Una vez más, el presidente de Turquía ha vuelto a ganar las elecciones con mayoría absoluta, no obstante que existían ciertas expectativas de que no alcanzara a superar el 50% de la votación. La oposición fracasó en su intento por forzar una segunda vuelta. El debate electoral fue duro, intenso, y en la previa era difícil vaticinar resultado alguno.

El mismo ganador, Recep Tayyip Erdogan, durante la campaña se empeñó en afirmar que la batalla electoral no estaba ganada, por lo que urgió a sus adherentes a redoblar los esfuerzos para asegurar el triunfo, el más difícil de todos los que ha conseguido desde el 2002. Con todo, los resultados señalan que se está ante un país, Turquía, partido en dos. Nada nuevo bajo el sol. En dos mitades más o menos iguales, que piensan diametralmente distinto.

Las repercusiones de este triunfo no son menores. Mal que mal, una reforma constitucional aprobada el año pasado, por una leve mayoría, señala que Turquía deja de ser una democracia parlamentaria para dar paso a un modelo presidencialista en el que se refuerza la separación de los poderes ejecutivo y legislativo. En el caso de Turquía, simultáneamente se debilitan los múltiples controles sobre el accionar gubernamental. Por otra parte, ahora, bajo un régimen presidencial, Erdogan asume tanto el cargo de jefe de Estado como el de Gobierno, despareciendo la figura del primer ministro propia de todo régimen parlamentario. A ello se agrega el mayor poder que tendrá para designar a los jueces del poder judicial.

A lo expuesto se agrega que Turquía vive bajo un estado de emergencia, a raíz del intento de golpe de Estado del 2016, por el que han sido detenidas miles de personas, despedidos miles de empleados públicos, encarcelados más de 100 periodistas y clausuradas centenas de medios de comunicación. Esto da cuenta de una elección que no se llevó adelante en igualdad de condiciones, dada la desigual cobertura que se dio a cada candidatura, lo que también ayuda a explicar el resultado electoral. Así y todo, pocos dudan del apoyo que tiene Erdogan no obstante la crisis económica que vive la población turca, y que se expresa en la pérdida de poder adquisitivo de la moneda turca y la consiguiente inflación que se eleva por sobre el 10%.

Previendo una agudización de la crisis económica, para poder ganar, Erdogan resolvió, por un lado, adelantar estas elecciones que estaban previstas para el próximo año; y por otro lado, aliarse a un partido de extrema derecha, nacionalista. Esta alianza le pasará la cuenta.

El triunfo de Erdogan es un triunfo del islamismo, del nacionalismo, del autoritarismo, y una derrota del mundo occidental, del europeísmo, de la democracia tal como la entendemos, con poderes independientes y equilibrados. Bajo los cánones democráticos el triunfo de Erdogan no es una buena noticia.

El fundador de la república turca, Ataturck, debe estar revolcándose en su tumba al ver que todos los candidatos participantes en la elección lo invocaron, pero el triunfo de Erdogan representa justo lo contrario de los ideales impulsados por Ataturck. Turquía sigue siendo el puente a construirse entre dos mundos: el occidente y el oriente; el cristianismo y el islamismo.