En un artículo publicado en la Revista digital Horizontes del Sur, que dirige Edgardo Mocca, el economista se pregunta, a raíz de la nueva recaída del país en el neoliberalismo, si es posible la alternancia entre el modelo de acumulación de la derecha y el modelo de distribución de la izquierda tomando como precedente la experiencia de la historia económica argentina y señala lo problemático que resulta alternar entre modelos nacionales y modelos antinacionales.

Por Ricardo Aronskind*

En recientes discusiones en torno a la nueva recaída en el neoliberalismo se han escuchado diversas interpretaciones –que no provienen de la derecha militante– en las que se desliza, subrepticiamente, la idea de que el neoliberalismo –si bien no es deseado–, cumpliría algún tipo de función económica útil, ya sea en términos de relanzamiento de procesos de inversión y acumulación productiva, reequilibramiento macroeconómico de políticas populistas “desordenadas” o inserción más dinámica en los flujos de comercio mundiales.

Así, ciertos sectores “progresistas” entienden que la inflación, fenómeno atribuido arbitrariamente a los procesos sociales distributivos, sería controlable sólo en el contexto de los gobiernos neoliberales. Los desequilibrios fiscales contarían con similar remedio. Y la tasa insuficiente de inversión productiva encontraría en las políticas “market-friendly” del neoliberalismo la fórmula para su superación.

En la frase: “los populistas distribuyen, los neoliberales acumulan” estaría una especie de fallo salomónico, que acepta las “bondades” de cada uno de los polos de la política regional. Es más, en ese contexto conceptual la alternancia de gobiernos distribucionistas con otros de signo inverso sería deseable y en el largo plazo suministraría dosis alternadas de consumo e inversión para que la economía recorra un sendero deseable. Los populismos se agotarían cuando la inflación, la caída de la inversión y el estrangulamiento del sector externo marcasen que se debe volver a producir riqueza, tarea que en este esquema recae sobre los hombros de la derecha económica y social.

¿Modelo de acumulación de la derecha versus modelo de distribución de la izquierda?

El análisis precedente puede parecer simpático y posar de ecuánime, pero tiene un problema serio: tergiversa la historia económica argentina de los últimos 40 años.

La última dictadura cívico militar de 1976 fue más inflacionista, más deficitaria y mucho más endeudadora que el gobierno “populista, demagógico y estatista” derrocado en 1976. Para no hablar de los nuevos problemas estructurales que aportó: endeudamiento externo enorme, y estancamiento económico.

El neoliberalismo de los 90 logró “abatir la inflación” mediante la (¿sabia y prudente?) destrucción del aparato productivo, la desintegración social, la venta ruinosa del patrimonio público. Reendeudó al país y lo puso en camino al default.

Lo cual revela la falsedad de estas supuestas dicotomías, o reparto “equitativo” de fortalezas y debilidades productivas y distributivas entre los modelos económicos alternativos.

Más ajustado a la realidad sería decir que ningún modelo posdictatorial ha logrado ningún boom de inversiones en Argentina, como tampoco ha mejorado cualitativamente el perfil del comercio exterior argentino. Pero más allá de esa significativa semejanza no se pueden ignorar las enormes diferencias: uno repara mucho más el tejido social que el otro, no promueve la desindustrialización, no utiliza el endeudamiento para alimentar la fuga de capitales de la clase alta local y comprende la diferencia económica crucial entre fomentar actividades productivas o fomentar sectores rentistas y parasitarios.

