El autor de Interior con ceniza habla sobre intertextualidad, lo que implica ser crítico literario en el Chile de hoy y sus proyectos 2019, que incluyen un libro collage con ediciones Filacteria y meter al horno una novela latamente postergada: es que a Francisco le gusta fraguar sus proyectos con la sabiduría del fuego lento.

Por Eva Débia Oyarzún

Alto, delgado, con una desgastada chaqueta de cuero y el casco de la moto todavía en la mano, Francisco me saluda y se sienta frente a mí. Nos citamos mutuamente en el café del GAM, a mediados de semana, para intercambiar libros y pareceres; este periodista y magíster en comunicación política de la Universidad de Chile con sonrisa de cabro chico pero pupilas de anciano es todo un mateo: además de muchos artículos de investigación, en 2014 publicó el poemario Otoño (Piélago) y Las batallas por la Alameda; artería del Chile demoliberal (Ceibo); desde esa misma casa editorial, en 2016 vio la luz Desaparecer, su primera novela, y el año pasado publicó Interior con ceniza, una docena de cuentos que abordan desde diferentes ángulos la enorme soledad de las grandes ciudades como Santiago. Aquí, parte de nuestra conversación.

¿Cómo se gestó Interior con ceniza?

Muchas de las cosas que escribo parten como bocetos, ideas, que voy desarrollando a lo largo del tiempo. En Interior con ceniza hay cuentos recientes y otros de data antigua. Por ejemplo, Memoria de unos ojos fatales, el primer cuento del libro, que tuvo dos títulos tentativos, fue un proyecto de más de 10 años. Partió de una forma y terminó en otra. Al final, quería escribir una historia múltiple, entrelazar dos tiempos distintos, un montaje, y me costó. Había que evaluar cada palabra, cada giro, y eso demora.

Te tomas tu tiempo, entonces…

Me gusta esa idea de la progresión, de la cocción en términos culinarios: eso permite aquilatar la valía narrativa que pueden tener, para así pulirlos de la mejor forma. Aparte, conté con el apoyo constante de mi editora, Eugenia Prado Bassi, con quien trabajamos en un resultado más o menos óptimo. La oralidad permite detectar errores de tipeo e incluso cacofonías molestosas, porque muchas veces se escribe en transparencia. O sea, no se escribe lo que se escribe: se escribe lo que se cree que se escribe. Ocurre también con la lectura. Entonces, la lectura oral es una herramienta eficiente de corrección.

¡Eres un perfeccionista!

En términos literarios no creo que existan historias perfectas. Si bien las trabajo en el tiempo, como te decía, existen múltiples opciones. Lo que busco, en mi caso, es una historia que equilibre la información explícita con las elipsis. No hay que contarlo todo, hay que susurrar, sugerir, y eso es un derecho del lector. Me gustan las inferencias y las interpretaciones. Me gusta el acto de desciframiento que renuncia a la ingenuidad. Porque el realismo que me acomoda ya de por sí es lo bastante cruento para contar más de lo necesario. No quiero ser chabacano ni simplón.

Este es un libro de cuentos que tiene cinco separaciones en negro, con algunas oraciones o frases. ¿Qué significan?

Hay un juego con la visualidad, claro. Pero es más que eso. Buscamos con Eugenia un diálogo intratextual, intertextual, entre citas, oraciones que parecen fuera de contexto en relación con las historias contadas, pero no. Hubo la intención de construir un libro literario, narrativo, pero no exclusivamente literario, narrativo. Es mi obsesión con Walter Benjamin. Pienso que las referencias históricas, políticas y filosóficas ayudan a entender al libro en su entramado ideológico, contextual. No es un afán puramente intelectualoide, vacío. Al contrario. Toda obra está situada socialmente, lo decía Mijaíl Bajtín. Toda obra dialoga con sus precursores, influencias, entorno. Allí radica la fuerza política y estética de una obra más allá de su contenido literal.

Hay algunos personajes que pareciera que se repitieran, físicamente. ¿Las pelirrojas han sido importantes para ti?

