Por Cristián Loyola

Hoy, estando en el estacionamiento de un cementerio, mientras una persona a la que acompañé ofrecía en el interior del camposanto sus respetos a su padre, vi un grupo de niños, cuatro para ser exacto, amigos que en alegre ruleta se turnaban para «cuidar» los automóviles y camionetas que iban llegando abordados por deudos que también, como mi amistad desde hacía un rato, acudían allí para visitar a sus familiares que ya habían realizado su «pasamento».

Imagine el cuadro. Llega el vehículo y se estaciona. Uno de los amigos esperando a un metro de la puerta del conductor, al salir éste del habitáculo le ofrece sus servicios de cuidador oferta que 9 de 10 visitantes del cementerio aceptaban, pagando a su regreso una propina cuyo valor para los efectos de este relato no viene a cuento.

Pues bien, al cabo de unos 60 minutos los niños se reúnen precipitada y repentinamente. No hay líder, es evidente que todos deciden, digamos, el destino del grupo.

El de mayor envergadura física toma la palabra: «ya, que cada uno saque la plata que tiene en los bolsillos». Los cuatro ejecutan el ritual con una sincronía tan precisa como espontánea y depositan el dinero recaudado hasta ese entonces en el suelo arcilloso, a la sombra de tres enormes eucaliptos.

Mientras dos de ellos, luego de sacar el dinero, tratan de meter el género de sus bolsillos hacia el interior del pantalón, quien tomara la palabra cuenta el conjunto de lo reunido entre todos. «Tenemos 6 lucas y tres monedas de cien», es su cómputo final.

Un segundo da su parecer: «es poca plata, weón». El más pequeño retruca: «y pa´qué queríh máh plata, con eso nos alcanza demáh». Todos aceptan aquello como verdad, mezclando sonrisas de satisfacción por lo que parecía ser un gran resultado y por las posibilidades que esa suma les aseguraba.

Recogieron el dinero entre todos, quedando uno de ellos a cargo de llevarlo consigo, y se alejaron bromeando y riendo. Los vehículos estacionados quedaron bajo la atenta mirada de los eucaliptos circundantes.

Mientras les miraba alejarse, vi que mi amistad venía saliendo por el portón principal del cementerio. Iniciamos el camino de regreso. Doblando por la calle para alejarnos del lugar, íbamos en solemne silencio cuando logro divisar a los cuidadores disfrutando de helados y bebidas. ¿Qué otras cosas pueden llenar la mente de niños de nueve o diez años?

Lo cierto es que me encantó ver cómo los niños tienen clara una cuestión tan básica como ausente en nuestro país: que todos participaran del proyecto de reunir fondos, lo democrático y honesto del ejercicio de vaciar sus bolsillos individuales tras un objetivo de grupo, el desapego a conseguir más plata de la que necesitaban para ese divertimento que tenían planificado, rechazando el lucro aún a esa pequeña escala para conformarse con un monto «que alcanza demáh», y la felicidad, plenitud y justicia del reparto y de la amistad compartida en torno a un objetivo común.

Le dije a mi acompañante que los niños tenían clarito cómo hacer las cosas. Ella estuvo de acuerdo.

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