Esquematizando lo ocurrido en la Argentina desde 1976 nuestros sucesivos gobiernos pueden insertarse en alguna de estas dos variantes, con sus respectivos resultados:


Inversión Productiva
Inclusión Social
Inserción Global
Modelos neoliberales globalizadores
Pobre y en enclaves privilegiados sin dinámica tecnológica
Pésima – Alta conflictividad y violencia estatal
Endeudamiento insostenible – Subordinación a poderes globales
Modelos progresistas nacionales
Insuficiente para el desarrollo – No logran modificar un patrón productivo débil
Considerable – Resolución pacífica de conflictos
Responsabilidad financiera – Autonomía e integración regional

Estas políticas se caracterizan, en primer lugar, por dañar a la población argentina, sometiéndola a todo tipo de violencias materiales y simbólicas (desde el desempleo y la indigencia hasta la falta de futuro y de posibilidades de realización, pasando por la desmoralización y autodenigración).Al endeudar a la nación los proyectos neoliberales sustraen a las generaciones futuras los posibles logros del crecimiento, comprometiendo al país en infinitas transferencias de su riqueza hacia el capital financiero global. Introducen actores externos, con intereses contradictorios con el país, en la definición de las políticas económicas argentinas. Vacían la democracia, al condicionar gravemente las decisiones de los gobiernos posteriores y obligarlos a abandonar sus propuestas económicas preelectorales. Y agravan la dependencia, convirtiendo al país en un “pordiosero” internacional de fondos prestables, lo que obliga a entrar en la consabida lógica neoliberal de “hacer los deberes”, “generar confianza”, “mostrar credibilidad”, etc.

En segundo lugar degradan el perfil productivo del país, acercándolo a la imagen tradicional del subdesarrollo (concentrándose en actividades extractivas, de escaso valor agregado, y sin capacidad para promover una dinámica social ascendente).

En tercer lugar contraen gigantescas deudas externas, lo que neutraliza las posibilidades de hacer políticas públicas progresistas.

No es exagerado sostener que las experiencias neoliberales globalizadores constituyeron episodios antinacionales que dañaron y empobrecieron a la sociedad y a la economía de nuestro país. Aun cuando grupos económicos aislados hayan prosperado en esos contextos, después de cada ciclo de gobierno neoliberal el país se encontró más débil industrial y tecnológicamente, más degradado social y culturalmente y más dependiente políticamente de factores externos.

Haciendo negocios contra la nación

Hacia el final de la gestión alfonsinista, acosada por el poder económico local y las presiones privatizadoras internas y externas, uno de los ideólogos neoliberales propuso una fórmula sintética sobre la Argentina: “un socialismo sin plan, un capitalismo sin mercado”.

El intento de descripción de los males de la economía argentina era ingenioso: se trataba de un país de economía mixta, en el cual el sector público carecía de planes y estrategias efectivas, mientras el sector privado operaba en condiciones de escasa competencia y por lo tanto no se esforzaba por ser eficiente. El resultado: bajo crecimiento, inflación, conflictividad, frustración colectiva (la gigantesca deuda externa, contraída antes de la vuelta a la democracia y causante de infinitos problemas económicos, no estaba presente en el análisis).

La imagen tenía parte de verdad, en el sentido de que era necesaria una transformación del Estado para que sirviera mucho mejor a la sociedad y al desarrollo, y también porque el sector privado más concentrado se había acostumbrado a conseguir negocios fáciles, protegidos de la competencia y con rentabilidades “garantizadas” a costa del Estado y de la sociedad. De todas formas era un esquema ultrasimplificado, que desconocía los complejos y perversos vínculos que se habían construido entre el sector público y la “patria financiera” y la “patria contratista”, entre otros sectores que parasitaban las finanzas públicas.

Subsistía todavía un sector público extenso, pero que había sido colonizado por los intereses privados.

Pero lo más significativo es que cuando esa derecha llegó al poder de la mano del menemismo, la “Reforma del Estado” se limitó a desmantelar las áreas productivas del sector público que habían sido un motor principal del desarrollo nacional en las décadas previas, pero no intentó en lo más mínimo la creación de un Estado eficiente, inteligente, y alejado de los negocios privados.

