Los resultados de la segunda vuelta electoral presidencial chilena sorprendieron a moros y cristianos. Nadie se esperaba una diferencia del orden de los diez puntos entre ambos contendores. Se afirmaba que el ganador lo sería por poco y que dependería de la convocatoria, que mientras más gente concurriera a votar, más probable era el triunfo del candidato de la Nueva Mayoría; por el contrario mientras menos gente votara, las posibilidades de triunfo opositor se incrementaban. Nada de eso ocurrió. Votó más gente que en la primera vuelta y Piñera, el candidato de la oposición derechista, ganó por paliza. Mucho más rotundo que cuando el mismo candidato en el año 2009 ganó la contienda presidencial de ese entonces.

Por estos días unos y otros se cabecean en torno a las causas de la aplastante derrota experimentada por las fuerzas gubernamentales. No resulta fácil aventurar respecto de las razones. Unos ponen el énfasis en los déficits del gobierno, por más que en el último tramo pareciera haberse puesto las pilas; otros ponen el acento en la incapacidad de la coalición gubernamental para dirimir su candidato en primarias, concurriendo a la primera vuelta con dos candidatos diferentes; otros aducen como motivo la implementación de reformas estructurales, ya sea por su contenido o su desprolijidad; así como hay quienes critican no abordar a fondo estas mismas reformas.

También están quienes imputan la derrota a la aparición del Frente Amplio, a los temores que despierta el partido comunista, cuya incorporación, quiérase a no, siempre ha generado resistencias entre las fuerzas políticas de centro, particularmente en la democracia cristiana. Por último, están quienes también reprochan la derrota a un candidato “ciudadano” aupado por los partidos políticos, pero como el mismo Guillier afirmó, no parece haber estado a la altura de lo que se esperaba de él.

A lo señalado se agrega una oposición que sorteó dificultades y que se manejó con eficacia, con banderas que calaron hondo, así como por una no comprensión por parte de las fuerzas gubernamentales de una nueva realidad. Esta última parece estar determinada por una sociedad integrada por quienes parecen ser cada vez menos ciudadanos y más consumidores, más preocupados de sus propios metros cuadrados antes que del bienestar colectivo. El pensamiento mayoritario parece centrarse en una filosofía donde “lo que es bueno para mí, es bueno para el país”, y que lo demás fuera insignificante. Son quienes sostienen que la derecha ganó la batalla cultural, que luego de décadas de un modelo político, económico y social que no ha sufrido modificaciones sustanciales, el país se habría derechizado.

Pero también hay quienes sostienen lo contrario, particularmente los neoliberales a ultranza, dicen que el cerco se ha ido corriendo hacia la izquierda, y que se reflejaría en que para ganar, el candidato de la derecha tuviera que asumir banderas propias del progresismo, como es el caso de la gratuidad en el ámbito educacional.

En fin, las eventuales razones de la derrota de la Nueva Mayoría no se agotan en las enumeradas. Estoy cierto que hay muchas más. La última palabra no está escrita puesto que la vida tiene sus vaivenes. Hoy la derecha vive días de gloria y la izquierda días tristes. Las derrotas son oportunidades de aprendizaje; los triunfos son oportunidades para asumir responsabilidades. Honor y gloria para unos y otros.