Por Saiba Bayo[1]

“La estancia en el agua no transforma el tronco de un árbol en un cocodrilo”.

Saydou Badian Kouyaté[2]

Introducción.

En algo menos de dos semanas, las calles de las ciudades españolas se llenarán de nuevo para celebrar la leyenda sobre la llegada de tres reyes magos, procedentes de oriente, en casa de Jesús de Nazaret; un evento que se ha convertido en uno de los momentos de mayor júbilo popular. De hecho, mutatis mutandis, la cabalgata de los reyes magos de oriente es hoy un símbolo de unión de la sociedad española en su gran diversidad. En este texto me interesaré más bien en la dimensión folclórica y cultural de la cabalgata. Me acercaré a la carroza de los reyes magos con el único propósito de contribuir a la controversia sobre el betún de Baltasar. Conduciré mi análisis desde una perspectiva crítica de lo que podríamos llamar “la competición de memes”, tomando prestada la idea de Richard Rorty. Un meme, según Rorty, es la “contraparte cultural de un gen”. Acuñando esta definición, Rorty afirma que las palabras de aprobación moral, frases musicales, lemas políticos, imágenes estereotipadas, epítetos abusivos, son ejemplos de memes. De modo que un meme debe su existencia a “su capacidad de usurpar el espacio que anteriormente ocupaba otro meme”.[3]

Debo precisar, de entrada, que no defiendo aquí la “autenticidad” de una leyenda, ni el carácter original de un rey negro en busca del “niño dios”. Para ello, tendríamos que asumir que los tres reyes magos existieron de verdad. El caso es que ni siquiera me arrimo, por lo menos en esta ocasión, a la reclamación de revisión de la historia. Si bien, es necesario reescribir la historia y reinterpretar los relatos populares para adecuarlos a las circunstancias y los tiempos. No obstante, tales proyectos encajan mejor en perspectivas históricas y antropológicas. Lo que está claro, es que todos los pueblos han participado de alguna manera en la evolución del hombre y cualquier pretensión de justificar la superioridad de un pueblo sobre otro cae en el ámbito del reductio ad absurdum, esto es, argumentaciones absurdas. La tarea que pretendo llevar aquí a cabo es proceder a una reflexión, una evaluación del vivir en comunidad, compartir valores y reconocimiento mutuo.

Mi perspectiva, sin embargo, tiene un doble objetivo. Evitando los argumentos ad hominen, es decir la confusión, mi intención viene a ser un análisis de la endogeneidad y el carácter fantasmagórico de la identidad popular española, en el caso concreto del betún de Baltasar. Opino que cuando se recure a la cultura concediéndola un carácter determinista, cometemos un pecado intelectual y reproducimos los patrones propios de la histórica discriminación que descansa en el corpus del racismo institucional. Indagar sobre el fenómeno de las caras betunadas (lo que voy a llamar en adelante el “carabetún”) es solo una excusa para poner sobre la mesa el asunto de las políticas de identidad y de ocupación del espacio público. Para abordar el fenómeno del “carabetún” de Baltasar, me apoyaré en las teorías de Nietzsche sobre la cultura como “envoltorio del caos” y el “último hombre”; y recurriré a la teoría de Hannah Arendt sobre los “Filisteos culturales”; que conectaré con el trabajo de Edward Said en “Orientalismo” e “Imperialismo y cultura”.

El concepto de la cultura en Nietzsche y la arrogancia del betún.

Nietzsche es, sin duda alguna, uno de los filósofos más recalcitrantes que hayan profundizado, casi profetizado, sobre el devenir del hombre moderno a través del estudio de la cultura. Utilizaré aquí su teoría para explicar e interpretar un fenómeno sociocultural como el hecho de betunar la cara de una persona blanca para que represente la figura de una persona negra, de acuerdo a la leyenda. Para Nietzsche, la cultura es una creación del hombre, guiado por el instinto de conservación y sobrevivencia. De modo que la cultura solo sirve para transfigurar el horror.[4] Podemos añadir que la cultura sirve para afirmar el valor de la vida sobre cualquier otra cosa. En esta línea, la cultura existe sólo cuando sirve para dignificar, incluir, juntar a los hombres y valorar todas las vidas humanas como merecedoras de ser representadas tales como son y no como nos gustaría que fuesen.

