Por no atreverse hacia nuevas formas de democracia, estado y economía; y por no enfrentarse articuladamente con las tres caras de la dominación, ha sido incapaz de detener la ofensiva brutal del sistema.

El artículo es de Boaventura de Sousa Santos, sociólogo, publicado por Otras Palabras.

Este es el artículo.

La dominación social, política y cultural es siempre el resultado de una distribución desigual del poder, en virtud de la cual quien no tiene poder o tiene menos poder, ve sus expectativas de vida limitadas o destruidas por quien tiene más poder. Esta limitación o destrucción se manifiesta de varias formas, de la discriminación a la exclusión, de la marginación a la liquidación física, psíquica o cultural, de la demonización a la invisibilización. Todas estas formas se pueden reducir a una sola: opresión. Cuanto más desigual es la distribución del poder, mayor es la opresión.

Las sociedades con formas duraderas de poder desigual son sociedades divididas entre opresores y oprimidos. La contradicción entre estas dos categorías no es lógica, es antes dialéctica, ya que las dos categorías son ambas partes de la misma unidad contradictoria. Los factores que están en la base de la dominación varían de época a época. En la época moderna, digamos, desde el siglo XVI, los tres factores principales han sido: capitalismo, colonialismo y patriarcado. El primero es originario de la modernidad occidental, mientras que los otros dos existieron antes pero fueron reconfigurados por el capitalismo. La dominación capitalista se basa en la explotación del trabajo asalariado por medio de relaciones entre seres humanos formalmente iguales. La dominación colonial se basa en la relación jerárquica entre grupos humanos por una razón supuestamente natural, ya sea la raza, la casta, la religión o la etnia. La dominación patriarcal implica otro tipo de relación de poder pero también basada en la inferioridad natural de un sexo o de una orientación sexual.

Las relaciones entre los tres modos de dominación han variado a lo largo del tiempo y del espacio, pero el hecho de que la dominación moderna se asienta en los tres es una constante. A diferencia de lo que vulgarmente se piensa, la independencia política de las antiguas colonias europeas no significó el fin del colonialismo, significó sólo la sustitución de un tipo de colonialismo (el colonialismo de ocupación territorial efectiva por una potencia extranjera) por otros tipos (colonialismo interno, neocolonialismo, imperialismo, racismo, xenofobia, etc.). Vivimos hoy en sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales. Para tener éxito, la resistencia contra la dominación moderna tiene que basarse en luchas simultáneamente anticapitalistas, anticoloniales y antipatriarcales. Todas las luchas tienen que tener como objetivo los tres factores de dominación, y no sólo uno, aunque las coyunturas puedan aconsejar que incidan más en un factor que en otro.

El siglo XX fue de los siglos más violentos de la historia, pero también se caracterizó por muchas conquistas positivas: de los derechos sociales y económicos de los trabajadores a la liberación e independencia de las colonias, de los movimientos de los derechos cívicos de las poblaciones afrodescendientes en las Américas a las luchas de las mujeres contra la discriminación sexual. Sin embargo, a pesar de los éxitos, los resultados no son brillantes. En las primeras décadas del siglo XXI atravesamos incluso un período de reflujo generalizado de muchas de las conquistas de esas luchas. El capitalismo concentra la riqueza más que nunca y agrava la desigualdad entre países y dentro de cada país; el racismo, el neocolonialismo y las guerras imperiales asumen formas particularmente excluyentes y violentas; el sexismo, a pesar de todos los éxitos de los movimientos feministas, sigue causando violencia contra las mujeres con una persistencia inquebrantable.

Un diagnóstico correcto es la condición necesaria para salir de este aparente cortocircuito histórico. Sugiero varios componentes principales del diagnóstico. El primero reside en que, mientras la dominación moderna articula siempre capitalismo con colonialismo y patriarcado, las organizaciones y los movimientos que vienen luchando contra ella siempre han estado divididas, cada una de ellas privilegiando uno de los modos de dominación y descuidando, o incluso ignorando, los otros, y cada una de ellas defendiendo que su lucha y su modo de lucha es lo más importante. No sorprende así que muchos partidos socialistas y comunistas, que lucharon (cuando lucharon) contra la dominación capitalista, han sido durante mucho tiempo colonialistas, racistas y sexistas. De igual modo, no sorprende que movimientos nacionalistas, anticoloniales y antirracistas hayan sido capitalistas o pro-capitalistas y sexistas, y que movimientos feministas hayan sido conniventes con el racismo, el colonialismo y el capitalismo. De este hecho histórico resulta claro que los avances serán escasos si la dominación continúa unida y la oposición a ella, desunida.

