Por Ignacio Torres

Me parece fascinante la radical igualdad entre las personas que implican las elecciones. La he vivido muy cercanamente en esta etapa previa a las votaciones del 19 de noviembre, porque he ayudado en unos cuantos volanteos en la campaña de Tomas Hirsch y el Frente Amplio Chile. Y ahí, afuera del Metro, entregando volantes y tratando de conversar con quienes pasan, uno se da cuenta de esa radical igualdad y de lo mucho que incomoda a algunos, o a muchos. Me explico. Tal como en las votaciones mismas, en los volanteos todas las personas equivalen a uno, a un volante, a un voto. No más, no menos. Pero entre la diversidad que llega al metro, donde uno ve trabajadores, gente que va a dejar a sus hijos al colegio, comerciantes, personas en situación de calle macheteando una moneda, etc., uno ve también a unos cuantos muy bien trajeados, a unas cuantas con sus joyas, a otros con el pelo morado, en fin, ve una cierta franja de personas que muy claramente quieren distinguirse del resto. En la entrega misma de volantes, en general la gente es amable y responde el «buenos días» y recibe el volante y hasta da las gracias. Pero hay un sector que no recibe nada, entre quienes es posible hacer una notoria distinción. Por cierto que muchos que no quieren el volante están en la apatía, en el ni ahí, en el ni siquiera hacer contacto visual contigo; pero también están los terneados, las emperifolladas, los pinteados, -me ha pasado unas cuantas veces- que al momento de ofrecer el papel te miran, abren los ojos, hacen toda una gestualidad muy notoria que si uno pudiera traducirla se traduciría indudablemente en un «¿¡cómo se te ocurre que yo – yo, ser inigualable en el Universo  – va a recibirte un volante!?». A veces esa gestualidad conlleva una clara marca ideológica porque uno está dando un volante del Frente Amplio y de Tomás Hirsch Diputado. Pero, en cualquier caso, a uno que está repartiendo los volantes, toda esa expresividad le da lo mismo: quien sea que te acepte el volante y quien sea que te lo rechace es, simplemente, uno más. Ni más ni menos. Aunque ande con un terno de Hugo Boss o sin zapatos por la calle. Y eso es exactamente lo que pasa en las elecciones, donde todos valemos exactamente uno. Y es brígido, muy brígido ser plenamente consciente de eso. Porque ciertamente todos queremos ser únicos y especiales y tenemos nuestros gustos y estilos, pero muy ligerito muchos pasan – pasamos – de ese sentimiento de distinción, de ser distinguibles del resto, a uno de superioridad, a uno en que ya no solo sentimos que somos distintos a la masa de pelotudos que sentimos que nos rodea, sino que estamos sobre ellos. El que estudió en la Universidad, el que es artista y hace algo bacán, el que tiene plata, el que tiene amigos, el que es consciente, el que tiene lo que sea, en fin, muchos se sienten – o nos hemos sentido, no hay para qué hacernos los larrys al respecto – sobre el resto: más claros, más capaces, más lo que sea que el resto de los mortales. Y las elecciones son una dinamita absoluta sobre todo eso, porque todos, todos, invariablemente, valemos un voto. Una radical igualdad, ah.

Una vez en una clase de la Universidad un profesor planteó seria y abiertamente, que quienes tenían educación universitaria deberían tener dos votos en las elecciones. Así de corta. Según él, esa gente había estudiado, tenía más responsabilidades, sabía más, debía tener más poder de decisión que los otros. Estoy seguro que mucha gente piensa así. Para qué decir de quienes han logrado tener harto dinero, entre quienes es seguro que más de alguien piensa que su opinión vale más que el resto que lo rodea. Ya lo viene diciendo desde hace décadas el famoso tango Cambalache: «¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!» Es que justo las elecciones son un radical ejercicio de igualdad: efectivamente en el voto todo es igual, tanto el que es burro como el que es gran profesor, donde ambos valen exactamente lo mismo, exactamente uno. Y yo creo que esa radical igualdad irrita. Y mucho. Y a muchos.