Tomando prestada la teoría de Nietzsche y antes de él la de Schopenhauer, podemos asumir que la cultura es la apariencia o mentira que oculta el caos y que solo el caos es verdad innata de cualquier sociedad. El caos es verdad porque es resultante de las interacciones de los hombres y “la cultura es sólo una fina piel de manzana sobre un ardiente caos”[5]. Mientras que el caos está en constante y perpetuo cambio, la cultura que le sirve de envoltorio se mantiene intacta. De hecho, esto es lo que lleva a Nietzsche a considerar la cultura como autocomplaciente, es decir mentira. Al considerar la cultura como mentira, Nietzsche se desliza hacia la intuición de que solo la mentira puede existir como objeto sobre el cual podemos meditar. Reconocemos aquí que, meditando sobre la cultura, estaríamos meditando sobre la creación del hombre. Esto es, aquellas ideas, creencias, mitos y relatos creados por el hombre para adornar el caos de la sociedad.

Esta gimnasia es la que, en mi opinión, ha llevado a Nietzsche a formular su teoría sobre el “último hombre”. El diagnóstico que Nietzshce realiza de la sociedad moderna occidental va íntimamente ligada a la idea del nihilismo, incrustada en la cuestión cultural. En esta línea, Marta de la Vega apunta que “el último hombre refleja la imagen que toma el nihilismo en la modernidad”[6]. El nihilismo occidental pretende conceder, exclusivamente, la facultad racional y moral al hombre europeo. La crítica de Nietzsche a este respecto es crucial: “la moral es hoy día en Europa una moral de rebaño. No es más, entonces, en nuestra opinión, que una variedad de moral humana que consiente o debería consentir al lado de ella una infinidad de morales distintas, y de morales muy superiores. Pero esta moral se defiende con todas sus fuerzas contra tal ‘posibilidad’, contra tal ‘deber ser’: ‘Soy yo la moral, no hay moral fuera de mi».[7]

Como podemos constatar, a pesar de la utilización oportunista que hicieron las ideologías nacionalistas y fascistas de Nietzsche, su pensamiento es de extrema utilidad para entender ontológicamente al europeo de nuestros tiempos. Merece la pena, pues, mencionar que el “último hombre» de Nietzsche “recupera una concepción filosófica del mundo a partir de la cual se originan tanto la interpretación moral del Ser, el dualismo, el absolutismo de lo «verdadero» y el despotismo del pensamiento racional, como una voluntad de poder negadora de los valores de la vida, es decir, una voluntad de dominio sobre la naturaleza y sobre el mundo humano”[8]. Allí tenéis al “último hombre” con la cara betunada suplantando la identidad o figura del negro, hablando en nombre de él, inclusive, hablándole a él.

Una vez aclarada esta analogía podemos seguir con nuestro análisis del “carabetún”. La conservación de la autenticidad de la cultura lleva a algunas localidades españolas a defender la dimensión tradicional, histórica de la creatividad artístico-cultural del betún de Baltasar y sus pajes. Parece que algunas de estas localidades, como Igualada, proponen promocionar el fenómeno “carabetún” como patrimonio de la humanidad. La definición que adquiere el concepto de patrimonio de la humanidad merece ser estudiada con detenimiento. Pero dejaré esto para otra ocasión. Voy a ceñirme aquí al hecho y el discurso político de este fenómeno. ¿Qué entendemos primero por patrimonio cultural? ¿Puede existir una humanidad excluyente? La reflexión en esta materia nos invita a meditar sobre el corpus de la cultura del betún, es decir, una valoración utilitarista, principalmente economicista del “carabetún”.

