No sé cómo traducirlo. No sé cómo explicarlo. Decir «carne a la parrilla» sería como definir la samba como un ballet alegre. No es un objeto, no es una barbacoa. No es un lugar. Es cuando llamas a tus amigos o familiares. Cerveza, Caipirinha. Y sigue, sigue así hasta el anochecer. El churrasco es, en efecto, la carne asada, pero también el momento de la convivencia en sí mismo. La churrasqueira es la parte de la casa al final del jardín donde se construyó la parrilla, cerca de la chimenea, la encimera de mármol para cortar y preparar, donde está el cobertizo, donde se colocan las sillas en círculo, donde las mesas están llenas de botellas y quien juega, juega; quien canta, canta; quien quiere bailar, baila.

Churrasco y domingo. Churrasco y fiesta. Churrasco y amigos. Un churrasco solo es imposible. Y esa es la cuestión. Esta es la acusación formal. A cambio de la nueva churrasqueira (la llamo por su nombre, para no decir «barbacoa»), Lula regaló los contratos para la construcción de pozos petroleros. Repito: construyeron la rejilla, la encimera de mármol, la marquesina, pusieron dos mesas y unas cuantas sillas. Y a cambio, Lula regaló los contratos para la construcción de los pozos petroleros.

Aquí está, de nuevo en el estrado, el viejo sindicalista acusado de haber entregado los contratos a su amigo, dueño de la compañía más importante de grandes obras, a cambio de una churrasqueira en una casa de campo donde a veces pasaba los domingos. Una casa que ni siquiera era suya. Porque esa fue la acusación inicial: ser el dueño de la casa de campo. No, resulta que era la casa de un amigo. Lula era sólo el invitado. El juez le preguntó: «Si la casa no era suya, ¿por qué ocupaba la mejor habitación?». El acusado respondió: «Por la misma razón por la que me dieron la mejor habitación en el Palacio de Buckingham cuando visité a la Reina Isabel». Con la diferencia de que cuando visitó a la reina, Lula era presidente de la república, pero cuando se iba al campo el domingo ya no lo era.

Lula está devastado. Siete meses en prisión lo han transformado. La voz más ronca que nunca, envejecido diez años, se lee en su cara la certeza de que no volverá a salir de la cárcel. Hace unos meses se daba como segura su participación en las elecciones. Incluso el Comité de Derechos Humanos de la ONU declaró que como todavía no había una condena definitiva, Lula podía competir. En cambio, la Corte Suprema dijo que no. Hoy sabemos por qué. Hoy sabemos que las reglas de la Corte fueron dictadas por el Estado Mayor del Ejército, en la persona del General Fernando Azevedo, «invitado» a ocupar el cargo de asesor especial del propio Presidente de la Corte. Hoy sabemos, por boca del comandante en jefe, que muchos oficiales estaban listos para marchar sobre Brasilia si la candidatura de Lula era aprobada por la Corte. Hoy sabemos que el juez que condenó a Lula se ha convertido en ministro.

Ahora somos una nación protegida. Todo parece funcionar normalmente. Instituciones, prensa, transporte. Al parecer, el nuevo Presidente asumirá sus funciones y jurará que respetará la Constitución. Pero no es verdad. Cuando se anima a los alumnos a denunciar a los profesores sospechosos de herejía marxista, ya nada es normal. Hay una comisión parlamentaria discutiendo el proyecto de ley. La semana que viene se votará en el Parlamento: se llama Escuela Sin Partido. Toda referencia a teorías contrarias a la moral y a las tradiciones sagradas será castigada severamente. El marxismo cultural quiere enseñar a nuestros hijos a ser homosexuales, lesbianas, transexuales. El gramscismo cultural quiere abolir la familia y la Biblia. Los estudiantes podrán filmar a los profesores en el aula y denunciarlos.

El pasado del país está en juego: los que lo controlan, controlan el presente y construyen el futuro a su imagen y semejanza. «Hay muchos prejuicios sobre el período de gobierno militar, prejuicios y desinformación, debido al adoctrinamiento ideológico de estas últimas décadas. Creo que con el tiempo la historia limpiará estas opiniones», dice Edson Leal Pujol, comandante general del Ejército. El país reescribirá su historia. Ya no podemos seguir diciendo que los militares secuestraron, torturaron, mataron e hicieron desaparecer los cuerpos para siempre. Vivimos en una democracia plena. El Estado democrático no tolera las opiniones opuestas ni el adoctrinamiento ideológico marxista, y mucho menos a un viejo sindicalista y su churrasqueira.

Traducido de italiano por María Cristina Sánchez