Según los testimonios de quienes estuvieron ahí, en Cushamen, en la provincia de Chubut, la gendarmería irrumpió en la comunidad mapuche Pu Lof en Resistencia, a romper, a amedrentar. Después a los hombres, menos de una decena, se los persiguió campo a traviesa y uno de ellos, venido de lejos, no pudo escapar y fue subido a tiros y golpes a las camionetas pertenecientes a los matones. Eso sucedió el 1 de agosto. Desde esa tarde no se sabe dónde está el joven Santiago Maldonado.

28 años, oriundo de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, tatuador, amigo de quien necesitara una mano. Y allí estuvo el 31 de julio acompañando a los mapuches en un corte de ruta con el que informaban a quienes pasaran por la ruta 40, que el lonko (la autoridad ancestral mapuche) de la comunidad está detenido de manera arbitraria.

La verdad, no importa cómo era Santiago, ni sus ideas, ni su forma de vida, ni la relación con su familia. Lo que importa es que a Santiago lo “chuparon” y el Estado, desde entonces, no hace más que ocultarlo y negarlo. En realidad, se volvió importante contar quién era Santiago, porque la demonización que se está llevando adelante sobre él, su entorno y su familia, hacen necesario desmentir las acusaciones infundadas y dañinas, que, por otro lado, jamás podrían justificar la atrocidad que cometieron contra él.

Imaginen si será atroz desaparecer una persona, que es un delito imprescriptible y es una herida insoportable en las entrañas de esta patria. Tan insoportable que al cumplirse un mes de su desaparición, en decenas de ciudades de todo el país se alzó un reclamo contundente “Aparición con Vida de Santiago Maldonado”.

De las redes sociales donde la pregunta “¿Dónde está Santiago Maldonado?” circuló y se difundió por todas partes, se llevó a las calles, a las plazas, a esos lugares donde el encuentro potencia, alienta, enriquece. Donde uno conversa, comparte, recibe una palmada, un abrazo, una mirada. Donde uno grita, patalea, se le humedecen los ojos y se siente inquebrantable en esa unidad momentánea, quizás fugaz, pero siempre reconfortante.

Más allá de la angustiante sensación de que a Santiago lo mataron, sentíamos la obligación de mantener firme la esperanza de que esté vivo y que podamos volver a tenerlo entre nosotros. Entre nosotros, porque en nosotros ya lo tenemos.

Santiago encarna en nuestros corazones, quizás la última salvajada que podíamos tolerarle a este gobierno inhumano, insensible e insensato. Y no es que sea bandera, simplemente, es que se ha convertido en modelo, en ejemplo, en orgullo. Los que sentimos que hay que estar del lado de los más necesitados, del más débil, experimentamos las injusticias como las experimentaba Santiago y defender su dignidad, es defender las más altas convicciones y valores humanos.

Cientos de miles de personas recorrieron el país pidiendo por su aparición con vida, en Buenos Aires fuimos más de 250 mil personas. Hay quienes hablan de hechos ocurridos al final que podrían equivaler a las acciones del 0,001 % de los manifestantes, los medios dominantes encontraron en esas violencias provocadas las fotos de portada de sus diarios para seguir encubriendo a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, a su jefe de gabinete, que ordenó la operación represiva en Chubut, Pablo Noceti y al presidente Mauricio Macri, que prefiere hablar de lo rico que son los helados artesanales, en vez de mirar una plaza llena de corazones estrujados y puños estremecidos, exigiendo que la Argentina no vuelva por el tobogán del tiempo hacia las épocas más oscuras de su historia.