“El avestruz mete la cabeza en el desierto. Allá él, porque hay hombres que escogen bastante peor: meter el desierto dentro de la cabeza”[9].

Maria Cauto

La categoría “patrimonio de la humanidad” del “carabetún” que quieren conseguir estos municipios como Igualada contempla exclusivamente una compensación económica. De hecho, es la única explicación plausible. Veamos el asunto en perspectiva para argumentar esta afirmación. Supongamos que la Baronesa de Thyssen busca sacar en subasta un cuadro de Velázquez (suponiendo que lo tuviese, claro). A parte del prestigio del pintor, la estrategia de la Baronesa se centraría sobre la valoración del cuadro teniendo en cuenta, principalmente, los más de tres siglos y medio de antigüedad. De modo que el objetivo de la Baronesa no consistirá, lógicamente, en demostrar el valor artístico del cuadro, pues esto es puramente subjetivo, personal e intransferible. En este sentido, ¿la dimensión cultural del “carabetún” adquiere un valor intrínseco sólo cuando se puede demostrar su “antigüedad”? La respuesta es más que evidente. No importa si el mensaje es vulgar, tampoco nos interesa la arrogancia exhibida por los apoderados del “codiciado” objeto cultural. Visto el nihilismo que caracteriza el fenómeno, si algún día estos municipios deciden tirar adelante con su proyecto, tal vez deberán contemplar la denominación “patrimonio de nuestra humanidad blanca”, esto es, justo ellos.

Pero, aun así, esta idea plantea varios interrogantes normativos si consideramos que hay un cruce de valores entre representante y representado, entre el blanco betunado y la imagen del negro reflejada en este acto.

  • ¿Podemos hablar de cultura cuando la consecuencia de la manifestación cultural implica exclusión, discriminación e [IN]visibilización de otros?
  • ¿Cómo podemos entender que en una sociedad donde una considerable porción de la población se queja de la alta presencia de personas negras, se jubile betunando a una persona blanca para simbolizar esa misma presencia?
  • Consecuentemente, ¿la negación de la humanidad del negro en España ha alcanzado tal propósito para que su admisión en el espacio público se haya convertido en un asunto de controversia sociopolítica?
  • En definitiva, ¿hasta qué punto recurrir al absurdo para conservar leyendas, mitos y relatos puede ser comprensible, aceptable y justificable?

Desde mi posición solo cabe contemplar una posible respuesta a todas estas preguntas. Quiero pensar que tal vez la cultura tenga un carácter “Siu géniris” e (in)violable que merece ser conservado independientemente de los cambios de tiempos y circunstancias. Ahora bien, si así fuere, si la cultura tuviese un género, propio de un pueblo, entonces tampoco debería incorporar imágenes, símbolos y figuras de otros pueblos. Pues, en este caso, la espontaneidad y la particularidad de cada pueblo sugerirían que no haya entrado nunca en contacto con otros. De lo contrario se estaría admitiendo que la cultura es el resultado de la interacción de diferentes pueblos. Por lo tanto, el betún de Baltasar sólo tendría una explicación, además de la excesiva carga de arrogancia; personifica la exaltación de la superioridad, un acto racista que evidencia la vulgaridad y la tentación totalitaria.

Cabalgata Reyes Magos – Beduinos Gran Visir – Hermandad del Inmaculado Corazón de María

El carabetún: ¿un fenómeno del exotismo?

