La crueldad interpersonal, la agresión diaria, sublimada por todo lo que cae dentro de la norma de la vida civil, se retoma y se repite en ese tipo de crueldad violenta de aquel del que hemos delegado el papel de autoridad: de la figura paterna del Estado. Si la crueldad de uno se amalgama con el sentimiento de protección y afecto, la crueldad del otro no tiene términos medios y siempre se muestra en los niveles más altos.

Ya lo dijo un ministro importante en los tiempos de la dictadura acerca de la abolición de los derechos civiles: no temo a los generales, a los coroneles ni al ejército; tengo miedo del policía de tráfico debajo de mi casa. Aquí está el policía de tránsito, frente a los ojos de un país que pretende estar asombrado pero en realidad permite y fomenta su acción, indignándose menos, mucho menos de lo que realmente debería y podría. No es un policía urbano, sino un supervisor, un guardia de seguridad, uno de los muchos vigilantes que vemos por todas partes, en las puertas de los edificios, en las torres de vigilancia de los barrios, frente a los centros comerciales.

Crear consenso es fácil, muy fácil, especialmente alrededor de una buena causa, como lo es el deseo de orden y tranquilidad. Y si se aspira a eso, todo el peligro potencial desaparece con la agresión de quienes defienden sus intereses por encima de todo, sin importar el precio. Por el contrario, cuanto mayor sea el precio, mayor será el respeto obtenido, mayor es el precio y mayor será la cantidad de violencia que se puede utilizar para defenderse.

Hemos construimos castillos en los que el mundo de Hobbes se fusiona con la pesadilla de Kafka, en el que el impulso de muerte reprimido de Freud se delega a los responsables: Protego ergo obligo. El muchacho está totalmente inmovilizado. Sobre él, los cien kilos de fuerza sobrehumana vestida de negro lo aplastan contra el suelo. El niño ahora cianótico ya no se mueve. La madre grita. La fuerza bestial que lo mata mira a su alrededor, buscando el consentimiento de los presentes. Los clientes del supermercado filman con el móvil. Estoy aquí para ayudar en Youtube. Los presentes filman, la madre grita. Los colegas del vigilante atan los pies del niño ahogado para que no represente peligro; pero él ya está muerto. Llega la ambulancia, no queda nada por hacer.

Según el vigilante, quería robar y, después de ser atrapado en el acto, incluso trató de agarrar el arma del guardia. Las imágenes de las cámaras de seguridad lo desmienten. Era un niño delgado, de diecinueve años, en compañía de su madre en el supermercado. Muerto asfixiado por el cuerpo de un vigilante que nunca hubiera podido ejercer esa profesión. Ya condenado por agresión, apasionado por las armas, votante de Bolsonaro. Su página de Facebook lo retrata con el arma apuntando al espectador, en el gesto típico de su presidente, quien ha puesto su campaña en el eslogan «el único buen bandido es el muerto».

La oportunidad de transformar palabras en hechos se materializa en Pedro Henrique Gonzaga. La terrible secuencia fotográfica dice que el cuerpo es una forma de experimentar el tiempo. El cuerpo es la muerte viviente que da la muerte. El cuerpo de Pedro Henrique Gonzaga se aferra al gigantesco semblante de su asesino en el abrazo de la muerte. Pedro muere. Todo el país muere. Pero un pueblo puede ser asesinado de muchas maneras. Físicamente, moralmente, despojándolo de su dignidad, convirtiéndolo en esclavo, privándolo de su historia y su cultura. El guardia del supermercado es un asesino instigado por palabras presidenciales y estas palabras hablan de muerte incluso cuando dicen otras cosas, incluso cuando identifican enemigos en personas con ideas diferentes a las suyas, incluso cuando los instan a liberarse de «ideologías dañinas».

Siempre lo han dicho: las universidades sirven para formar militantes políticos, queremos que el país vuelva a infundir respeto. Algunas escuelas en Brasilia están ahora bajo el control directo del ejército. Los muchachos en uniforme, de pelo corto o recogido detrás de la nuca, un pelotón en línea escucha el discurso del comandante: aprenderán algunos aspectos de la doctrina militar, amarán su bandera, golpearán los talones y se pondrán en firmes, aprenderán a marchar. Se creó la Secretaría Nacional para la Militarización de las Escuelas. Luchar contra las ideologías nefastas es algo muy serio. En los puestos clave del Ministerio de Educación, tres generales y dos coroneles coordinan el trabajo. El ministro dice que para evitar que los brasileños del exterior se comporten como caníbales, es un deber introducir el estudio de la educación moral y cívica, como se hizo hace cincuenta años, cuando uno tenía – y debía tener – miedo a la arbitrariedad. Un simple policía de tránsito, dueño de la vida y la muerte, como lo es hoy es un vigilante de un supermercado.

Los muchachos en el patio de la escuela se alinearon como vigilantes de un supermercado lleno de personas armadas con teléfonos celulares, el cuerpo rígido de los soldados para vigilar a los niños frente a la bandera, que ya no es verde y oro, sino más bien tan roja como la sangre del cuerpo de un chico cuyo cuerpo muerto yace bajo el cuerpo masivo de un vigilante con un cuerpo vivo pero ya muerto. En el corazón muerto de una nación que renuncia a la vida, elige la muerte, la atención, los “firmes”, frente a los talones y el arma de un general.


Traducido del italiano por Michelle Oviedo