Y la supuesta “introducción de competencia genuina en el mercado” se convirtió en un reparto negocios privilegiados entre distintas fracciones empresarias, otorgando nichos de rentabilidad absolutamente desmesurados, sin contemplar mínimamente los derechos de usuarios y consumidores, ni las buenas prácticas regulatorias internacionales. La competencia fue la de los productos importados contra la industria nacional, agravada por el atraso cambiario y los precios de dumping de los bienes que provenían del exterior. Por lo tanto, se arrasó a los empresarios –buenos y malos por igual– que no tenían nichos de privilegio concedidos por el Estado.

De la crítica al “socialismo sin plan” y al “capitalismo sin mercado” se pasó, con el apoyo masivo del alto empresariado local durante los ‘90, al “Estado comandado por el capital concentrado” y al “mercado local arrasado por la competencia desleal importada promovida desde el propio Estado nacional”.

Cabe recordar que la gestión de la dictadura militar, a pesar del discurso de la “modernización y la eficiencia”, tampoco promovió ninguna práctica capitalista dinámica y competitiva sino un paraíso de la especulación y el cortoplacismo, ni reformó al Estado para “eliminar la corrupción y el despilfarro” sino que constituyó un espacio público de acumulación privada a costa del nivel de vida de las mayorías nacionales.

Teoría sin sujeto: en busca del empresario emprendedor perdido

Los neoliberales locales han sometido durante décadas a nuestra población a un baño de adoctrinamiento económico que no tiene sustento empírico que lo respalde.

Un modelo de derecha, según la teoría ortodoxa –que promueva una redistribución regresiva de la riqueza y alto sacrifico social– sólo podría tener viabilidad si los empresarios locales se parecieran en algo a aquellos de la Inglaterra del siglo XVIII, en la que los que capitalistas obsesionados por la acumulación invertían productivamente todo lo que ganaban. La teoría económica clásica formulada en aquella época universalizó una imagen de un empresario industrial, frugal y laborioso, que sería el gran actor de la acumulación y el impulso al desarrollo de las fuerzas productivas. La redistribución regresiva del ingreso tendría sentido porque, olvidándose de lo social, los nuevos recursos puestos en manos de los empresarios irían inmediatamente a invertirse en nuevas máquinas, nuevas instalaciones productivas, nuevas invenciones. Eso garantizaría mayor producción, mayor oferta de bienes y mayor empleo.

Lamentablemente, ese actor hiperdinámico que existió en el siglo XVIII no puede ser encontrado en todo tiempo y lugar.

Claramente no es el caso de buena parte de la alta burguesía latinoamericana, que a pesar de gobernar un espacio geográfico de enorme potencial, no ha sido capaz de promover una acumulación como la que se verificó en las naciones desarrolladas. Hace no mucho tiempo, Aldo Ferrer señalaba con perspicacia que la inexistencia de una fábrica de automóviles genuinamente latinoamericana –a pesar de que existen mercados, científicos, ingenieros, materias primas y capitales disponibles en la región– revelaba debilidades muy fuertes del empresariado regional.

Se trata de un actor social que, a pesar de su lugar dominante en el sistema productivo, no ha sabido conducir un proceso virtuoso de desarrollo. Por el contrario, mantiene en guaridas fiscales extraregionales una masa enorme de recursos (superan largamente el billón de dólares), retirados del circuito productivo regional para eludir la contribución impositiva a sus propios países o para encubrir directamente operaciones extralegales. A este problema debe agregarse que la masiva presencia de firmas multinacionales –que legalmente envían parte de sus ganancias a sus casas matrices– es otro factor adicional que debilita la masa de recursos dedicada a la acumulación local.

La derecha política necesita implantar en el imaginario social la idea de la existencia un empresariado inversor, dinámico, innovador, tomador de riesgo, que está deseoso de producir, pero que es desalentado por las políticas “populistas, dirigistas, estatistas, intervencionistas, desarrollistas”. Si no fuera por el Estado, si no fuera por los políticos demagógicos e incompetentes, este empresariado demostraría todo lo que puede dar en términos de inversiones, exportaciones, empleo, progreso.

