Por Agustín Galo Samario

Alberto Donis murió hace unos días en Chiapas. Cuesta. Sólo al platicarlo es que decidí escribir estas líneas.

En 2011 lo vi por primera vez. En acuerdo con él, viajé desde la capital de Oaxaca a Ciudad Ixtepec para conocer el albergue de migrantes Hermanos en el Camino. El padre Alejandro Solalinde, fundador y quien lo dirige hasta la fecha, había tenido que salir de México por las constantes amenazas de muerte en su contra y, como en otras ocasiones, dejado el lugar en sus manos.

Alberto no era cualquier persona. Él mismo fue migrante. Apenas tres años antes había llegado desde Guatemala en busca de refugio, y de fuerzas, para continuar su camino hacia los Estados Unidos. Ya lo había intentado varias veces, pero esa vez ocurrió algo que lo hizo quedarse más de lo que tenía pensado: el padre Solalinde le dijo que tenía que denunciar a los policías federales que lo habían asaltado en su tránsito por Chiapas. Por ello permaneció en Ciudad Ixtepec unos días, semanas y meses, que al cabo se convirtieron en años.

Desde muy temprano salí de Oaxaca, pero cuando llegué al albergue Alberto todavía no se encontraba en su oficina. Más tarde sabría la razón. Mientras, me dediqué a deambular por las vías del tren. No eran tiempos del Plan Integral Frontera Sur con que el gobierno de México le hace la tarea a Estados Unidos para evitar que las personas sin papeles viajen en los trenes de carga hasta llegar a su territorio, pero aún así los peligros eran terribles. Imaginé que con algo de suerte podría encontrarme con La Bestia y a decenas de centroamericanos cabalgando a su lomo. Pero la estación ferroviaria y sus alrededores lucían vacíos. No se podía ir más allá sobre los rieles, porque, advertido, con lo que uno podría tropezarse era con las bandas de delincuentes protegidos por las autoridades que asaltaban o desaparecían, o ambas cosas, a los indocumentados. Era peligroso y más si se andaba solo. Lo que encontré fue a una pareja de travestis que me platicaron cómo en su andar habían sido extorsionados por policías municipales en Chahuites, a dos horas de distancia en coche. Lucían golpeados, uno todavía cojeaba de una pierna.

Cuando regresé Alberto ya había llegado. Con la ayuda de dos jóvenes estudiantes de Estados Unidos y Canadá hacía cuentas, revisaba inventarios, supervisaba que estuvieran ordenados los espacios del albergue y listos los alimentos para empezar a cocinarlos. Platicaba de todas las tareas que se tenían que realizar a diario, sin dejar de poner atención en la seguridad del lugar y de los migrantes. Como siempre, eran tiempos difíciles. Tenía muchas responsabilidades, y más en esos momentos de ausencia del padre Solalinde ante el constante acoso de policías federales y estatales, y de personas extrañas que los vigilaban desde el exterior.

La vida nos presenta cosas que uno no quiere creer más allá de lo que lee en los periódicos, ve en la televisión o escucha en la radio. ¿Cómo hacerlo cuando se está tan alejado de esas realidades? Alberto me presentó a un hombre refugiado en el albergue que dijo ser de Honduras. Por unos minutos me dejó con él, los suficientes para que me platicara que había sido militar. Llegó a dirigir una compañía que solía hacer recorridos por los cinturones de misera de Tegucigalpa y que, sólo porque sí, levantaba a jóvenes pobres de las calles a los que acusaba de pertenecer a las bandas que causaban terror en la población. Después de ser entregados a la policía civil, muchos lograban salir de la cárcel con el pago de una multa. Otros, con menos fortuna, no volvían a aparecer o eran entregados a las pandillas. Infinidad de muchachos cuya suerte se debatía entre dos fuegos. De eso, juró el hombre, huyó. Desertó del Ejército hondureño y entonces él fue el perseguido. La desgracia de ser también pobre le habría impidió vivir entre los suyos: buscado por los militares y con sentencia dictada por aquellos que detuvo sin razón y que terminaron en las filas de los maras.

Las horas pasaron y se hizo tarde. Alberto y otros colaboradores mexicanos cargaron algunas cosas en una pequeña camioneta pick up y se dispusieron a regresar a sus casas. Nos entretuvimos porque uno de los pasajeros llamó mi atención: un niño de apenas seis años que seguía todas las indicaciones de Alberto. Le pregunté si era su hijo. “No, vino de Honduras con su madre pero ella se tuvo que regresar”, recuerdo claramente su respuesta. La mujer y su esposo decidieron escapar de la violencia en su país. No podían hacerlo juntos por el peligro que representaba viajar con dos hijos pequeños, el menor de apenas dos años. Lo mejor era que ella se aventurara con el más grande y luego regresara para que los dos adultos emprendieran de nuevo el camino con el más chico. Así los dos podrían protegerlo, creían que de ese modo tenían más posibilidades de sobrevivir.

Si la memoria no me falla, el niño que estaba en el albergue también se llamaba Alberto. O sea que Alberto se hacía cargo de Alberto, por eso la tardanza. ¿Qué corazón y qué pensamiento habría de tener Alberto Donis para ayudar a las personas que huyen de sus países? Amnistía Internacional lo reconoció como defensor de derechos humanos y decidió incluirlo entre sus miembros. Decía en 2013 que en el albergue Hermanos en el Camino conoció a muchos de los migrantes que, como él, sobrevivieron a abusos o habían presenciado el asesinato o el secuestro de sus compañeros de viaje: “Yo nunca había estado en un refugio. Cuando llegamos, primero nos dieron comida, y fue un alivio. No habíamos comido en toda la noche y nos fuimos a dormir, sobre cartones en el piso porque no había nada. Ahí esperamos el tren que nos iba a llevar al resto del camino, pero no vino”.

Lo que he podido saber es que el albergue vive pese a las precariedades. Lo más importante es la labor que se hace ahí en favor de los migrantes. Hoy pienso que si bien su trabajo se veía ahí reflejado, eran sobre todo su actitud en el trato y su tenaz disposición para convencer y acompañar a los migrantes a presentar denuncias y defender sus derechos, los que hicieron que Alberto fuera reconocido y estimado por todo mundo.

Alberto Donis se fue la madrugada del jueves 29 de junio. Muchas organizaciones defensoras de derechos humanos enviaron condolencias al padre Alejandro Solalinde. Muchos migrantes lo recordarán, muchísimos más ni siquiera se enterarán de cuánto les hará falta. En realidad es una pena. De verdad, hay personas que dan su vida por los demás.

El artículo original se puede leer aquí