Lo que voy a decir puede contradecir lo anteriormente dicho, pero no es tan así. Me explico: soy bien racionalista para escribir, en el sentido que tengo un proyecto político-literario. No escribo por escribir. Escribo para hablar de la ciudad, de la sociedad de mercado, de la biopolítica, de la locura, de la destrucción material e íntima que produce este individualismo feroz. Pero también me dejo llevar en la narración, no caer en la escritura mecanicista, académica. Como dice Neruda en boca de Cortázar cuando explicaba la construcción de sus relatos: “Mis criaturas nacen de un largo rechazo”. Entonces ocurre que hay patrones inconscientes, cosas que se repiten de historia en historia.

¿Tienes fijaciones, entonces?

Una fijación, un gusto, puede ser. Esa es tarea del lector, no mía. Aunque, a decir verdad, para mí escribir es como pintar un óleo: tengo la idea de sus márgenes, de cómo podría empezar o terminar, pero lo voy trabajando de a poco; ocupando para ello ciertos recursos narrativos como el montaje, la escritura fragmentaria, el uso recurrente de elipsis, anacronías, etc.; obsesionado con los detalles, me gusta ser preciso en la geopolítica de los nombres, tal calle, tal lugar, tal vestimenta, tal acción, tal gesto, tal silencio… Todo significa, todo es un signo interpretable. En este sentido, me halagaron las palabras de Eugenia Brito al presentar Interior con ceniza, porque precisamente buscaba eso, contar historias verosímiles. Y eso a veces es cansador, asfixiante.

El escritor crítico y lo que se viene

Hay mucha gente en el café; estamos en pleno Festival de Teatro a Mil, y los asistentes a las obras se refugian al interior del recinto con la excusa de un café o un jugo para disfrutar del aire acondicionado. Sigo conversando con Francisco, quien es miembro del movimiento Chile, país de poetas, y actualmente realiza crítica literaria para diversos medios digitales, como Ojo en Tinta, El Mostrador y Cine y Literatura. También es docente en la Universidad Nacional Andrés Bello, donde realiza un taller transmedial y un taller creativo.

¿Te consideras un buen lector? ¿Qué estás leyendo?

Un escritor debería ser un buen lector. No existe nada novedoso, ninguna historia es excepcional. Todo ya está escrito. Ahora bien, yo busco, como te decía, la mixtura, la transfiguración, el juego entre imágenes, citas y relatos. Allí pienso que está la clave. Ser un semiólogo en búsqueda de signos que puedan construir universos, realistas en mi caso, pero universos al fin y al cabo. Y eso no se agota en la lectura de libros, también en un sentido amplio, respecto a películas, series de Netflix, animé, cómic, diarios, folletines, teleseries. Son tan válidos libros como Otelo de Shakespeare, El sabor de un hombre de Slavenka Drakulić, El guardián entre el centeno de Salinger o 2666 de Bolaño; que series como Mindhunter, Bates Motel, You, The Terror, The Handmaid’s Tale y la serie turca Fi; que animé como Death Note, Tokyo Ghoul o Code Geass. Actualmente veo Pacto de sangre, teleserie transmitida por Canal 13.

¿Qué implica para ti ser crítico literario?

El hacer crítica en un diario me ha permitido acceder a un universo de autores, autoras, y eso es fascinante. Hay tanto por leer, eso angustia un poco… Porque estamos en un momento lindo, a pesar de la descomposición del mundo: Trump, Bolsonaro, Kast, el fascismo y el conservadurismo; un momento lindo porque florecen nuevas editoriales y proliferan nuevos escritores y escritoras. Por ende, nuevas propuestas, nuevas temáticas. Trato de escribir como me gusta leer: sin excepciones, sin prejuicios ni sesgos. Aunque, a decir verdad, me gusta mucho lo que las escritoras están haciendo. Y no solo nombro a Diamela Eltit y a mi mentora, Eugenia Prado, sino a Andrea Jeftanovic, Nona Fernández, Mónica Drouilly, Constanza Ternicier, entre otras. Claro, en esa enumeración no podría dejar de lado la relectura de los clásicos: León Tolstói, Fiódor Dostoyevski, Raymond Carver, J. D. Salinger, Julio Cortázar, Vicente Huidobro. Terminé hace poco las Obras Completas de Alejandra Pizarnik y ahora estoy leyendo Por amor a Sade de Luciano Lutereau.