La invención de un empresariado innovador imaginario devela la carencia de ese sujeto en la realidad concreta. Y ese sujeto resultaría imprescindible para que políticas de liberalización, desregulación, flexibilización y apertura pudieran ofrecer algunos resultados positivos en términos de acumulación.

El problema concreto para el logro de una “revolución capitalista” en Argentina –cosa de la que se habló abundantemente durante la década del 90, como cuando el canciller Guido Di Tella quiso que el peronismo fuera “el hecho burgués del país maldito”– es que el alto empresariado no ha protagonizado ninguna “hazaña” empresarial de las que deberían lograrse en la “globalización” para lograr legitimidad social: construir grandes conglomerados empresariales, industrias dinámicas, tecnológicamente innovadoras, capaces de competir en el escenario global con posibilidades de conquistar mercados y mejorar las posibilidades de progreso del resto de los argentinos.

Esa revolución capitalista no ha ocurrido, a pesar de los experimentos políticos realizados en nuestro país con el objetivo de crearles a los grandes empresarios las condiciones de “confianza” para generar “expectativas favorables” y consolidar un “clima de negocios” que promueva las inversiones. El alto empresariado ha monopolizando literalmente el poder en manos de sus representantes directos e indirectos entre 1976-1983 y 1989-2001, pero esa convergencia entre poder económico y poder político no provocó ningún vuelco competitivo en sus comportamientos de los últimos 40 años.

Hablamos de hechos, no de interpretaciones. No se ha verificado, a pesar de las experiencias de gobiernos proempresariales, ni más inversión, ni más toma de riesgo, ni menos fuga de capitales, ni más propensión a la innovación, ni menos evasión y elusión impositiva, ni más conquista de mercados externos, ni más creación de oportunidades y “empleos de calidad” para los argentinos.

Por lo tanto, la vieja recomendación económica: “para promover el consumo, redistribuya hacia los pobres; para promover la inversión, redistribuya hacia los ricos” se vuelve inefectiva cuando se trata de promover la acumulación productiva en la realidad histórica argentina. Sin embargo, resulta un argumento discursivamente apto para ocultar claras políticas redistributivas.

Alternancias extremas: ¿porqué no hay políticas de Estado?

Desde la perspectiva democrática es indudable que el pluralismo político es la forma necesaria de funcionamiento del sistema electoral. La posibilidad de la alternancia entre fracciones políticas debe existir para garantizar instrumentos que la población pueda utilizar para hacer valer sus aspiraciones.

Estamos hablando de modelos de derecha y modelos de izquierda, con todas sus variantes intermedias, perfectamente compatibles con la vida democrática. Es posible también, aunque no sea conveniente, pensar la alternancia entre esquemas económicos con sesgos distribucionistas y otros que promuevan políticas concentradoras de la riqueza (aun cuando las secuelas de la pobreza quedan como herencia para todas las gestiones posteriores).

El tema que queremos plantear aquí es, en cambio, lo problemático que resulta alternar entre modelos nacionales y modelos antinacionales.

Estamos hablando de un problema escasamente visitado por la teoría económica y la teoría política: ¿qué sociedad puede oscilar, en forma reiterada, entre gobiernos que la destruyen y gobiernos que la reconstruyen? ¿Cómo soportar la reiteración de gobiernos que la sumergen en la mayor dependencia y otros que intentan construir la autonomía nacional?

¿Es posible la “alternancia”, cada cuatro u ocho años, entre modelos industriales y modelos antiindustriales? ¿Se puede convocar a la inversión productiva y a proyectos de largo aliento y luego de cuatro años modificar las reglas a favor de la producción importada y los capitales volátiles?

¿Es posible la “alternancia” entre modelos de promoción de la ciencia y la tecnología locales y modelos “consumidores” de ciencia y tecnología importada? ¿Podemos convocar cada cuatro años a los científicos, montar laboratorios, invitar a los jóvenes a iniciar las carreras de investigadores, para estrangular luego el sistema público de innovación “por razones presupuestarias” cuatro años después?

