En Chile ya nadie entiende nada. Para la primera vuelta presidencial, la sociedad chilena se inclinó marcadamente hacia la izquierda y en el balotaje, hacia la derecha. Todas las encuestas fallaron una y otra vez y los analistas se han quedado sin información confiable para interpretar el fenómeno, a tal punto que ya nadie se atreve a hacer diagnósticos por el temor a quedar en ridículo una vez más. Los líderes políticos locales han comenzado a utilizar asiduamente el concepto de liquidez acuñado por Bauman, para explicarse de alguna manera estos vaivenes ciudadanos.

¿Será que el pueblo juega? Sin embargo, la verdad es que nos sorprende esta sorpresa puesto que desde hace ya varias décadas que connotados politólogos y sociólogos vienen analizando estos nuevos comportamientos sociales propios de la posmodernidad, o de la sociedad posindustrial, o de la era de la información, o de la modernidad tardía, recogiendo las distintas denominaciones que se han usado para identificar a este período histórico. Cabe recordar que el conocido libro del sociólogo estadounidense Daniel Bell El fin de la ideología fue publicado en 1960 y el libro de Fukuyama El fin de la historia y el último hombre, en 1992. Los diagnósticos son variados pero la mayoría de los autores coinciden en que los pueblos ya no responden al llamado de las grandes utopías heredadas del siglo XIX (los grandes relatos) sino que se mueven apelando a una especie de sincretismo, eligiendo algo de aquí y algo de allá, con una conducta muy propia de los consumidores. En el campo de la cultura, Jameson ha llamado pastiche (pegoteo) a este fenómeno social tan característico de nuestra época. i

Las causas de este cambio cultural son múltiples, pero a nosotros nos interesa entender su dimensión política porque creemos que los grandes referentes de la modernidad no se han planteado una autocrítica profunda la cual, a nuestro modo de ver, puede sintetizarse en una sola idea: excluyeron al ser humano, a la gente real y concreta en la materialización de sus proyectos. Y ese desprecio, esa lejanía hoy los pagan a través de la más completa ignorancia respecto de las profundas motivaciones y búsquedas que movilizan a ese pueblo, largamente olvidado por la arrogancia de las cúpulas.

Una de las primeras manifestaciones de rechazo a este abandono se produjo en el mundo bolchevique, en la rebelión de Kronstadt del año 1921, donde un grupo de marinos implantó una comuna revolucionaria en oposición al gobierno soviético que ellos mismos había ayudado a instalar, exigiendo una serie de reformas orientadas a ampliar la participación de la base social en la conducción del proceso revolucionario. El movimiento fue rápida y violentamente reprimido por el Ejército Rojo al mando de Trotsky y los rebeldes fueron acusados de contrarrevolucionarios. Si bien es cierto que el incipiente estado soviético era aún frágil en esos años y tenía enemigos poderosos tanto internos como externos, este hecho colaboró a sentar las bases de su totalitarismo posterior, con el propio Trotsky como una de sus víctimas.

Pero esta pugna se había iniciado mucho antes cuando, a la muerte de Marx, Engels reemplazó el materialismo histórico -que ponía al ser humano en el centro de su análisis- por el materialismo dialéctico, una presunta (y presuntuosa) ciencia universal según la cual una supuesta mecánica histórica conduciría inexorablemente a las sociedades hacia el comunismo ii, concepción que después fue validada oficialmente por Stalin. En este contexto teórico, el ser humano –la intencionalidad humana- valía muy poco porque la revolución habría de producirse forzosamente, minimizando la importancia de la participación social. Con el Partido –la vanguardia organizada del pueblo- bastaba para conducir ese proceso y al resto solo le cabía esperar… y obedecer.

Cuando a la muerte de Stalin se hicieron públicos sus crímenes, se reavivó la discusión respecto de la inspiración humanista del marxismo y para ello se volvió a apelar al Marx joven, como el de los Manuscritos Económico-filosóficos. Sin embargo, durante la década del 60 el filósofo francés Louis Althusser reactualizó la tesis del marxismo como ciencia de la historia y calificó al humanismo socialista como una ideología (es decir, un enmascaramiento de la realidad), expurgó al Marx joven y definió al marxismo como un antihumanismo. Todos estos acomodos teóricos traslucían una sola cosa: la subjetividad humana es incómoda, impredecible iii, de modo que es necesario dejarla fuera de la ecuación. Y la mejor forma de hacerlo era cosificando al ser humano, es decir, ignorando o anulando su dimensión libertaria. Las consecuencias de estas decisiones fueron terribles, no solo para los individuos sino también porque se produjo el efecto contrario y el proceso revolucionario se trabó para siempre.
Con el advenimiento del neoliberalismo, las cosas no cambiaron demasiado para la gente. El mensaje era claro: dedíquese usted a satisfacer sus intereses particulares mientras la mano invisible del mercado se ocupa de organizar la intrincada complejidad de las interacciones sociales. La sociedad se “darwinizó” y el ser humano –ese misterio viviente- fue brutalmente naturalizado hasta terminar reducido a un amasijo de apetitos e instintos básicos que movilizaban sus decisiones. Los líderes hicieron su parte, desincentivando cualquier forma de organización colectiva para terminar constituyendo una casta de tecnócratas cuya misión consistía en “administrar el modelo”. La gente, una vez más, obedeció, ahora ya no por temor sino que seducida por el vértigo del consumo. Es cierto que los “incentivos” eran más poderosos que los del socialismo real, considerando que la sociedad de consumo sabe desplegarse como un espectáculo deslumbrante, tal como la describió Guy Debord.