Indaguemos un poco en esta línea argumentativa. La representación del negro a través del conocido fenómeno cultural del “carabetún” en los países europeos durante las festividades populares es, en mi opinión, la expresión del exotismo del negro. El exotismo es una manifestación del nihilismo que caracteriza la identidad cultural occidental. Teniendo en cuenta las diferentes manifestaciones del exotismo, he querido identificar tres tipos: figurativo, fantástico y artístico. El exotismo figurativo se expresa a través de la colección de esculturas, máscaras y artículos de rituales y ceremonias de pueblos llamados primitivos de África, Asia y América; y su exposición en museos, salones y espacios remotos de las ciudades europeas con la denominación de “arte exótico”. El exotismo fantástico consiste en prestar una cierta imagen “mundana”, disfrazándose con insignias, adornos y vestimentas de pueblos “exóticos” con el fin de aparentar “primitivo” y, de paso, hacer el ridículo. En cuanto al exotismo artístico, a diferencia de los dos primeros, consiste en copiar, imitar creaciones de artistas “anónimos” considerados exóticos, presentando el resultado como producto original de la imaginación del artista imitador. Numerosos artistas europeos, tanto durante el posmodernismo como en el cubismo, fueron influenciados por las artes “exóticas” y “primitivas” pero ni siquiera las reconocieron.

A kií ahun sówó búra

“El mayor peligro de engañar a los demás está en que uno acaba engañando a sí mismo”[10].

Refrán Yoruba

Veamos el caso de Pablo Ruiz Picasso. Aunque él mismo negó haber estado alguna vez en contacto con el arte africano, un artículo publicado por Fernández Estévez en el periódico “El País” el 5 de junio de 2010, nos informa claramente de la influencia del arte africano en Picasso. El artículo fue publicado en ocasión de la exposición organizada por el Museo Tenerife Espacio del Arte (TEA)] con el título «Picasso y escultura africana. Los orígenes de las señoritas de Aviñón».[11] ¿Por qué motivo Picasso negaría la influencia del arte africano a pesar de que existan evidencias de que lo haya reproducido? En mi opinión la negación del humanismo del negro es la posible explicación de esta esquizofrenia de Picasso.

El imaginario del negro en la sociedad europea en general y en la española en particular se fragua en la mentalidad y la ideología evolucionista que considera al negro como el espécimen que da sentido a la imagen totalitaria que el europeo se ha inventado. La existencia del negro en este imaginario refuerza el dualismo de dos mundos. Un dualismo caracterizado por progreso y atraso, civilizado y salvaje, inferior y superior. Observando el espectro ideológico, podemos apreciar la tensión originada por ese dualismo. Mientras que los conservadores se esfuerzan en preservar el “primitivismo” del negro, los progresistas buscan en incluirlo, recalcando el “exotismo” de su cultura. Lo interesante y lamentable es que ambas ideologías se expresan a través del “carabetún” de Baltasar.

El “filisteísmo cultural” y el carácter vulgar del carabetún.

Hemos iniciado esta reflexión con un énfasis en el componente cultural del betún de Baltasar. Por lo tanto, propongo que nos aproximemos a este fenómeno desde la perspectiva del filisteísmo cultural, prestando la teoría de Hannah Arendt. El filisteísmo cultural puede ser resumido como una actitud consciente del europeo ante el uso vulgar de la cultura para dar sentido a un estilo de vida social, que pretende rechazar los criterios estéticos e intelectuales fijados por la aristocracia francesa bajo el absolutismo de Luis XIV. Según Arendt, con el desmoronamiento de la estructura social en Europa y la desaparición de la aristocracia; los filisteos de la cultura, desde la arrogancia y la vulgaridad, se han apropiado de las ideas, tradiciones, costumbres y modos de vida de la alta sociedad para mantener un orden establecido de esteticismo cultural arcaico.[12] El principal propósito de los filisteos culturales consiste en monetizar la cultura para, lógicamente, consumirla y acumularla. De modo que buscan oficializar un relato inventado sobre su origen, historia e identidad cultural para conservar una tradición “gloriosa”. Podemos decir que los filisteos culturales se proponen probar el origen de un pueblo, inclusive, de la vida misma a través de la arrogancia, la vulgaridad y la “verdadera” mentira.

