El mundo ya cambió y es muy grave andar pensándolo en clave dicotómica. Y en Colombia una vez más pasó. La sociedad más polarizada consiguió lo que parecía imposible: polarizarse más. Esa breve diferencia de 55.000 votos, es la enorme brecha que ahora nos distancia.

Es la repetición de nuestra historia: liberales o conservadores, hombres o mujeres, campo o ciudad, guerrilleros o paramilitares, blancos o negros, honestos o corruptos, damas o putas, machos o maricas, paisas o rolos, cartel de Cali o cartel de Medellín, indígenas o campesinos, pacífico o caribe, Shakira o Juanes, James o Teo, champeta o regetón y ahora le damos la bienvenida al inquisidor diccionario dicotómico de nuestra historia al ya tan famoso: ‘sí’ o ‘no’.

Colombia es un territorio repleto de heterogeneidades, atravesado por una topografía tan compleja como su idiosincrasia, en el que en unas pocas horas en avión es posible sumergirse en el caribe más tropical y profundo o llegar a la altura fría y ancestral de Los Andes.

La mayor coincidencia de toda la cultura colombiana es justamente su heterogeneidad, lo que todo el pueblo colombiano tiene en común es justamente lo que más le incomoda: la diversidad. Y en ese orden es que históricamente se ha procurado homogeneizar, si no se es lo uno, se será lo otro, pero alguna de dos se tendrá que ser.

En Colombia se impuso el ‘no’ porque la violencia, para muchos, es una zona de confort, entendiendo que hacen parte de esa fracción quienes votaron por el ‘no’ así como la enorme cantidad que no fue a votar. Medio siglo en guerra es un decir. Colombia desde su más prístina formación no ha vivido un año en paz, estuvimos frente a una elección de lo que no conocemos, nos hicimos pis encima, resultado: mejor nos quedamos con lo que conocemos.

Y para que todo lo anterior cobre sentido y legitimidad social, se apela a su construcción de la otredad, esa que le da marco al ordenamiento de su propio mundo. Articulando lógicamente los conceptos de su imaginario para que la lectura de Colombia para los colombianos y las colombianas encaje en donde cada quien considera que tiene que encajar.

Es necesaria la existencia de ése otro antagónico para redefinirse, es necesario que exista ése que nos diferencia y que marque la frontera de lo que son nuestros límites. El otro es todo lo que no soy yo y ese otro en Colombia puede estar encarnado por muchos pero al final entraran todos en el mismo saco –o fosa común-.

Es necesario que exista el subversivo, el enemigo, el guerrillero. La clase dominante en Colombia (financiera, política, territorial, cultural, religiosa y gubernamentalmente hablando) necesita de manera imprescindible a quien demonizar, subordinar, disciplinar y con ello a quien culpar, criticar y señalar. De paso ése mismo otro se va configurando en el blanco a quién condenar, violar, desplazar y descuartizar. Porque lo peor del otro es justamente lo que da sentido a la virtud propia. La sociedad colombiana ya ni siquiera se mira en espejitos de colores, directamente se saca selfies.

La falta de equidad de lo indignante ya es vulgar. Ese desfase tan arraigado necesita apoyarse en una costumbre que lo sostenga. Y este conflicto tan antiguo y ambiguo no es otra cosa que la consecuencia de mantener esa inequidad. Todo comenzó por la tierra y sigue siendo ése el objeto por el cual dejamos pasar el tren: el acuerdo implicaba devolución de tierras a campesinos desplazados, esas tierras ahora están en posesión de grandes hacendados que las usurparon y tienen vínculos con grupos políticos y armados.

Se desmanteló otra realidad, y es el enorme error de seguir creyendo, haciendo creer y dejándose convencer de que las FARC son la causa de todos los males, cuando en realidad son como tanto en Colombia, una consecuencia más.

Entiéndase con todo lo anterior que Colombia responde a una sociedad altamente violenta y clasista, en la que si se es pobre, negro, campesino, rebelde, mujer, madre soltera, desplazado, homosexual o travesti usted tendrá tres opciones: 1.irse lejos, al autoexilio si es que puede, 2. que lo maten, 3. que lo dejen vivir pagando el alto costo social, económico, cultural y político que ello implica.

Y todo esto justamente por que prima la necesidad de dominar, ejercer el poder sobre el otro y eso se consigue negándole la humanidad, deshumanizar al otro ha sido la clave para mantener el conflicto, para que el silencio prime en ése porcentaje de pueblo que votó un ‘no’ y que no fue a votar sin detenerse a recordar que las zonas de conflicto son las que han visto bajar los cuerpos hinchados de gente asesinada flotando por los ríos.

Es una necesidad aprehendida en la sociedad colombiana el dar órdenes, mandar, normativizar y disciplinar, por eso nos enseñan tantos modales. En Colombia hay una increíble capacidad innovadora en las atrocidades más espeluznantes a la hora de matar gente pero lo importante es ser ‘alguien de bien’, ir a misa todos los domingos y tener modales en la mesa, uniformados, calladitos y prolijos. Implementar ese método en una sociedad tan diversa y que pone a prueba todos los sentidos, se convierte en una bomba de tiempo –o en un coche bomba-.

Lo que no se logra cuando se busca la homogeneidad en la diversidad es justamente la equidad. Lejos estamos de ello en Colombia, un muerto blanco y de una familia clase media alta de una capital no vale lo mismo que el resto.

La posibilidad de cambiar las cosas estuvo ahí. El lunes 3 de octubre de 2016 a la mañana todos los colombianos y colombianas nos despertamos con una extraña sensación. Independiente del voto en urna, algo cambió, sin duda. Ya veremos con el paso de los días qué. Otros aspectos quedaron al descubierto, se cayeron muchas máscaras y quedamos desvestidos en medio del desierto de nuestra historia, mirando a ver dónde es que queda el oasis más próximo.

Si el resultado hubiera sido el contrario, indefectiblemente nos estaríamos enfrentando a la misma cantidad de incertidumbres, pero la rabia y la decepción de una parte de la población se traducirían en el entusiasmo del inicio. Como esa vertiginosa emoción de un primer beso. Así, igualito. Si el resultado hubiera sido el contrario, el compromiso de las partes y de la comunidad internacional como fiscalizadora sería enorme, el de los votantes por el ‘Sí’, también.

Pero lo que pudo haber pasado con los que eligieron la zona de confort, que es el conflicto, ni siquiera se puede imaginar. En ésa gente habita el miedo, en ésa gente está la prueba de lo nefasto que han hecho los oligarcas sectores controladores de la sociedad colombiana. Es más cómodo seguir mirando muertos por televisión que tener que mirar de frente a los muchachos desmovilizados de la guerra, sociedad mezquina que prefiere el fusil al plato de comida.

La paz trae libertad y la libertad asusta porque es una gran responsabilidad. Ser libre es tomar las riendas de la vida propia y de la sociedad en que se habita, es ser responsable de lo que se hace y lo que se dice, es jugársela y tomar partido, es acertar y errar, es gritar, polemizar, aceptar sin dejar de ser uno y sin querer cambiar al otro, es como ir a la cancha y dejar de mirar fútbol por televisión. Para la paz y la libertad se requieren altos niveles de lucidez, pero un gran sector de la población colombiana sigue narcotizada, y es que a veces es más cómodo posar para la selfie que sostenerle la mirada a ése otro al que durante tanto tiempo se le asesinó y se le sacaron los ojos.


Disculpen la molestia.