Texto y fotos Agustín Galo Samario / SomosMass99

Apenas el viernes 3 de marzo 150 policías estatales irrumpieron en esta comunidad ñhäñhu. Pretendían, según el dicho oficial, resguardar el orden y prevenir cualquier problema entre los asistentes a la asamblea comunal. La versión del Consejo Supremo Indígena es otra muy distinta: al enviar a las fuerzas de seguridad, lo que quería el gobierno de Eruviel Ávila Villegas era intimidar y asegurarse que se aprobara el pago de indemnizaciones, por expropiación, a los propietarios de los terrenos por donde pasa el trazo de lo que será la nueva autopista Toluca-Naucalpan.

El punto fue desechado y las cosas quedaron como hasta ahora, con una población organizada en defensa de la tierra, del bosque, del agua y de sus lugares sagrados, y en contra de la construcción de una carretera concesionada a la empresa Autovan-Teya, filial del Grupo Higa del empresario Juan Armando Hinojosa Cantú, el mismo de la Casa Blanca de Enrique Peña Nieto y Angélica Rivera.

Así se cumplen diez años de una lucha que no acaba, que continúa hasta el día de hoy.

Para las mujeres de San Francisco Xochicuautla la defensa del Bosque de Agua, donde se encuentra enclavada su comunidad, es una lucha que no acaba, constante, en la que no cabe el cansancio y para la que deben «tener toda la fuerza, todo el coraje para seguir», hasta que al gobierno «le quede bien claro que no queremos ese proyecto. Y si lo quiere, que se lo lleve a otro lado. Aquí no».

Ignacia -doña Nachita, como le llaman todos-, Alicia y Gisela Jaimes hablan de cómo «la cosa se ha puesto fea aquí» por la construcción de la autopista Toluca-Naucalpan, el proyecto que inició hace diez años y que hasta la fecha es impulsado por Enrique Peña Nieto, entonces gobernador y ahora presidente de la República, y por el actual mandatario estatal Eruviel Ávila Villegas. Una década en que, en distintos momentos, la comunidad ñhäñhu ha tenido que enfrentar la violencia de la fuerza pública empleada por las autoridades para abrirle paso a la empresa Autovan-Teya.

«Ha sido muy pesado, hemos tenido que salir a decirles que se pasen a retirar porque tenemos amparos vigentes, y aún así los policías han hecho y deshecho con las personas. Han venido agrediendo a señoras grandes, a niños; policías estatales y municipales han venido juntos, revueltos, y no han sido pocos sino muchísimos», dice Ignacia, una mujer que después de dejar su natal Tierra Blanca, Guanajuato, y conocer en la Ciudad de México a su esposo llegó a este lugar hace ya más de veinte años.

Antes era muy callada, acaso tímida, pero lo que la decidió a hablar fue lo ocurrido en abril del año pasado cuando cientos de policías estatales entraron al poblado para que maquinaria de Autovan-Teya derribara El Castillo -como se conocía a la casa de Gisela Jaimes y del doctor Armando García Salazar- y continuara con el trazo de la autopista. Para ello se atuvieron al decreto para la expropiación de 38 hectáreas del pueblo en julio de 2015, emitido por Enrique Peña Nieto pese a que no se consultó al Consejo Supremo Indígena y la asamblea comunitaria que se realizó previamente estuvo viciada por la presencia de agentes policíacos y personas ajenas a la comunidad.

No es que este pueblo indígena sea caprichoso. No sólo defienden el Bosque de Agua, también los sitios sagrados que el milagroso Señor del Divino Rostro les encomendó cuidar con celo. Por eso no se puede tocar su capilla, de donde parten cada año las peregrinaciones de los pueblos de la zona hacia el Cerro de la Campana y el Cerro de la Verónica, aunque no lo entiendan los policías ni el gobierno. Porque si permiten que pase la carretera quedará destruida, y no lo van a permitir.

«Eso es lo que nosotros defendemos, además en tiempos de lluvias comemos hongos, los quelites, las habas, el maíz. Esta es un área comunal que si fuera del gobierno, bueno, pero no, aquí no (…) Yo antes no salía a decir nada, pero la última vez que vinieron los policías para tirar nuestra capillita me jalonearon y me agredieron, me dejaron todas las manos moradas. Hay muchas veces que se van, pero también otras que nos han agredido, sobre todo las mujeres policías nos han insultado con muchas peladeces. Yo lo que les digo es que ojalá nunca vivan ellas lo que nosotras, porque con el gobierno ya no se sabe cuándo le va a tirar a su misma gente, a los policías que le están sirviendo».