¿Es creíble un cambio de orientaciones globales cada cuatro años? ¿Se puede impulsar la integración regional con convicción, privilegiando los intercambios comerciales, tecnológicos y culturales con nuestros países vecinos para luego promover la disolución del bloque regional y su reemplazo en tratados de libre comercio con las potencias centrales luego de algunos años?

¿Qué podría ocurrir si durante un período se decide defender el patrimonio nacional de la tierra –y el agua– poniendo límites a la extranjerización para en el período posterior proceder a vender el territorio al mejor postor internacional? ¿Qué correspondería hacer en la alternancia posterior?

¿Tiene sentido, es soportable, estar alternando cada cuatro años entre un esfuerzo nacional, de desarrollo industrial y tecnológico y otro de orientación opuesta, que entiende al país como un territorio que debe ser conectado pasivamente al mercado mundial? ¿Es viable alternar entre la apuesta por la formación de un espacio de acumulación nacional comandado por sus propios ciudadanos a otra por un espacio de negocios multinacionales cuyo destino reposa en las manos del mercado mundial?

¿Qué resulta de impulsar el despliegue del arte y la cultura nacionales –y por lo tanto el hacer de miles de artistas y creadores– a través de todas sus expresiones y a los pocos años revertir estas políticas, alentando el consumo de bienes culturales producidos masivamente en los grandes centros y por las grandes corporaciones globales?

Da la impresión de que hay una fuertísima tensión entre la dinámica de las instituciones del régimen político formal –que convoca a la renovación de las autoridades nacionales cada cuatro años– y la necesidad nacional de adoptar un rumbo estable que permita desplegar todo el potencial humano, productivo y cultural del país, en beneficio de sus propios habitantes.

Ese despliegue del potencial nacional, en todas las experiencias históricas exitosas realmente existentes en el centro y en la periferia, ha demandado décadas.

Probablemente ese diseño institucional de alternancias partidarias presupone un conjunto de coincidencias socioeconómicas básicas entre las diversas fuerzas que compiten electoralmente.

El problema que debe abordarse es que en el caso argentino el supuesto de la existencia de coincidencias básicas prácticamente no se verifica. No se está discutiendo aquí sobre el valor teórico de la existencia o no diferencias de orientación política, se está señalando la importancia superlativa de abordar la índole de estas diferencias.

La falta de un piso común en el caso argentino se evidencia en la dificultad para formular “políticas de Estado” en serio, es decir, ajenas a los vaivenes políticos convencionales.

No basta que un mandatario o mandataria declare solemnemente que una determinada medida constituye “una política de Estado” si la fracción política opositora –con capacidad electoral– está absolutamente decidida a erradicar esa medida no bien llegue al control del gobierno nacional. Cuando se buscan “políticas de Estado” comunes entre los gobiernos progresistas-nacionales y los regímenes neoliberales-globalizadores no aparecen temas centrales coincidentes entre ellos. La distancia entre las diversas variantes del campo nacional y las variantes coyunturales de la visión globalizadora es tan amplia que reduce el piso común a cuestiones tan mínimas que resultan triviales. Por eso aparece como risible cualquier anuncio de “políticas de Estado” cuando compiten electoralmente proyectos políticos sustancialmente divergentes.

Cuando en el caso argentino se debate como si los proyectos políticos estuvieran meramente inscriptos en la dimensión “derecha” versus “izquierda” se soslaya la dimensión nacional, como si esta estuviera claramente incorporada en el conjunto del arco político.

Se pasa por alto un dato central: los nombres emblemáticos de lo que localmente se conoce como derecha liberal o neoliberal –Alsogaray, Alemann, Martínez de Hoz, Cavallo– no son simplemente personajes conservadores que defienden una visión socialmente retrógrada y excluyente pero en el marco de la defensa de los intereses nacionales básicos.