Congelemos esta imagen de los filisteos culturales para observar y explicar el carácter vulgar, retrógrado, discriminatorio y racista del “carabetún”. Podemos hallar varias interpretaciones al “carabetún” de Baltasar. Una perspectiva sería considerar la dictadura de los filisteos culturales, incapaces de plantearse el malestar de un colectivo ante la frivolización de su imagen, el del negro. También podemos intuir que la conservación del “carabetun” es el reflejo de una sociedad anclada en el pasado que se resiste a los cambios sociales y demográficos. Estas explicaciones pueden ser plausibles cuando observamos las imágenes de máximo júbilo con los niños y padres acompañados de los burócratas, fotografiándose con un señor con la cara pintada, manchada, en-su-cia-da. Ahora podemos alejarnos del rey mago con la cara betunada para analizar las actitudes y las opiniones de la sociedad filistea española acerca del carabetún.

Una de las características principales de las sociedades filisteas es el falso relativismo que consiste en rechazar la particularidad y pensar que se puede entender y explicar las realidades, ideas, opiniones y sensibilidades de otros pueblos a través de una objetividad y una neutralidad supuestamente científica. Es decir, una verdad absoluta alcanzable y alcanzada a través del ejercicio de la “razón pura”. El absolutismo de la verdad científica que defienden los filisteos culturales (los del carabetún, por ejemplo) pretende ofrecer un relato “objetivo” sobre otras culturas y pueblos, ignorando o tal vez obviando que cualquier intento de reinterpretación -sin tener en cuenta las particularidades- conlleva a un intento de fagocitación de aquellas culturas dentro de las suyas propias. Otra característica, que no voy a abordar aquí por considerarla puramente emocional, ideológica y absurda; es la defensa de la tradición.

“Tal es la fuerza de la mentira que, a fuerza de repetirse, un buen día el mismo mentiroso termina creyéndolo”.

Amadou Hampaté Bâ[13]

Debo explicar el motivo de incorporar aquí esta idea para evitar posibles confusiones y para ello voy a establecer una analogía con las metodologías de investigación en las ciencias sociales. En una actividad de investigación en disciplinas como la filosofía, la antropología, la sociología, etc, partimos de la idea de que la cultura es un invento de los hombres. Esto supone que las opiniones, percepciones y actitudes de los hombres son determinantes en el proceso de análisis e interpretación de una cultura. De modo que cualquier tentación de evadir la gran carga de subjetividad y pretender aplicar metodologías puramente empíricas para salir adelante con teorías matemáticamente plausibles y demostrables, conduce inevitablemente a la asimilación, negación, y a un “epistemicidio”, esto es, asesinato del conocimiento.

Supongamos que un sujeto Z de una sociedad A pretenda explicar el modelo organizativo en una comunidad X; y supongamos que Z estuviese familiarizado con algunos conceptos (por ejemplo, el poder, la autoridad, la legitimidad, etc) que rigen el funcionamiento de la sociedad X. A pesar de la familiaridad -que ha podido motivar el interés de Z para el proyecto de investigación- todo lo que Z sabe inicialmente sobre la comunidad X es intuitivo. Por lo tanto, para un estudio riguroso, Z debe tener un dominio de la lengua que se maneja en la sociedad X. Si no fuera el caso, la mejor opción consistiría en que Z encuentre otro sujeto (llamémoslo P) dentro de la sociedad X con la misma capacidad y preparación para llevar juntos a cabo la investigación. La colaboración de Z y P sería extremamente útil de modo que ambos deberían ser tratados con la misma consideración.

Como se desprende de esta lógica, ante la «non-traducibilidad», esto es, la imposibilidad de traducir ideas y opiniones en otros idiomas, recurrimos en general a personas que sí dominan los dos idiomas (el del investigador y el de la sociedad sujeto de estudio) para adaptar y dar fe de lo que se dice. Esta metodología ha dado sus frutos tanto en los estudios antropológicos, filosóficos como para las necesidades jurídicas (traducciones juradas). Ahora bien, en el mundo de la representación de las imágenes y los símbolos, no cabe otra alternativa que ofrecer una imagen autentica, real. De lo contrario estaríamos evidenciando que la imagen representada carece de importancia, de valor. Así es, estaríamos asumiendo la negación del otro confirmando una idea de “non-existencia” del representado. El betún de Baltasar simboliza, siguiendo esta lógica, la tentación de frivolizar al negro y negarle cualquier posibilidad de existencia.