San Francisco Xochicuatla se rige por usos y costumbres, y como tal se hace faena en comunidad. Durante el recorrido se ve a varios hombres que reparan la tubería de agua en el templo dedicado al santo que da nombre al lugar y a mujeres que en ollas, cazuelas y cubetas les llevan la comida y agua para saciar la sed. Hasta a la visita le toca un vaso con agua de jamaica y un plato con pollo en salsa, arroz y frijoles. Al subir a la capilla, hay otro grupo que trabaja en la pavimentación de una calle. «Si no fuera así, mis compañeros no estarían (…) nosotros estamos arreglando nuestros desperfectos, nosotros arreglamos nuestras calles. Y solamente nosotros, aquí los vecinos, las vecinas, que nos apoyan como jefas de sección», explica Ignacia.

Casa donde actualmente viven Gisela Jaimes y el doctor Armando García Salazar con sus hijos.

En ruinas diez años de esfuerzo

San Francisco Xochicuautla es parte del Parque Otomí-Mexica, declarado Área Natural Protegida con categoría de Santuario del Agua que va desde las Lagunas de Zempoala hasta el Cerro de la Bufa en Villa del Carbón. Una extensa zona que incluye al parque de La Marquesa, por donde atraviesa la carretera México-Toluca, y que a pesar de su importancia para el abastecimiento de agua a la Ciudad de México y la capital mexiquense ha sido sometida por los talamontes, el desarrollo de infraestructura carretera y de fraccionamientos residenciales.

Enfermera de profesión, Gisela Jaimes cuenta que junto con su esposo, el doctor Armando García Salazar, comenzaron a construir El Castillo hace diez años. Una casa de tres niveles que servía igual como morada que como centro cultural y de reuniones, pero que en menos de dos horas fue reducida a escombros por maquinaria de Autovan-Teya y la ayuda de la Policía Estatal.

Una década atrás, cuando trabajadores llegaban a clavar estacas, a hacer estudios topográficos y a derribar los primeros árboles, los habitantes de la comunidad les preguntaban por qué. La respuesta era simple: se va a construir una carretera privada para acortar distancias. «Y eso no puede ser así, no pueden destruir lo que la naturaleza nos da. Hay coyotes, hay muchos animales, pero sobre todo es el cruce de los lugares sagrados. En la capilla se venera al bosque, al agua, aire y tierra. Por eso se pelea, porque es un lugar por donde también pasa un río, hay mucha agua, y si pasa la carretera se va a acabar, se acabará el bosque, el aire puro que respiramos», segura.

Relata que cuando tiraron su casa, con la ayuda de la gente de la comunidad levantó un cuarto de madera que sirve de cocina, sala y dormitorio. «Un jacal, primero con plásticos y madera. Luego que vinieron las lluvias, empezaron a construir con láminas de cartón. Y aquí nos hemos quedado».

Entre las piedras y varillas retorcidas quedó la tristeza. «Los hijos ya no querían ir a la escuela, estaban preocupados. ‘¿Dónde vamos a estar?’, decían. Y temían a los granaderos, que eran miles, no poquitos. Esta era la casa -señala los escombros-, aquí era el recibidor, la cocina al fondo y los tres pisos hacia arriba. El segundo piso eran recámaras, el tercero como una sala de juntas y otra recámara. Todo eso quitaron. Cuando nos sacaron apenas rescataron algunas cosas, un refri, una vitrina, algunos trastes. Quisimos hacerle una decoración bonita, bonita. Nos llevamos años… apenas iban a bendecir la casa. Le decían El castillo, se veía desde lejos».

Pero la lucha sigue y ellos ahí seguirán. Pese a que se enfrenten al poder del gobierno, sin importar que la constructora ya haya destruido una gran franja de bosque desde Santa Cruz Ayotuxco hasta Xochicuautla. El gobierno, añade Gisela Jaimes, no realizó correctamente los estudios técnicos de la autopista, e incluso la Comisión Nacional de Derechos de Derechos Humanos así lo dice en una de sus recomendaciones sobre el caso.

«Estamos en la lucha, con los pies en la tierra de que vamos a hacer todo lo posible para que la carretera no pase. Para que mis hijos digan que sus papás defendieron, que por eso tenemos aire puro, que aquí es una vida bonita. Aquí uno se va a caminar, al bosque vamos a traer tierra para las plantas. Aquí uno es libre. Rotundamente no a la autopista. ¿Qué ejemplo les daría a mis hijos? Aquí estoy por ellos».

«Cómo va a ser digna nuestra lucha si ya nos tiraron una casa»

Las asambleas que antecedieron a la puesta en marcha del proyecto carretero Toluca-Naucalpan siempre fueron cuestionadas por los comuneros. Nunca se hicieron legalmente, relata Alicia, jefa de una de las secciones en que se divide la comunidad y a quien conforme avanza la conversación, cuando de memoria repasa la historia de su lucha, le cuesta más contener la indignación.

«Llegaban los granaderos a ver cómo se hacían, entraban personas del gobierno, agentes ministeriales. O sea, gente que no debía estar, estaba. Aquí es un área comunal y sólo debían estar los comuneros, y en lo comunal no entra gente ajena, pero el gobierno entró. Nosotros nos conocemos todos y a la hora de las asambleas había desconocidos, sabíamos que eran del gobierno. Todas las asambleas estuvieron amañadas. Se hizo una asamblea para dar a conocer el proyecto y la gente protestó porque estaban ahí. Los delegados nunca informaron.