Se está aludiendo a un espacio local cuyo proyecto político económico coincide con los intereses de las multinacionales y los bancos globales, y con la mirada geopolítica de las principales potencias atlánticas y que colisiona con las necesidades de progreso de la inmensa mayoría de los argentinos. En otros términos: por sus prácticas y por sus visiones, estamos frente a un espacio que no acuerda con los supuestos políticos, económicos y sociales básicos para lograr el desarrollo y garantizar la independencia nacional.

La visión de ese sector social inspiró el experimento económico que se inició en el 76 y que, corregido y aumentado, se plasmó en la las reformas neoliberales de los 90 y la Convertibilidad. La razón por la cual los proyectos de la derecha antinacional terminaron fracasando políticamente es porque expresaron linealmente las demandas de grandes negocios de grupos locales y extranjeros convergentes y no existió en ese espacio social la más mínima vocación ni capacidad ni sensibilidad para incorporar las necesidades de otros actores económicos y sociales (las grandes mayorías nacionales) a su propio proyecto.

¿Cómo gestionar la globalización en los territorios periféricos?

Uno de los mantras permanentes del aparato ideológico neoliberal es el de la necesidad de “seguridad jurídica”. Se nos dice que muchas veces las inversiones no se producen porque no hay “seguridad jurídica” en nuestro país. No se respetarían derechos de los inversores, se les cambiarían las reglas de juego, se les afectarían las ganancias legítimas mediante arbitrarias medidas legales de los gobiernos. Ese mal comportamiento político local retraería la vocación inversora o provocaría requerimientos de superganancias para lograr “seducir” al capital.

La solución al problema de la falta de inversión productiva provendría entonces del recto funcionamiento de las instituciones y de una férrea defensa del derecho, como expresión suprema de las garantías necesarias para que el capital pueda realizar su voluntad inversora.

En realidad, la seguridad jurídica es un eufemismo de la seguridad política. La idea es que una vez concedidas una serie de condiciones muy ventajosas para la rentabilidad empresaria nadie pueda alterarlas. En definitiva, los actuales megatratados internacionales en discusión como el TTP y el TTIP, apuntan exactamente en esa misma dirección.

En el caso argentino, lo que no se analiza es el porqué de esas alteraciones.

Usemos el ejemplo de la Convertibilidad. Se estableció por ley un mecanismo por el cual se respaldaba la moneda local con dólares y se estableció un tipo de cambio independiente de la evolución de los precios internos y de la productividad del trabajo. Dentro de un esquema de endeudamiento sistemático, de dólar barato que propiciaba su compra en grandes magnitudes y libertad irrestricta de movimientos de capitales, la convertibilidad se transformó en una trampa económica explosiva que destrozó el tejido social y productivo y luego se derrumbó.

¿Qué quería decir, en el contexto de la Convertibilidad, la “seguridad jurídica”? ¿Qué las enormes rentabilidades que obtenían todos los agentes económicos que le compraban dólares baratos (subsidiados con endeudamiento) al Estado nacional debían ser respetadas indefinidamente? ¿Seguridad jurídica, en el contexto de contratos leoninos, regulaciones que consagraban insólitos privilegios –como la indexación de las tarifas de los servicios públicos con la inflación de Estados Unidos–, la captura de posiciones dominantes de mercado gracias a arbitrarias concesiones públicas, etc., implicaría que este tipo de situaciones totalmente opuestas a la idea de libre mercado debían continuar eternamente?

Lo cierto es que mientras continuara en el poder el menemismo todos los actores concentrados que habían logrado ventajas –que serían inaceptables en países centrales– plasmadas en leyes y regulaciones públicas argentinas, estarían protegidos.

Posteriormente, el bill de impunidad se extendió al gobierno de la Alianza. Ahora la “seguridad jurídica” no sólo era respaldada por un determinado partido político sino por la misma oposición que lo había sucedido en el gobierno…

La lección histórica que nos dejó el año 2001 es que por más controlado, amordazado y amenazado que esté el sistema político-partidario, si la política económica es inconsistente y por lo tanto avanza por un sendero de desequilibrios acumulativos, al final la “seguridad jurídica”, o en realidad la seguridad política, se termina derrumbando.