¿Cuál es tu opinión sobre la literatura contemporánea nacional?

Hay algo que no me gusta y es el circuito de los mismos. ¿Por qué nosotros, lectores, debemos siempre “consumir” a los mismos? No digo que no sean grandes escritores o poetas personas como Parra, Zurita, Zambra o Germán Marín, pero hay muchos, muchas, más allá de las novedades editoriales, las grandes industrias del libro. Por decirte algunos: me gustó mucho Happy Birthday de Mauricio Gutiérrez, Litoral central de Diego Alfaro Palma y Furias callejeras de Sofía Brito. De prensa, poco. De crítica, casi nada. ¿Cómo es eso posible? Conozco a algunas editoriales, pequeñas, micro, cartoneras, y sé del esfuerzo y del cariño, casi la sobrevivencia. Los y las veo movilizándose, asistiendo a encuentros, ferias independientes. Valoro eventos como Letras en la arena, que se organiza cada año en Horcón, por ejemplo. Pero más allá de la desidia estatal, porque de frentón el Estado de Chile da migajas a la cultura, hay otro tema.

¿Cómo pensar el libro y todo lo que eso implica?

Hay que romper el sentido común del individualismo neoliberal que precisa sujetos solitarios, aislados, ensimismados. No queda otra que colaborar, asociarse, volver a un sentido comunitario de hacer las cosas. A nivel mediático, la cosa también pinta mal. Tantos matinales idiotas que no dicen nada y lo que dicen, lo repiten una y otra vez. ¿Por qué no dar espacio a los artistas, profesionales o no? La cultura no se trata solamente de personas que ocupan su tiempo en un trabajo que, para el mercado, puede ser ineficiente o improductivo. No se trata de bienes materiales o burocracias para postular a fondos concursables; la cultura es viva, corporiza el sentir de un país. Por eso es importante entender la cultura como un concepto centrífugo y no centrípeto. Hay que expandir, difuminar. Hay que entregarle a los lectores nuevas temáticas, nuevos autores. No puede ser que unos pocos reciban las luces de los medios, las vitrinas de un puñado de librerías o las flores de la academia. El frondoso bosque no puede transformarse en un selecto jardín.

¿Qué novedades se vienen para este año?

Estamos trabajando El perfecto transitivo con Rodrigo Peralta y Filacteria, que está dentro del catálogo 2019 de la editorial. Es complejo, porque de cierta forma es un libro con muchas textualidades, ritmos, temáticas, pero confío en que todo funcionará bien, tanto por el profesionalismo que veo en mi editor, a esta altura amigo, como por su calidad humana. Elaborar un libro no es sumar una oficina, traspasar un Word a un programa especial, editar, diagramar, imprimir, publicar, distribuir. Es más que todos esos verbos. Implica conversar, pensar, hacer un trabajo mancomunado, divagar. Porque no todo obedece a una lógica racional y causal. Hay que dejar un espacio también a la intuición, al juego, sin menospreciar el tiempo, los detalles, la planificación.

¿Algo más?

También, y de manera complementaria, estoy trabajando en lo que será mi nueva novela, tentativamente llamada Hijo de la cólera. Este libro, aún en fase de escritura y corrección, es un thriller político, policial, que transcurre en 2001, cuando Pinochet todavía vivía. Sin entrar en pormenores, en este libro estoy jugando en dos planos: el qué se cuenta, o sea los acontecimientos narrados, entrecruzados con ciertas temáticas para mí relevantes como es la transición chilena, la eterna disputa filosófica entre lo bueno y lo malo, la perversión y el sentido de justicia, la sociedad de mercado, el biopoder, los roles de género, etc.; y el cómo se cuenta, o sea, el uso de distintos narradores, elipsis, descripciones, diálogos, y la tentativa de una escritura fragmentaria, inferencial.