El carabetún y la otredad cultural: una aproximación desde Edward Said.

La negación del otro a través del asesinato del conocimiento es una las principales características de la sociedad filistea que se entreteje con el modernismo y el imperialismo occidental. Edward Said ha dedicado prácticamente su actividad académica en analizar y explicar este fenómeno.[14] Para Said, el derecho de conquista está directamente ligado a la idea de establecer el orden social y las prioridades morales en las sociedades de los colonizadores, es decir Europa. Así es, el hecho de que el imperialismo este asociado con la posesión sostenida, con espacios remotos y, a veces, desconocidos, con seres humanos excéntricos o inaceptables, explica la centralidad del pensamiento imperialista en la cultura occidental moderna.[15] Esta observación de Said nos permite desenredar la endogeneidad del “carabetun”.

El trabajo de Edward Said en el orientalismo fue y sigue siendo una crítica convincente de los modos de producción occidental del conocimiento sobre los otros pueblos y los patrones de conducta de las sociedades occidentales desde el modernismo. Su diagnóstico de la relación entre el conocimiento y el poder queda profundamente en deuda con los trabajos de Nietzche. Tomando prestada la teoría de Said, podemos decir que todo lo que pretenden los filisteos culturales cuando tratan de decir o hacer algo en nombre de otros pueblos, lo hacen desde la convicción y la conciencia de su superioridad cultural.  En lugar de fomentar el cumplimiento de una mejor comprensión e interacción entre las culturas, el “carabetún” simboliza la voluntad de dominación y la justificación de la superioridad de la cultura española. El carabetún es la viva reproducción del racismo y la discriminación institucional que no reconoce otra identidad que la española, catalana, vasca, etc.

La otra gran falacia del determinismo cultural de la sociedad filistea es el universalismo que consiste en hacernos creer que un hombre blanco puede hacer de hombre negro; incluso una mujer blanca puede hacer de hombre negro. Es lo que una concejal de Valdemoro, militante de un partido de izquierda conocido por su posición de abanderado de la igualdad y la interculturalidad, nos ha querido trasladar el año pasado. La falsa concepción de la interculturalidad lleva a un excesivo paternalismo del comportamiento occidental que roza el absurdo. En nombre de este universalismo, el interculturalismo filisteo no contempla seriamente la existencia de culturas o de identidades de forma autónoma, sino que tiende a unirlas bajo el mismo paraguas; y, acto seguido, proceder a una diferenciación, ordenación y clasificación. En este aspecto, no hay prácticamente diferencia entre la izquierda y la derecha europea en materia de políticas públicas.

“Si quieres saber quién soy,

si quiere que te enseñe lo que sé,

deja por un momento de ser quién eres

y olvida lo que sabes”.

Tierno Bokar[16].

Este nihilismo es perceptible en los intentos de definición de “ser exclusivamente” de alguna parte. Veamos por ejemplo la famosa frase de Jordi Pujol cuando afirma: “es catalán todo aquel que vive y trabaja en Catalunya”. En vez de hacer una suposición o sugerencia, Pujol supo primero y luego afirmo que todo aquel vive en Cataluña debe identificarse con la cultura catalana. La frase de Pujol se ha convertido prácticamente en un axioma con una inmensa carga de ideología burguesa y filistea que merece ser analizada. Personalmente, detecto dos problemas fundamentalmente ontológicos. El primero es lo que implica esta afirmación. Sugiere que aquel que vive y trabaja en Cataluña se haya o se debe convertir automáticamente en un “subproducto” de la identidad cultural catalana. Pues al no haber sido “originalmente” catalán, la adquisición de esa nueva identidad conlleva una posible erosión, deformación o desplazamiento de su identidad original.

