“Arabia Saudí debe afrontar el daño de la guerra que lleva adelante desde hace más de tres años en Yemen”. Con estas palabras se inicia la última columna firmada por el periodista Jamal Khashoggi en el periódico The Washington Post, publicada mientras aún estaba vivo. Tres semanas después, el 2 de octubre, Khashoggi ingresó al consulado de Arabia Saudí en Estambul, Turquía, y nunca más se lo volvió a ver. El embajador saudí en Estados Unidos, hermano del príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salman, fue quien le había indicado al periodista que se dirigiera allí para recoger unos documentos necesarios para volver a casarse. Era un engaño. Inmediatamente después de ingresar, Khashoggi fue interceptado por un grupo de 15 “sicarios” saudíes, que lo torturaron, lo asesinaron y lo desmembraron allí mismo.

Un audio del truculento asesinato, presuntamente obtenido por el gobierno turco, dejó pocas dudas sobre su destino. Turquía les entregó la grabación a los gobiernos de Arabia Saudí, Estados Unidos, Alemania, Francia y Reino Unido. Cuando Fox News le preguntó al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, si había escuchado el audio, este respondió: “Es el audio de un sufrimiento… No hay motivo para que lo escuche”.

La CIA sí lo escuchó y el audio, junto a otra información de inteligencia, aparentemente le habría llevado a concluir con amplia seguridad que el príncipe heredero Mohammed bin Salman había ordenado personalmente el asesinato de Khashoggi. Esta semana, al enfrentarse a la creciente presión bipartidaria para sancionar a Arabia Saudí, Trump publicó una declaración algo errática: “Podría ser posible que el príncipe heredero de la corona [de Arabia Saudí] estuviera al tanto de este trágico suceso; ¡quizás estaba al tanto o quizás no!”. No es que Trump no sepa la verdad. Simplemente, tal como declaró esta semana: “¡Estados Unidos primero!”

Trump afirma que, al asegurar la venta de armas a Arabia Saudí por un valor de 110.000 millones de dólares, está protegiendo el empleo en Estados Unidos. William Hartung, del Centro para la Política Internacional, escribe que esta cifra de 110.000 millones “es tremendamente exagerada (…). La mayoría de [los acuerdos] provienen [del] gobierno de Obama, o bien son proyecciones (…) con poca probabilidad de ocurrir”. Hartung señala que una cifra del Departamento de Estado estadounidense indica que el total verdadero sería de 14.500 millones de dólares, y que varios de los posibles empleos que se podrían generar en realidad tendrán lugar en Arabia Saudí, no en Estados Unidos.

Independientemente de la cantidad de dólares que signifique cualquier acuerdo de armas prometido, Donald Trump lo ha dejado muy en claro: si gastas suficiente dinero en Estados Unidos, puedes matar a quien quieras y salir indemne. No debería ser una postura sorprendente viniendo del hombre que dijo durante su campaña presidencial: “Podría pararme en plena Quinta Avenida y dispararle a alguien y aun así no perdería a ninguno de mis votantes”.

Es posible que Khashoggi logre mediante su muerte lo que procuraba en vida. Como escribió en su columna: “Mientras más dure esta guerra cruel en Yemen, más permanente será el daño. (…) El príncipe heredero debe poner fin a la violencia”. En lugar de prestarle atención a sus palabras, el príncipe heredero mandó matar al periodista.

Yemen, uno de los países más pobres de Medio Oriente, ha sido objeto de una brutal campaña de bombardeos desde 2015. Según una estimación reciente, han muerto 57.000 yemeníes. Los bombardeos llevados a cabo por Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos con el respaldo de Estados Unidos han provocado una escasez generalizada de alimentos, con 14 millones de habitantes –de los 22 millones de habitantes del país– al borde de la hambruna. La organización Save The Children estima que 85.000 niños han muerto de hambre desde 2015.

La destrucción de los servicios de agua, saneamiento, hospitales y otras instalaciones ha causado el mayor brote de cólera en la historia moderna, con cerca de 1,2 millones de casos reportados en los últimos 18 meses. Naciones Unidas estima que cada diez minutos muere un niño en Yemen por causas prevenibles. La moneda de Yemen se ha devaluado en extremo, lo que aumenta los precios de los alimentos, el combustible y los medicamentos que logran entrar y atravesar la ciudad portuaria de Hodeidah, sometida a bombardeos implacables por parte de Arabia Saudí.

La Constitución de Estados Unidos le otorga al Congreso, no al presidente, el poder de declarar la guerra. El representante demócrata de California Ro Khanna intentó recientemente forzar un debate en la Cámara de Representantes estadounidense en torno al papel de Estados Unidos en la guerra de Arabia Saudí en Yemen, pero fue frustrado por los líderes republicanos de esa cámara. En enero, cuando los demócratas tomen el control de la Cámara de Representantes, a Khanna se le unirán varios nuevos miembros progresistas, entre ellos las representantes Alexandria Ocasio-Cortez, de Nueva York, y Rashida Tlaib, de Michigan, e Ilhan Omar, de Minnesota, las dos primeras mujeres musulmanas electas para el Congreso.

Es muy probable que la nueva mayoría demócrata en la Cámara de Representantes apruebe llevar adelante un debate en el marco de la Ley de Poderes de Guerra. Y, a pesar de que el Senado seguirá teniendo mayoría republicana, el asesinato de Jamal Khashoggi podría influir en suficientes senadores republicanos para que se unan a los demócratas en la votación para bloquear el apoyo estadounidense a la destrucción de Yemen por parte de Arabia Saudí, así como para suspender la venta de armas al reino, lo que básicamente pondría fin a los bombardeos.

El rechazo a esta guerra sería un merecido homenaje a la memoria de Jamal Khashoggi y una oportunidad de vida para la población sobreviviente de la guerra en Yemen.

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