Por Carol Murillo Ruiz

Al parecer ya tenemos pautas de uno de los niveles en los que se conducirá la campaña electoral en Ecuador. La irracionalidad comandará la idea de que para desmontar todo lo hecho en estos 10 años es preciso acudir a prácticas difamatorias que pongan en duda cualquier acción política.

Hace un tiempo, en una de las calles del centro-norte quiteño, dos mujeres –al parecer foráneas- entablaron una disputa por la atención y exclusividad de un hombre que las acompañaba y que, además, miraba divertido cómo una de ellas retaba a la otra a pelear en plena acera. En pocos segundos los golpes empezaron y la gente se aglomeró para tener el mejor ángulo del duelo.

Unos policías municipales, también mirones, por fin se animaron a separar a las jóvenes que por agresión principal tuvieron halarse de los cabellos y llevar -con rabia- sus cabezas contra el pavimento. El gozo del público no podía ser más patético e irónico. Una pelea entre mujeres conlleva un particular morbo que abre las compuertas de la risa, de la impudicia, de la burla, del pecado, del castigo y del desprecio. Una riña entre féminas es la constatación de que el mundo todavía ofrece distracciones repletas de pasión…

Recordé esta escena porque las peleas de mujeres tienen distintos contextos y la política –como actividad motora de nuevos derechos- ha hecho que las discusiones y las diatribas tengan la sal de unas acciones (¿actitudes?) que solo pueden provenir de mujeres. A veces triunfa la noción de que, tratándose de mujeres, lo referido a lo sexual (las luchas de género, por ejemplo) degrada el talante general de una dama; pero si no lo hacen, terrible paradoja; más posibilidades existen de absolutizar su real función social (solo la reproducción). Sin embargo, no hay motivos que determinen el desencadenante de las reyertas -físicas y verbales- entre ellas, sobre todo si no son mujeres cultas, educadas o formalitas.

Pero ¡oh sorpresa! Las cultas también pelean. No solo son las chicas -antes mencionadas- que se disputan al individuo que les ayuda y escolta en la venta de drogas, ¡no! Son también esos pleitos que tienen por foco la impalpable moralidad pública. La finura del asunto no exime a las féminas de los derrapes verbales; porque el afán es sentar un precedente de que hay cosas que merecen la vindicta pública en una sociedad que siempre lo olvida todo.

Lindo deseo; pero la irracionalidad del hecho –la pelea hembruna- no alcanza para percibir aquello que la evolución social ha tachado de violento: cuerpo y palabra (en medio de golpes concretos o figurativos) son armas de altísima combustión política, que no dirimen el viejo mito de la paz social. Ergo, un altercado entre mujeres no deja de ser otra trampa de la violencia simbólica que tantas querellas argumentales y muertes han costado a las propias protagonistas de estos escándalos a lo largo de la historia.

Si la lucha política va por ese sendero, entonces reservemos palcos para ver, con inútil morbo, la nueva lucha libre de ciertas mujeres que ponen cuerpo y palabra a falta de fuerza y cacumen en sus espíritus.

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