La segunda implicación consiste en que tendremos que reconocer que en el caso de que exista una identidad cultural catalana (por supuesto que la hay, al menos oficialmente) que aglutina todas las otras identidades de los residentes de Cataluña, pueden existir diferentes tipos de catalán. Entonces podríamos hacer una clasificación en función de aquella definición y, empezando (siempre teniendo en mente la construcción identitaria catalana) por la cúspide de la pirámide. Podríamos tener por ejemplo a los catalanes-catalanes, los catalanes-charnegos, los catalanes-magrebí, los “afro-catalanes” etc. Los subproductos de la identidad cultural en este caso tienen un rol fundamental: el de alimentar y hacer crecer la identidad cultural catalana sin ninguna opción de alcanzar la plena categoría de catalanidad.

De modo que un afro-catalán no se sorprende cuando alguien le dice: “para ser de fuera, hablas bastante bien catalán o español”. Lo que quiero decir con esto es que se espera que todo aquel que viene de fuera cumpla con un requisito para encajar en los cánones. Además, la concepción “burguesa” dominante de la identidad catalana excluye a las personas negras y no europeas. De modo que sirve de poco haber nacido en África, América o Cataluña, tu color de piel habla por ti. De modo que, si quieres ser catalán, allá tú; ellos te verán siempre como africano, “Afrocatalán” en el mejor de los casos. Además, si eres negro, se espera de ti algo de exotismo (como el acento) aparte de ser sumiso, humilde, correcto, comprensible y todo lo define y caracteriza una comunidad subalterna. Pues el estereotipo afianzado del negro queda incrustado en estos adjetivos, etc. Lo que digo aquí vale para la identidad cultural catalana, española, vasca, gallega, andaluza etc.

En todo caso sería útil explicar qué implica ser de un lugar (catalán o español) para que vivir y residir en aquel lugar pueda concederle a uno la identidad cultural de este lugar. En este caso, ¿qué ocurriría cuando uno tiene una idea de sí mismo que no encaja con aquella definición esencialista, geopolítica, nacionalista y pretendidamente universalista? En la encrucijada de varias culturas, es algo improbable encontrar un consenso para definir y etiquetar el mundo de las pasiones y de las emociones. Personalmente me resulta imposible encontrar una metodología para evaluar y calificar el proceso de transformación de un mandinka (que soy) a un catalán (que debería ser, según Pujol). Si hubiera algún intento, probablemente tendríamos que ponernos de acuerdo sobre el significado de los conceptos como identidad. No obstante, semejante acuerdo parece improbable porque en mi lengua materna (mandinka) no existe una palabra que tenga la misma definición como la que tiene la palabra identidad para un catalán, un español, etc. Pero si hay algo en el que todos podemos estar de acuerdo, es acerca del sentido común y de nuestra realidad sociocultural. El sentido común nos dice que si hay una leyenda de un pueblo que dice que Baltasar era negro, no tiene que haber motivos para pintar un blanco de negro, pudiendo elegir a un negro.

Conclusiones

Siguiendo este hilo de argumentación, el lector puede llegar a la conclusión de que tanto la derecha como la izquierda, aunque parecen caminar por senderos diferentes, se tocan y se solapan en materia de identidad. La izquierda, al pretender defender la interculturalidad a través del falso relativismo se enfrenta a la dificultad de interpretar las otras culturas y elije una huida hacia adelante pretendiendo igualar todas las culturas, obviando las diferencias, la non-traducibilidad de las ideas y los símbolos basados en criterios subjetivos. En cuanto a la derecha, el fanatismo nacionalista le lleva a imponer un solo canon a través de las cuales se definirían las imágenes, símbolos y percepciones, inclusive los patrones de conducta de una ciudadanía homogeneizada.

