Por Paloma Franca Amorim / Traducción de Pressenza

Leí que la inclinación entre el cuello y la cabeza de los negros tardó siglos en alcanzar los noventa grados exactos, de modo que nuestros ojos ahora parecen estar a la misma altura que los ojos de nuestros colonizadores. Es bonito caminar por ahí y ver a tantas mujeres negras mirando el horizonte de la misma manera y tratando de educar a las siguientes generaciones para que el cuello no vuelva a caer. Cuando las veo en las calles, en mis espacios de trabajo y de actividad política, es como si participara en la subversión del tiempo y viera a través de las retinas ajenas, un espejo de las mías, la existencia de las mujeres que las precedieron, de sus predecesoras, de aquellas que llevaron a cabo una ardua lucha para que pudiéramos, no sin dificultades, estar en posición mejor, ocupando con integridad los territorios devastados de nuestras propias vidas. Por supuesto que en las últimas épocas pasamos –de una manera muy colectiva– a mirar a través de nuestros ojos con sed de igualdad, como si mirásemos a través de los ojos de nuestras madres y abuelas.

A veces pienso que para las mujeres negras la historia de Brasil, es –de hecho– contada desde la perspectiva mítica. Cierta vez un hombre blanco muy correcto, de muy buena familia y muy asentado ideológicamente, me dijo –en un debate sobre política, teatro y raza–, que debería estar agradecida a los militantes como él que lucharon contra la dictadura militar para que yo pudiera tener un futuro. Al momento me llegó esa voz que no es la mía, que suelo decir que es la voz de mis Orixás¹, de mis caruanas², de mis consejeros secretos. Esta voz vive calladita en mi estómago, pero sube cuando a mi cuerpo le parece necesario, como si estuviera dotado de un instinto felino, y de repente ya está en la garganta como sonido, escapando de mi boca, haciendo de mí un lugar de paso, rebelde a mis intentos de control. Siento algo caliente en mi pecho y pienso: ahí viene. Ahí viene. Está llegando. No puedo creer que tenga que decir esto. Y entonces sale un discurso atrevido, provocador, algo acertado o muchas veces torcido, impulsivo… Aquella vez, con ese señor, dije de todos modos: no me pida gratitud; yo le agradezco a mi madre. Por usted tengo respeto.

Cómo explicar a otra generación política, liderada por hombres blancos del sudeste de la historia brasilera, que su lucha no fue en vano o más pequeña, pero que la forma en que se la narra trata las circunstancias políticas brasileras desde un único punto de vista, asociado a una idea moderna, caucásica y burguesa de heroísmo. Por otro lado, las acciones populares, en su mayoría negras por una cuestión obvia de raza brasilera, son obligatoriamente borradas por las tramas del lenguaje historicista.

Pero el lenguaje también está en nuestros cuerpos ocupando hoy los frentes de la batalla política, estética y social. Cuando hablo de mi madre no estoy privatizando la idea política: estoy invitando a una memoria específica de mujer negra, a la disputa pública de nuestras narrativas de resistencia en este país. Y sí, también hablo mucho de mi madre porque me duele tanto que no esté participando de esto en vida. Pero participa por mí, a través mío. Mi cuerpo no es más que un puente entre vivos y muertos.

El año pasado perdí dos tías queridas. Ambas, al igual que mi madre, trabajaron como empleadas domésticas para criar a sus hijos y para atreverse a garantizar algún derecho a nuestra generación familiar. No se debe perder nada. Esa es mi historia y la historia de este país. Una de ellas. Sólo hay justicia cuando sale a la luz más de una verdad. Esta puede ser una premisa hegeliana, pero también es una premisa de doña Naná, anciana negra nuestra que no sabe leer ni escribir, pero sabe pensar y piensa de forma hermosa. Doña Naná es una de esas que atravesaron el tiempo. Allá atrás, en el siglo pasado, su cuello ya estaba recto a noventa grados, no miraba por debajo de ningún señorito, y además le encanta decir que su madre también perforó el tiempo y no miró por debajo de ningún señorito, y su abuela –de quien doña Naná está muy orgullosa– no miró por debajo de ningún señorito. Y la bisabuela de nuestra doña Naná no sólo miraba de igual a igual, sino también desde arriba, porque esa mirada desde el cielo hacía que el viento soplara cuando el pueblo lo pedía.


¹ Divinidades de cultos de origen africano (ej. Candomblé), que representan distintas fuerzas de la naturaleza.
² Espíritus orientados a practicar el bien, invocados para librar a las personas de enfermedades y hechizos.

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