Lo que también nos enseñaron aquellos años 90 es que hay un conjunto de factores encadenados con los que se construye la necesaria dominación social para garantizar la viabilidad transitoria de los proyectos neoliberales.

No hay seguridad “jurídica” sin control sobre el sistema político-partidario, de forma tal que se bloquee toda posibilidad de modificación institucional del marco normativo que consagra los privilegios corporativos.

Al mismo tiempo, no hay posibilidad de control efectivo y estable sobre el sistema político-partidario si hay movilización popular. La fluidez del cuadro social siempre crea condiciones para la irrupción de partidos o líderes o movimientos capaces de encauzar las poderosas aspiraciones sociales que exceden lo que los proyectos neoliberales pueden ofrecer.

Mantener al sistema político en el redil de la convalidación permanente de los intereses de las corporaciones implica asegurarle al personal político que su lugar de “gestores” estará garantizado por la pasividad de votantes domesticados y de una ciudadanía de bajo perfil.

A su vez, esa apatía, ese desinterés, esa desafección se puede lograr con un trabajo sistemático, extendido, a través de los medios de comunicación –en el sentido más amplio posible– para reeducar la mirada del común hacia el escepticismo, la despolitización, el individualismo o el amor al amo.

En otros términos, la demanda de seguridad jurídica encierra, bien entendida, un sistema de garantías que atraviesa todo el cuerpo de instituciones públicas y privadas e implica por lo tanto el avance hacia un régimen de dominación social profundo. La “seguridad jurídica”, o sea la consagración “de jure” de los privilegios del gran capital, se ha logrado en numerosos países en las últimas décadas construyendo falsos sistemas bipartidistas que encubren un partido bifronte de las corporaciones, con apariencias plurales creíbles que permitan capturar el voto mayoritario de la población. En esos casos, las “políticas de Estado”, en las que “todos coinciden”, son las políticas de las fracciones corporativas dominantes. Sobre esas cuestiones no hay disputas, y el sistema político-partidario protagoniza enfrentamientos sobre otros tópicos que no rozan el régimen económico social consagrado.

Presente inminente

En la Argentina actual la construcción de un sistema de dominación integral al servicio del proyecto de la derecha globalizadora requiere la conformación en los próximos años de un sistema político-partidario que, en vez de tener el prerequisito de la fidelidad básica a los intereses primarios de la nación, construya su núcleo de coincidencias básicas en torno a la ideología de la globalización: garantizar negocios para el capital global –con su fracción local asociada– y luego gestionar las instituciones para que “administren” la vida política de forma tal que “naturalice” el panorama social, territorial y ecológico que quede como residuo de la acumulación privada transnacional.

Por la vía contraria, la afirmación de un proyecto nacional y progresista requiere en forma urgente la clarificación de una serie de temas sustanciales en los espacios políticos, sindicales, culturales y académicos que forman objetivamente parte del campo nacional.

La derecha antinacional ha mostrado en las últimas décadas una voluntad de poder y una decisión de transformación enormes y si bien ha fracasado por la incongruencia de sus programas económicos, ha dejado instaladas graves hechos consumados en el terreno productivo, financiero, ideológico y social que restringieron la libertad de otros gobiernos para cambiar drásticamente de rumbo.

En un contexto mundial donde la globalización como proyecto hegemónico de las corporaciones y el capital multinacional está perdiendo fuerza y poder de apelación, la construcción de un nuevo proyecto gubernamental nacional deberá ser capaz de desplegar tanta voluntad de poder y de vocación transformadora como ha mostrado la derecha neoliberal, pero además deberá estar dotado de la iniciativa política necesaria para garantizar en forma permanente que el país sea vivible para todos sus habitantes.

(*) Licenciado en Economía por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Relaciones Internacionales por FLACSO. Investigador y docente en la UBA y en la UNGS (IDH, Área de Política).

El artículo original se puede leer aquí