Viven en el mismo barrio, mueren el mismo día. Maria de vejez, Patrícia y su hijo quemados vivos. Veo el humo del fuego del incendio, los helicópteros. La favela se incendia en un instante, los casuchas arden como paja, o más bien están hechas de paja. Unos pocos minutos de fuego es suficiente. Patricia abrazando a su bebé, María en el sofá, sentada. Se acaba de levantar, baja al comedor para desayunar, bebe una buena taza, come pan. Dos pasos para llegar el salón, se sienta en el sofá, dicen que de repente se ha puesto pálida. Cierra los ojos.

Veo el humo del fuego y los helicópteros, me imagino lo peor. Cada vez que se quema una favela me imagino lo peor. Los callejones, las precarias instalaciones eléctricas, los cilindros de gas, los alambres expuestos.

La casa de María es hermosa, sesenta y cuatro residentes. Algunos en plena posesión de sus facultades, otros ya afectados por la soledad y los males de la vejez. La sala de estar, un gran espacio para convivir, está abierta a ambos lados del jardín. Árboles frutales, flores, pájaros, libertad, a un kilómetro de la favela, al borde de una carretera. María camina por los senderos del jardín con una sonrisa hecha para las nuevas dentaduras. Tiene tres grandes pasiones: las muñecas, los relojes y los limones. Cada vez que conoce a una madre con un bebé, a una Patricia con su bebé, piensa que el bebé es una muñeca y quiere tomarla para sí misma. En mi opinión, ella no se equivoca, a ella le gusta bromear, a ella le gusta ver al pequeñín, acerca su mano para una caricia. Las muñecas, por otro lado, las pide a quien esté cerca, los enfermeros, los asistentes, los familiares visitantes. María no tiene familia, o más bien, ella tiene una familia enorme, cualquiera que le preste un mínimo de atención se convierte en parte de sus afectos. Abraza a todos, de todos se hace querer. Una eterna niña de ocho años.

Ignoro el aspecto físico de Patricia, su foto en el periódico no está, unas cuantas líneas son lo que hay. Tal vez luzca como una chica normal de dieciséis años con un niño a criar en una situación de malestar social y ambiental. Patricia y su hijo, en una choza al borde de la carretera, no cubiertos por planes de crecimiento económico, asesinados por la corrupción y la ineficiencia.

No es cierto que yo sepa todo acerca de María. Sé lo que ella misma me cuenta: la ciudad de origen, tal vez; que fue abandonada por la madre en el mercado, tal vez, o que se perdió en la multitud, quizás. A veces realmente parece ser cierto, a veces parece confundirse, pero cuando se le pregunta por los nombres de sus padres, sin embargo, no duda. ¿Por qué debería dudar de todo lo demás? De hecho, tiene una memoria prodigiosa, recuerda a todos los amigos de la casa donde vivía antes de llegar aquí. Recuerda episodios curiosos y divertidos que yo mismo he olvidado. Entonces, ¿por qué no creer en la historia de su vida, de sus orígenes? Abandonada por su madre a la edad de ocho años, tal vez porque era una boca extra, o tal vez porque ya estaba mostrando signos de retraso mental que le habrían impedido trabajar. En un pequeño pueblito en el noreste, tal vez la hija de sirvientes en una hacienda… Pasa la vida internada en varias instituciones, en instalaciones públicas o refugios como este; literalmente inmersos en el amor y el afecto. Los relojes, como las muñecas, los pide de regalos a quienes le dirigen la palabra. También quiere el mío, intentó sacármelo varias veces, a pesar de mi cara fea, desliza lentamente los dedos bajo la correa, me mira riendo, como si no lo hubiera notado, como si no lo hubiera sabido durante un siglo, como si no supiera lo que estaba haciendo. Un día el que llevaba puesto se rompió, su manía por apretarlo demasiado, de empujarlo hacia el antebrazo. Prometo que lo haré arreglar, se lo devolveré después de una semana. Me estaba esperando en la puerta, ay de mí.

Patricia y su bebé eran prisioneros de las llamas y de la puerta que no querían abrirse. La hermana informa que la llave siempre estaba sobre el refrigerador. Probablemente estaba asustada, cegada por el humo… Bomberos, helicópteros. Demasiado tarde, demasiado tarde. Todo es demasiado tarde. Pero la miseria y la muerte no, la miseria desde que nació y la muerte después de dieciséis años de vida para ella, un mes para su hijo; la miseria y muerte siempre presentes, un corolario de la violencia soberana en la que se basa y se basa nuestra convivencia. Hagan algo, no es posible morir así: grita la tía a los reporteros. Patricia no lo sabe, Patricia lo ha sabido siempre. No es posible. Pero en realidad sí.

Ayer, lo primero que me muestra es el curita en su brazo, el reloj de hierro la hirió. Mira que feo, mira que feo, dice con la cara sufrida de alguien que quiere burlarse de mí. “¿Vamos passear por ai?” Vamos a dar una caminata, pero su petición tiene otro significado: vamos a robar los limones. Sí, para María no es suficiente sacarlos del árbol, demasiado simple. Tiene que robarlos, hacer algo prohibido, sacar una escoba de la bodega para golpear la rama, saltar, trepar, colarse en la cocina, reírse de los regaños de los asistentes. María se ríe de mis intentos torpes de llegar a la cima, se ríe cuando finge estar cansada, se ríe cuando por broma toma el brazo de la señora que dormita. La inseparable Terezinha, observa todo, se acerca a ella, le arregla la camisa, le quita las migajas restantes. María la besa como nunca lo ha hecho en todos estos años, la sostiene hacia ella en un abrazo lento. Todos relatan el episodio y lo interpretan como lo que realmente fue, una despedida, un agradecimiento. Terezinha, frente al ataúd en la capilla, dice: no es cierto que será enterrada, verás que dentro de poco vuelve. Cada uno tiene su propia manera de sufrir el luto, de vivirlo, de superarlo. «Tú eras su familia… pero ahora no nos abandones… vuelve siempre», dicen todos los residentes al despedirse. Les aseguro que volveré pronto, muy pronto.

Nunca sabré lo que hizo Patricia en las últimas previas. María estaba conmigo, Patricia probablemente abrazaba a su bebé.

María está en el cielo, dice el sacerdote en un breve funeral, si ella no va al cielo, ¿quién entonces? Sin saberlo, María había descubierto el secreto de la felicidad. Una vida maravillosa, hecha de abrazos y sonrisas, amada por todos, amiga de todos.

Incluso Patricia está en el cielo, abrazando a su hijo, si ella no va al cielo, ¿quién entonces?

El ataúd de María desciende a la tierra desnuda. Nosotros, su familia, nos mantenemos conmovidos por el misterio. Recojo en mi mano un manojo de tierra, quiero ser el primero. Miro a mi alrededor, desde una corona cercana robo una flor, la tiro a María. Sé que ella también lo habría hecho. En el mercado robaba naranjas, luego sonreía y al hombrecito le decía: ¿Me das una? Yo robé una flor blanca, apoyada sobre la tierra roja.

Nunca sabré dónde enterraron a Patricia y a su bebé. Tal vez en el mismo cementerio. Tal vez esa flor que robé era justamente para ella. Tenía dieciséis años y su bebé un mes.

María, cuando le preguntaban cuántos años tenía, contestaba: ocho. Nació en 1926. Una niña, como Patricia abrazando a su hijo, una niña de imperturbable inocencia, pura de corazón. Y bienaventurados sean los puros de corazón.


Traducción del italiano por Michelle Oviedo