«Ahí mismo unos compañeros dijeron que tenían que organizar una nueva asamblea. Se hizo el 25 de febrero de 2007. Se cerraron todas las carreteras para que estuviera toda la gente de la comunidad y nadie más, y ahí la mayoría de la gente decidió que no. Solamente aceptarían (el proyecto) como unos veinte, treinta. Se dijo que no, porque si se hiciera nos cerrarían la entrada al bosque. Habría otra entrada más abajo, pero nos cerrarían el paso. Nosotros vivimos del bosque».

Cuando el gobierno se dio cuenta que la comunidad rechazó la carretera, entonces operó para elaborar un padrón de comuneros que inscribió en el Registro Agrario Nacional. Con la novedad de que de los alrededor de siete mil que conforman San Francisco Xochicuautla solamente aparecían registrado 442, además de otro número igual pero de la comunidad de La Concepción.

«¿Cómo van a decidir 442 por todos los siete mil? Y ni siquiera 442, porque cuando se hizo el alegato y la gente se dio cuenta que esto estaba mal, solamente 109 decidieron que sí. ¿Cómo van a decidir 109 que además ni siquiera son afectados?», alza la voz Alicia. «Son gentes a las que les dieron dinero, les pagaron para que asistieran a la asamblea y dijeran que sí. ¡Y también ellos decidían el precio de las tierras! Yo digo: por qué ellos tienen que decidir por mi patrimonio, por mi tierra. Pero el gobierno avaló todo eso».

Así, entre febrero y marzo de  2007, el pueblo ñhäñhu de San Francisco Xochicuautla inició la defensa del Bosque de Agua, de su cultura y de sus lugares sagrados. La resistencia frente a decisiones tomadas por Enrique Peña Nieto, entonces gobernador del Estado de México, y que sostiene ahora como presidente de la República, junto con su sucesor estatal Eruviel Ávila Villegas. Una década de violaciones a los derechos humanos de los indígenas de esta comunidad, muy parecidas a las que menos de un año antes, en mayo de 2006, cometieron fuerzas de seguridad estatales y federales en San Salvador Atenco en un operativo ordenado por Peña Nieto y apoyado por Vicente Fox, en ese tiempo titular del Poder Ejecutivo federal.

Pese a que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, Zeid Ra’ad Al Hussein, han emitido recomendaciones al Estado mexicano para que se respeten los derechos constitucionales de los habitantes de Xochicuautla, su lucha continúa. Se trata, reconoce Alicia, de resistir los embates de quienes ocupan las más altas posiciones del poder en México.

«Mire, tuvimos una experiencia con el material que está llegando. Unas compañeras dijeron ‘no, ya se están llevando el cemento para allá y que no se qué. Y yo me sentí con una tranquilidad para no espantarme, no alborotarme ni nada. ‘¿Cómo es posible que estés tan tranquila?’, me dijo la otra señora. ‘Yo hasta siento que el estómago me duele’. Pero yo creo que ya hasta ni sentimos. La verdad, ya no», comenta.

Entonces vuelve a recordar lo ocurrido aquel lunes 11 de abril de 2016, cuando maquinaria pesada de la empresa Autovan-Teya derribó El Castillo: «Nomás vi cómo aventaban las cosas. Les dije a los compañeros ‘vamos a meternos por una ventana’. Se metieron personas mayores, algunos niños, y les digo ‘vamos a cargar los celulares’, porque siempre que sucede algo así nosotros documentamos. Nomás sentí un golpe. A la señora Isabel la tiraron y la patearon, y traía a la niña cargando. No tuvieron piedad. A un señor, que es mi suegro, también lo empujaron, lo tiraron. Fue algo tan cruel, tan cabrón que a veces uno dice ‘no sé de dónde saca uno tanta fuerza’. Muchos nos han dicho que nuestra lucha es muy digna y, la verdad, yo no entiendo cómo va a ser digna nuestra lucha si ya nos tiraron una casa, ya nos tiraron nuestros árboles».

Aún así, añade, seguirá la resistencia. Porque el gobierno quiere destruir el bosque. «Pero, ¿traen alguna orden?, les preguntamos con respeto a los trabajadores. ¿Quién los manda? ‘No, pues el ingeniero, está allá abajo. Pues disculpe, pero usted no puede trabajar aquí si no me trae un permiso de la comunidad, de las autoridades de aquí y que esté firmado.

«Tenemos que hacernos fuertes porque somos los que estamos más cerca del bosque. Tenemos que armarnos de fuerza, porque si nosotros decaemos, si nos ponemos a llorar, los otros y los niños también lo harán. ¿Qué ejemplo les vamos a dar? Yo lucho por mis nietos, para que en el futuro tengan su bosque y puedan decir que lo tienen porque sus abuelos lucharon por él. O sea, debemos tener toda la fuerza, todo el coraje para seguir».

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