El 11 de septiembre de 1973 fue una fecha fatídica, cuyos ecos siguen resonando en Chile y el mundo.

Lo recuerdo bien. Yo vivía en la calle Huérfanos, en el centro de Santiago y apenas comenzaba el día cuando sonaron las primeras ráfagas. Al asomarme a la ventana pude ver a los soldados sobre las terrazas de los edificios vecinos y comprendí de inmediato lo que venía después. Mi hija era muy pequeña y estaba asustada, no comprendía por qué teníamos que arrastrarnos por el piso del departamento sin levantar la cabeza pero yo sabía del riesgo de recibir una bala perdida. Aún cuando la amenaza de golpe había flotado en el ambiente desde hacía un tiempo, para quienes vivíamos la aparentemente sólida democracia chilena la sola idea de una asonada militar era inconcebible.

Sin embargo, sucedió. Durante los siguientes días el caos fue total, el pánico de no saber los límites exactos de la represión, los informes boca a boca sobre quema de libros en grandes piras en plena calle, las frenéticas llamadas telefónicas y la aventura de desplazarse por la ciudad buscando a los familiares y amigos, todos dispersos, era surrealista.

La búsqueda de personas sospechosas de pertenecer a partidos de izquierda –algo legal y legítimo hasta el día anterior- se operaba con minuciosidad en sectores residenciales de clase media y en barrios populares. Las capturas eran masivas y los camiones del ejército, que pasaban durante las noches cubiertos con lonas para proteger de miradas curiosas su carga de muerte, provocaban escalofríos. También los cuerpos tirados a la vera del río Mapocho.

Cuando se habla del golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende, por lo general se suele aludir a los hechos más impactantes, como el ataque aéreo y terrestre contra el palacio de La Moneda y la posterior muerte del presidente Allende. Sin embargo, para quienes vivimos esos momentos, uno de los sentimientos predominantes, más que el miedo a la represión, fue el estupor. Un desconcierto absoluto al presenciar este hecho inédito para nuestra generación y las anteriores, con el rompimiento de una línea histórica de tolerancia y activismo político sin más cortapisas que las establecidas por la ley. Y de pronto, esas leyes supuestamente inmutables cambian y se vuelven contra un pueblo sorprendido en medio de la noche.

Las políticas de Salvador Allende y su equipo de gobierno, aún cuando no satisfacían todas las aspiraciones de una ciudadanía mayoritariamente capitalina, constituían un avance significativo para los sectores más pobres, campesinos y obreros. Lo que jamás perdonaron los círculos de gran poder económico fue el desafío de plantear reformas que reducirían su cuota de influencia y los colocaría en el plano de un interlocutor más, después de haber dominado la escena política durante décadas.

La estrategia de la extrema derecha chilena, con la complicidad de partidos de centro, se basó en una campaña mediática masiva y el bloqueo económico interno, al establecer alianzas con ciertos sindicatos como el del transporte terrestre que hoy también amenaza a la estabilidad de Chile, y el gran socio de aventuras golpistas: el Departamento de Estado, con Henry Kissinger a la cabeza, en una urdimbre de tácticas efectivas que acabaron con el ensayo del socialismo en libertad.

Chile nunca volvió a ser una nación verdaderamente democrática. Las desigualdades y las limitaciones actuales en aspectos tan fundamentales como la salud y la educación, son herencia de una dictadura tan bestial que sus ecos aún perduran en la mente y el imaginario de buena parte de la población. Nunca como hoy se vieron en ese país los extremos tan distantes entre ricos extremadamente poderosos y pobres de miseria, con un gran contingente de jóvenes enfrentados a un futuro incierto pero con la voluntad de participar de los cambios que el país necesita para retomar, algún día, el camino hacia una democracia más justa y equilibrada.