Estas descripciones nos recuerdan aquel viejo cuento del mago y las ovejas, que el escritor y místico armenio Gurdjieff narraba a sus seguidores. Cualquier político sabe que su principal misión al llegar al poder es asegurar la gobernabilidad del país impidiendo cualquier atisbo de sublevación ciudadana, para lo cual existen –hasta ahora- solo dos caminos: la represión, que implica algún tipo de amenaza corporal y la seducción, que se apoya en alguna forma de hipnosis. Ambas vías de dominación son igualmente perversas y violan el espíritu democrático, pero la verdad es que jamás se ha intentado construir una democracia genuinamente libertaria iv.

Se dice que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Sin duda que algunas de esas corrientes han querido favorecer a las personas, liberarlas de su pesada carga vital. Pero no es posible alcanzar ese loable objetivo negando o anulando a su principal beneficiario. Si antes se creyó que una camarilla de iluminados bastaba para llevar adelante el proceso, hoy se ha demostrado que esa era una premisa falsa. Hemos llegado a un momento en que las minorías levantan con orgullo sus particularidades, en un despliegue de diversidad inagotable. Nos guste o no, así somos: diversos. De manera que ya resulta inviable pretender instalar alguna forma de hegemonía y solo se puede aspirar a promover la convergencia de esa diversidad. Si antes los partidos políticos eran vanguardias, hoy debieran ser retaguardia. Si antes los individuos procesaban a los conjuntos, hoy serán los conjuntos quienes procesen a los individuos.

Muchos dirán que esto no es más que un sueño de loco, es decir, irrealizable. Tienen razón: aún está por verse si la sabiduría de las asambleas será capaz de reemplazar a los predicadores de púlpito. El futuro tendrá la última palabra.
En suma, la tesis sustentada en este artículo establece que la sociedad no se desideologizó por si sola sino que la desideologizaron intencionalmente, y ese efecto fue el resultado de un plan sistemático para inhibir o más bien bloquear la participación ciudadana. Los responsables de este verdadero desastre están en casi todos los sectores. Hace ya mucho tiempo que en este sistema las decisiones políticas se toman por la fuerza del poder o por la fuerza del dinero (a menudo también por la fuerza de las armas), mientras que la fuerza de la gente –el alma de una democracia real- se debilita inexorablemente.

En Chile, el recientemente constituido Frente Amplio ha realizado genuinos intentos por romper esa inercia nefasta, efectuando consultas permanentes a sus bases e incentivando la participación ciudadana. Sin embargo, después de una indiferencia tan prolongada, los canales de comunicación están cortados y la cultura cívica necesaria para ejercer esa soberanía popular también se ha perdido, si es que alguna vez existió. Las explosiones sociales que cada cierto tiempo afectan a las sociedades –como está sucediendo hoy en Argentina- son un síntoma de la incomunicación entre la ciudadanía y sus… ¿dirigentes?, ¿lideres? Desde ya, corrijamos el lenguaje: ¿entre mandantes y mandatarios? Puede ser, aunque este último término también se haya distorsionado al entenderse como “los que mandan” y no como “los receptores de un mandato”. Porque eso es lo que los políticos encarnan y nada más aún cuando, debido a la deformación que ha sufrido la democracia representativa, presuman de ser algo distinto (como jefes o autoridades…) lo cual ya forma parte de su habitual impostura.

Mario Rodríguez (Silo), el principal pensador e ideólogo de lo que hoy se conoce como Nuevo Humanismo o Humanismo Universalista dijo en alguna ocasión: “Porque cualquier verdad que se pretenda enunciar acerca del ser humano, acerca de la sociedad, acerca de la historia, debe partir de preguntas en torno al sujeto que las hace; de otro modo, hablando del ser humano nos olvidamos de él y lo reemplazamos o postergamos como si lo quisiéramos dejar de lado porque sus profundidades nos inquietan, porque su debilidad cotidiana y su muerte nos arrojan en brazos del absurdo”v. La reconstitución del diálogo ciudadano será la tarea política más importante durante las próximas décadas, si se quiere salir de la agonía de la no participación. Y el primer paso en ese proceso será aprender a no despreciar al pueblo.

  1. iEl giro cultural, Fredric Jameson. Ediciones Manantial, Argentina, 1999.

  1. iiFinalmente nos condujo hacia el consumismo. Una leve confusión de letras. En fin, hasta la historia tiene derecho a equivocarse.

  1. iiiImpredecible a tal punto que el propio Althusser, el portador de la racionalidad más estricta, terminó ahorcando a su mujer en una crisis maníaco-depresiva. Ironías de la historia.

  1. ivEn definitiva, o es la biopolítica (Foucault), o es lo que el filósofo coreano-alemán Byung Chul Han -siguiendo a Foucault -pero incorporando los avances tecnológicos- ha denominado la psicopolítica.

  1. vPensamiento y obra literaria, charla contenida en el libro Habla Silo. Virtual Ediciones, Chile, 1996.