Por los círculos en que me muevo, me topo con más de alguien que no vota, y que tiene todo un discurso y una justificación para aquello. Pero, sospecho, hay algo que no se dice: que de las elecciones resulta irritante que quien ha leído, es consciente, trata de hacer cosas en el mundo por cambiarlo, tenga el mismo voto que el alienado que no cacha ná. La compañera feminista, el compañero libertario, quien se organiza con otras y otros, aquellos que tratan de deconstruirse y escribir con todas las equis y las «e» de compañeres, valen exactamente lo mismo que quienes lisa y llanamente no están ni ahí con nada. Y lo valen tanto en el voto como en la abstención, porque todos los revolucionarios que no votan, al final del día también son solo uno más que no votó, al mismo nivel que el que no se acercó a la urna por dormir, por ir al mall o porque «me da lo mismo la política si mañana voy a tener que trabajar igual (sin sindicalizarse, por cierto)». Yo creo que eso es lo que me parece fascinante de las elecciones: que nos impone una drástica igualdad que no puede sino sernos incómoda. Y que (nos) revela más de alguna contradicción. Porque obvio que todos queremos lo mejor para nuestro pueblo, que la cosa cambie, que todo sea muy, muy distinto, pero ese pueblo no nos escucha y vota por la Derecha, o no vota, no porque se esté organizando fuera del sistema, sino que ese domingo está en el mall endeudándose en 24 cuotas por la televisión último modelo, y ahí nos da la rabia y en realidad la gente no cacha ná y son todos unos inconscientes y mejor que ni voten o que el voto de uno valga por dos, por tres o por mil. Pero todos los votos valen uno, ni más ni menos que uno. Brígido po’. Incómodo. Porque la lógica elitista es algo que está más que arraigada, y rápidamente cualquier organización o idea puede tomar un cariz elitista casi sin notarlo, ya sea que se esté en una comparsa carnavalera – que, oye, obvio que es más bacán que el resto, está claro, ah – o en una organización militante – que por supuesto que la tiene clara y sabe exactamente lo que hay que hacer para transformarlo todo -. Porque ese afán por distinguirnos que pasa rapidito a la superioridad no es exclusivamente una cosa individual, sino que fácilmente se hace también colectivo, en colectivos acotados, por cierto. Así, esa radical igualdad del voto puede parecer hasta injusta, sin duda, para cualquiera que lleve años instruyéndose, cultivándose, tomando consciencia, reflexionando. Una radical igualdad que es fascinante, en mi opinión.

Es que la idea de que todos los seres humanos somos iguales es muy reciente. Y yo creo que a todos nos incomoda un poco. De hecho, en estricto rigor esa idea de igualdad tiene su origen hace, apenas, un par de siglos atrás y se ha configurado completamente recién hace unas décadas atrás, con la universalización – que en realidad aún no es completamente universal – de los derechos de las mujeres. Que todos y todas somos iguales es una idea muy nueva en la historia de la humanidad, y ciertamente aún no es asumida socialmente en toda su plenitud. La lucha feminista, por dar un solo ejemplo apenas, es una muestra clara de ello. Una muestra de lo mucho que falta. Y paradojalmente, las elecciones – que muchas veces son caracterizadas como algo formalista, medio vacío, hasta retrógrado por su implementación con papel y lápiz – son una instancia que va más adelante que la sociedad en materia de igualdad: a la hora de contar los votos, no valen los estereotipos, los prejuicios, las etiquetas ni nada. Los votos de las mujeres, de los hombres, de los viejos, de los jóvenes valen todos exactamente lo mismo. Cada uno vale uno, ni más ni menos. Como debería ser en todos los planos en una sociedad verdaderamente igualitaria. Sociedad que, posiblemente, aún no logramos porque a todos nos cuesta, a quien más a quien menos, sentirnos, vernos y relacionarnos en completa igualdad con las y los demás. Porque aún nos complica, y posiblemente harto, la idea y la práctica de la igualdad.