El segundo componente tiene que ver con el modo en que se organizaron las resistencias anticapitalistas, anticolonialistas y antipatriarcales. Trabajadores, campesinos, mujeres, esclavizados, pueblos colonizados, pueblos indígenas, pueblos afrodescendientes, poblaciones discriminadas por la discapacidad o por la orientación sexual recurrieron a muchas formas de lucha, unas violentas otras, pacíficas, unas institucionales otras, extra-institucionales. A lo largo del siglo pasado estas múltiples formas se fueron condensando en partidos políticos, movimientos de liberación y movimientos sociales, y, con algunas excepciones, fueron dando preferencia a la lucha institucional y no violenta. El régimen político que se impuso como dando la mejor respuesta a estas opciones fue la democracia de origen liberal, la democracia actualmente existente. Es que la potencialidad de este tipo de democracia para responder a las aspiraciones de las poblaciones oprimidas siempre ha sido muy limitada y las limitaciones se han agravado en tiempos más recientes.

El tipo que más desarrolló esa potencialidad fue la socialdemocracia europea, y su mejor momento (conseguido, en buena medida, a costa del colonialismo y neocolonialismo, o sea, de las relaciones económicas desiguales con las colonias y las ex colonias), está hoy bajo ataque, no sólo en Europa, sino también en todos los países que han intentado imitar a su espíritu moderadamente redistributivo para reducir las enormes desigualdades sociales (Argentina, Brasil, Venezuela). En todas partes, la democracia de baja intensidad que aún existe está rodeada por fuerzas antidemocráticas y, en algunos países, va transitando a dictaduras atípicas, muchas veces asentadas en la destrucción de la separación de los poderes (de Brasil a Polonia y Turquía) o en la manipulación de los sistemas mayoritarios (fraude electoral sistemático, como en México, sistemas electorales que no garantizan la victoria al candidato más votado, como en EEUU). Sabíamos que la democracia se defiende mal de los antidemócratas pues, de otro modo, Hitler no habría ascendido al poder por vía de elecciones. Pero se nota que, aunque de modo fraudulento, su partido ostentaba la palabra «socialismo» en su nombre.

Hoy, la democracia está siendo secuestrada por fuertes fuerzas económicas (Bancos Centrales, Fondo Monetario Internacional, agencias de evaluación de crédito) no sujetas a ninguna deliberación democrática. Y las imposiciones pueden ser legales (¿y legítimas?): Intereses de deuda pública, imposición de tratados de libre comercio, políticas de austeridad, reglas de compromiso de las multinacionales, control corporativo de los grandes medios de comunicación social; e ilegales: corrupción, tráfico de influencias, abuso de poder, infiltración en las organizaciones democráticas, incitación a la violencia. La democracia es hoy subordinada a los intereses imperiales, si no uno de sus instrumentos. Para imponerla se destruyen países enteros, sean ellos Irak, Libia, Siria, Yemen. Está bien documentada la intervención imperialista para desestabilizar procesos democráticos dotados de algún ánimo redistributivo y animados de algún defensor nacionalista para proteger del mercado internacional depredador de recursos estratégicos, ya sean petróleo, minerales o, crecientemente, tierra o agua. Esta desestabilización se nutre siempre de los errores, a veces graves, de los gobiernos nacionales (algunos considerados progresistas) y cuenta con la activa complicidad de las oligarquías que dominaron a estos países. La descaracterización de la democracia es tal que ya se habla hoy de post-democracia, un nuevo régimen político basado en la conversión de los conflictos políticos en conflictos mediáticos minuciosamente gestionados por técnicos de publicidad y comunicación y últimamente apoyados por la post-verdad mediática de las noticias falsas.

El tercer componente del diagnóstico se refiere precisamente a los errores de los gobiernos nacionales. ¿Por qué se equivocan tan a menudo, sobre todo cuando se consideran progresistas? Son muchos los factores: no hay alternativas anticapitalistas creíbles y las conquistas contra el colonialismo, el racismo o el sexismo parecen depender de no interferir con la dominación capitalista; una vez con poder de gobierno, las fuerzas progresistas se comportan como si tuvieran, además, el poder económico, social y cultural que se reproduce en la sociedad en general, y con ello deja de reconocerse la gravedad o incluso la existencia de antagonismo de clases, de razas y de sexos. Las luchas contra el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado siempre están concebidas para eliminar los «excesos» de estos modos de dominación, y no su fuente. De esta «autocontención», voluntaria o impuesta, se derivan dos consecuencias fatales.

La primera es tolerar o incluso promover un sistema de educación que promueve los valores y las subjetividades que sustentan el capitalismo y las relaciones coloniales, racistas y sexistas. La segunda es rechazar imaginar (o ignorar cuando ocurren) formas alternativas de organizar la economía, concebir la democracia u organizar el Estado, practicar la dignidad humana y dignificar la naturaleza, promover formas de sentir y de ser solidarias, sustituir cantidades y gustos infinitos por la proporcionalidad, dejar de lado euforias desarrollistas en beneficio de límites justos y fruiciones comedidas, promover la diferencia y la diversidad con la misma intensidad con que se promueve la horizontalidad. Al presentarse como fatales, estas dos consecuencias son inhumanas. Por la simple razón de que ser humano es no ser aun plenamente humano. Es no tener que ser para siempre lo que se es en un contexto, tiempo o lugar.

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