Bajo del ferry en Melilla para unirme a la Caravana Abriendo Fronteras y lo primero que me encuentro es una estatua de Franco. Al otro lado de la calle, una estatua de un soldado y una placa que dice «En homenaje al soldado de reemplazo, precursor del turismo en la ciudad». ¡Comienza el absurdo!

¿Qué hacemos unas 500 personas vagando por Melilla? Desde luego no es el interés turístico lo que nos ha traído hasta esta extraña ciudad rodeada de una valla fronteriza que la separa de Marruecos. Y no es porque la ciudad no sea hermosa; lo es, siempre que consigas abstraerte de la evidente militarización, si consigues no ver la abundancia de símbolos franquistas, si te niegas a percibir el desamparo y la violencia a que están sometidos los menores no acompañados que prefieren malvivir en el puerto esperando la oportunidad de colarse en un ferry a permanecer en un centro donde son hacinados y maltratados.

La ciudad es hermosa y ofrece buenas oportunidades de ocio; por ejemplo, puedes jugar al golf en un bien cuidado campo, siempre que no te fijes en la valla asesina que lo separa de Marruecos, siempre que puedas obviar la vecindad del CETI, donde se agolpan las personas «afortunadas» que han conseguido pisar suelo español y esperan ser derivadas a la península para avanzar una casilla más en el intento de acceder a la ansiada vida digna que se espera conseguir en Europa.

La ciudad dispone también de una amplia red de comercios donde consumir todo tipo de productos, sin reparar en la extrema explotación y violencia en que trabajan las personas porteadoras que transportan, como hormigas laboriosas, enormes y pesados bultos de lado a lado de la frontera. Solo que no son hormigas, son personas, la mayoría mujeres, las que sustentan un negocio millonario con su trabajo ínfimamente pagado y en las peores condiciones.

Cuando pisas Melilla por primera vez una extraña desazón te invade, te preguntas cómo puede ser que la ciudadanía media no vea tanta injusticia, no se rebele contra tanto pisoteo de los más elementales derechos humanos. ¿Cómo se puede naturalizar tanta violencia? ¿Cómo  se puede ignorar tanta falta de humanidad? ¿Cómo se puede vivir mirando siempre hacia otro lado?

Pero un momento… ¿Acaso no es lo mismo que sucede en cualquier ciudad? Tal vez lo que produce desazón es ver amplificado lo mismo que se ve en Barcelona, en Madrid, en cualquier ciudad peninsular: se puede vivir ignorando los propios privilegios, se puede vivir (de hecho, es muy fácil) no viendo o cosificando a aquellas «otras» personas, las que no consideramos iguales, las que nos parecen diferentes, peligrosas… extrañas.

No sé si la Caravana Abriendo Fronteras, que ha traído a Melilla a gentes diversas de todo el Estado, podría haberse coordinado mejor, tal vez muchas nos sintamos frustradas por no haber podido hacer más, pero personalmente agradezco la sacudida interna que estoy sintiendo, como un recordatorio de que hay que estar despierta y alerta para no dejarse invadir por la cómoda somnolencia a que invita este sistema inhumano y violento, promotor feroz de la banalidad y el consumo.

Y, desde luego, agradezco la tenacidad y valentía de todas las personas que han trabajado y siguen trabajando contra corriente defendiendo los derechos humanos en condiciones tan difíciles.  Ojalá nuestro paso por esta ciudad encerrada entre vallas, paradigma de la Europa-fortaleza, haya aportado alguna ayuda a la visibilización y denuncia de la siempre olvidada Frontera Sur.

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