Por Jorge Arrate

La decisión de Beatriz Sánchez de no participar en un programa de televisión donde actúa como panelista un ex Ministro de la dictadura militar ha suscitado polémica.

No resulta extraño que desde los sectores de derecha agrupados en las candidaturas de Piñera y Kast se haya intentado desfigurar y condenar la postura de la candidata del Frente Amplio. Mal que mal muchos de sus dirigentes también lo fueron del gobierno de Pinochet y muchos solidarizaron emotivamente con el dictador cuando sufrió encarcelamiento en Londres. Por eso, su actitud no llama la atención. Se trata de un contingente donde abundan los cómplices pasivos de la dictadura. Y donde también militan cómplices activos, como lo fue un Ministro de toda confianza del dictador y —¡qué duda cabe a estas alturas!— algunos encubridores y autores. Un diputado varias veces reelecto, el señor Rosauro Martínez, está desaforado precisamente porque se le juzga por violaciones a los derechos humanos.

Lo sorprendente es la reacción que proviene desde segmentos políticos que no formaron parte del conglomerado de cómplices, encubridores y autores que apoyaron y se cobijaron en el régimen pinochetista. Tal es el caso de los comentarios del columnista Sergio Muñoz, aparecidos en forma destacada en la página de “Opinión” de “El Mercurio” el 23 de septiembre, y las declaraciones formuladas por el candidato Alejandro Guillier.

El primero, en estilo sibilino, encadena una serie de afirmaciones propias, en la forma de preguntas, para presentar una suerte de faceta liberticida de Beatriz Sánchez. Él está consciente de su propia manipulación y se siente obligado a decir: “Quizás Beatriz Sánchez no tuvo la intención de ir tan lejos. Quizás no tiene malas intenciones”. Una penosa forma de cubrirse las espaldas.

En su texto califica al Frente Amplio como “agrupación muy heterogénea” y en la que “es ambigua la adhesión a los principios de la democracia liberal”.

Es cierto, el Frente Amplio valora un grado de heterogeneidad que es parte de su patrimonio político y apuesta a ser capaz de conciliar esas diferencias en un programa transformador compartido. Todas las coaliciones se fundan en coincidencias y puntos de vista distintos y ninguna, menos aún la Nueva Mayoría, podría atribuirse la potestad de juzgar a las demás. Precisamente en esta materia, mientras Muñoz y Guillier adoptan una postura crítica de Beatriz Sánchez, el diputado comunista y miembro de la Nueva Mayoría, Daniel Nuñez, ha procedido a denunciar al canal que cobija al señor Melnick acusándolo de violar la ética periodística. Es un hecho alentador que dentro de la Nueva Mayoría existan voces que no se dejan llevar por la vieja cantinela que impone la necesidad de halagar a los medios de derecha y celebrar, hayan sido necesarias o no, las concesiones que los demócratas hicieron durante la transición. En cuanto a la vocación democrática del Frente Amplio, carece de fundamento ponerla en duda, salvo que para Muñoz los contenidos de la “democracia liberal” sean iguales a los de una democracia mercantilizada.

Alejandro Guillier ha sido más cuidadoso: “Uno tiene que escuchar a todos los sectores”. Es una recomendación razonable, pero no significa para nada que uno deba necesariamente participar en un programa de televisión con un ex Ministro de la dictadura. Agrega: “Soy más abierto en eso, a nunca negarme a un diálogo”. Ya sabemos que Alejandro Guillier es más maleable en sus posturas políticas o en sus decisiones profesionales y que tiende a identificarse con más fuerza con el estilo de política que ha predominado en Chile en el último cuarto de siglo. La ciudadanía debiera ya saberlo: Guillier es una candidatura de continuidad, continuidad de virtudes y defectos, pero nada más que continuidad.

Beatriz Sánchez no, le guste o no a la alta dirigencia política. En este caso ella ha planteado un nuevo estándar para el diálogo político durante una campaña presidencial: no legitimará a dirigentes de la dictadura como personajes admisibles en el debate democrático. Está en su derecho. No coarta la libertad de nadie, no amordaza a nadie, no pretende acallar a nadie. Se trata simplemente de una decisión personal en cuanto candidata: quiere hacer un gesto fuerte que indique a la ciudadanía que no desea ser parte de entendimientos opacos o de gestos ocultos con el mundo de aquellos que tienen responsabilidad directa o responsabilidad política en los actos repudiables que ejecutó la dictadura.

La transición chilena, por necesidad o por progresivo convencimiento de sus principales dirigentes, ha estado signada por un estilo político marcado por el traspaso legal de poderes de un dictador a un presidente democrático. Quizá si el climax de esa escenificación fue el lamentable involucramiento de la Concertación en las gestiones políticas destinadas a obtener la liberación de Pinochet de la prisión londinense. A posteriori, en el siglo XXI, se ha desarrollado un paulatino proceso que, orientado a reforzar la lucha por lograr verdad y justicia en las violaciones de derechos humanos, culmina ahora con nuevas generaciones políticas que no aceptan el silencio ni el secreto infundado, la negativa a transparentar la verdad, la aceptación como individuos dignos de aquellos que no lo fueron y que merecen una condena política y, en muchos casos, judicial.

Sánchez, guste o no a sus adversarios, propone otro sello, otra forma de enfrentar la verdad, otro ciclo de vida democrática, más auténtica, participativa y digna.