Por Miguela Varela e Ignacio Vila para Revista PPV

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), cerca de 925 millones de personas sufren hambre en el mundo. Este dato es aún más preocupante si tenemos en cuenta que en el mundo se produce más alimento que nunca: la producción actual podría abastecer a 9000 millones de personas con una población mundial de casi 7200 millones. La forma en que se producen, comercializan y consumen los alimentos, nos ayuda a comprender el porqué de esta situación. En los últimos 40 años, el tmundo ha comenzado un ciclo de aumento de la concentración de la riqueza y de pauperización de los sectores asalariados, con un fuerte crecimiento de la faz financiera de la economía mundial, en contraste con la caída relativa de la economía real. Esta situación se ha profundizado tras la crisis internacional originada en 2008 con la caída de Lehman Brothers.

Se estima que para el año 2020, Argentina, uno de los principales productores mundiales, producirá alimentos para 600 millones de personas. Esto implica que nuestro país tiene un rol fundamental en el cumplimiento de las metas de la seguridad alimentaria mundial, es decir, frente al acceso igualitario a los alimentos seguros para cubrir las necesidades nutricionales de la población mundial.

En este contexto, el cooperativismo argentino debe ser protagonista en la producción de alimentos para garantizar la diversificación en la producción, la sustentabilidad medioambiental y la fijación de precios por fuera de la lógica de la especulación.

La producción de alimentos en la era de la globalización

La producción de alimentos en manos de las empresas multinacionales ha transformado al mundo en una gran cadena de valor internacional, donde los países se han convertido en eslabones, y la maximización de la rentabilidad, en el objetivo final. Esta dinámica, limita el desarrollo autónomo de los Estados que pretenden industrializar su ruralidad, ya que las firmas trasnacionales son, finalmente, las que deciden qué rol juega cada país en el proceso de producción de los alimentos, por lo que los estados han perdido soberanía en este ámbito.

Argentina es un país al que, dentro de esta cadena de valor internacional, le han asignado el rol de productor de materia prima con bajos niveles de agregado de valor. No obstante, en la Argentina de los últimos años han surgido diferentes políticas públicas generadoras de espacios de soberanía, y han impulsado la producción de alimentos con valor agregado con el objetivo de aumentar el empleo y el desarrollo de las economías regionales, de manera independiente de la estrategia de las multinacionales. Sin embargo, desde hace unos meses la orientación económica de nuestro país se ha modificado drásticamente dando un lugar preponderante a las empresas multinacionales en el proceso de toma de decisiones nacional. El “Proyecto de Ley Monsanto de Semillas” elaborado por el actual Ministro de Agroindustria, Ricardo Buryaile, refleja claramente las intenciones del nuevo gobierno: consolidar el agronegocio a través de la entrega de las semillas a las trasnacionales, avasallando los derechos de los pequeños productores  y condicionando nuestro sistema alimentario. Todo esto en un contexto ideal para la fuga de capitales y la concentración económica.

De esta manera, han quedado definidos, y en permanente disputa, dos modelos de producción, industrialización y comercialización de alimentos: el concentrado, ligado a los intereses de las multinacionales, y el solidario, vinculado a las comunidades locales y al desarrollo autónomo y soberano de la Nación.

La presencia del cooperativismo en la producción de alimentos argentinos refleja una fuerte participación. En términos sectoriales, la producción de granos y arroz representa aproximadamente el 20%, de yerba el 25%, de lácteos el 26%, de miel el 7%, de vacunos el 8%, de vino el 16%, y de tomate el 20%, entre otros. Además, las cooperativas introducen en la dinámica económica sus prácticas democráticas y sustentables en un modelo de negocios marcado por la concentración y que, actualmente, se caracteriza por ser ajeno a las metas de la seguridad alimentaria. En la misma línea, las entidades solidarias, tienen un impacto social positivo en diversos sentidos: se trata de organizaciones que no pretenden fugar sus utilidades sino reinvertirlas para mejorar sus procesos productivos. Además, generan un desarrollo más equitativo en la distribución de los excedentes, generando impactos sociales positivos y agregando valor en origen a los productos primarios.

Teniendo en cuenta estas definiciones, es fundamental que el cooperativismo argentino consolide su participación en la producción de alimentos agregando valor en origen, controlando cada vez más cadenas de valor, incorporando tecnología y afianzando sus prácticas democráticas, en pos de alcanzar las metas de la seguridad alimentaria. De otro modo, la lógica de las grandes compañías, seguirá apuntado exclusivamente a la maximización de sus ganancias. Sin embargo, dicha tarea no es únicamente responsabilidad de las cooperativas. Es también la máxima organización mundial, la Alianza Cooperativa Internacional (ACI), la encargada de promover la producción y comercialización de los alimentos cooperativos para así consolidar la seguridad alimentaria a nivel global. El movimiento de la Economía Solidaria tiene su oportunidad histórica.

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