Tanto la izquierda como la derecha, a pesar de que unos rechazan la interculturalidad y otros la defienden, ambos concurren de alguna manera al fomento del betún de Baltasar, con algunas excepciones. Desde mi posición, asumiendo la tradición y la influencia intelectual de Frantz Fanon, considero que existe una alternativa a este vampirismo cultural de las sociedades filisteas occidentales. Creo firmemente que para recuperar el sentido del respeto a las vidas y culturas de todas sociedades, es necesario un cambio radical en la manera de hacer las cosas; y cualquier intento de inventar el mundo no puede conformarse con el guion preexistente. De modo que nos impone una perspectiva intercultural desde la relatividad.

Ahora bien, la relatividad consiste en considerar otras realidades sin tener que aplicar nuestros propios criterios de evaluación conceptual. Por ejemplo, no sirve de nada tener criterios propios para aceptar que todos los hombres han nacido con una capacidad racional y emocional y que merecen ser reconocidos y respetados en base a esto. Supongamos que quiero considerar a todos los residentes de Cataluña como ciudadanos. Para evitar cualquier intento de asimilación y de discriminación, bastaría con reconocer Cataluña como una tierra de nadie. No me refiero aquí al anarquismo sino a un sentido estrictamente humanitario y tal vez identitario. De modo que todos los residentes de Cataluña pueden ser lo que quieran ser sin necesidad de adoptar una etiqueta ni ser representados. Es decir, relativizar consiste en interesarnos por crear un relato sobre el continente y no sobre el contenido ya que la pluralidad del contenido deja pocas opciones (si es que las hay) a la imparcialidad. Es decir, la relatividad no es aplicables a todos los niveles de una sociedad, sobre todo cuando se trata de cuestiones identitarias. No hay relatividad alguna cuando no admitimos que vivimos en un entorno plural y que los símbolos y las imágenes deben incluir y juntar a los hombres.

[1] Grado en Ciencias Políticas (Mención análisis de políticas públicas) por la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en filosofía política y Doctorando en Ciencias Políticas (opción teoría política) en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

[2] Escritor y etnólogo maliense que ha trabajado como administrador bajo la colonización francesa. Fundó el instituto de ciencias humanes de Bamako y trabajó para la Unesco. Sus obras más conocidas son: « Amkulel l’enfant peul» «Oui mon commandant » y «l’Étrange Destin de Wangri».

[3] Rorty, R, (1998) Truth and progress, philosophical paper, Cambridge university press, Volum 3, p-189.

[4] Agustín Izquierdo S. (1992), “El concepto de cultura en Nietzsche”, tesis de doctorado, Universidad.

[5] Ibid, citanto a Kritische Studienausgabe, 10, 362.

[6] Marta de la Vega, B (2002:235) “Una relectura actual de Nietzsche desde el tema del ultimo hombre, Universitas Philosophica,38, p-233-260.

[7] Ibid, p-238.

[8] Ibid, p-137.

[9] Mia Cauto, Citado por Lucia Alonso en Pensando en Africa, Icaria, 2000 p-81.

[10] Ade Akinfenwa (2017:44) Poesia y refranes Yoruba, Colección de poesia africana, Lilber facory.

[11] Consulte el artículo completo de Fernando Estévez González publicado en la versión en línea del periódico El País, disponible en la URL: https://elpais.com/diario/2010/06/05/babelia/1275696759_850215.html.

[12] Hannah Arendt: “Cultura y política” con el prólogo de Beatriz Rivas.  Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Mexico, 2016.

[13] Escritor y etnólogo maliense que ha trabajado como administrador bajo la colonización francesa. Fundó el instituto de ciencias humanes de Bamako y trabajó para la Unesco. Sus obras más conocidas son: « Amkulel l’enfant peul» «Oui mon commandant » y «l’Étrange Destin de Wangri».

[14] Vease Said W. E, (1979) “Orientalism”, Vintage Books, A Division of Random House, New York.

[15]  Vease Said W. E, (1994:210), Culture and Imperialism, Vintage book, New York, 1994: 210.

[16] Vea Amadou Hampaté Bâ, Vie et enseignement de thierno Bokar, le sage de Bandiagara. Seuil,1980, paris.