Por Marcela Latorre*

Es cotidiano encontrarnos con lienzos que hablan de la excelencia académica en liceos y colegios, todos quieren ser los “mejores” en los resultados, sin importar los procesos y menos, los seres humanos a los que están “orientando” para el futuro.

Así, la competencia es feroz y desde pequeños, los niños viven esa carrera por la excelencia, experimentan el tener que ser mejores que los compañeros y ven en la televisión una gran cantidad de programación de concursos que dejan en el camino a esforzados participantes.

Ese es el enfoque, la concepción de ser humano de un ser competitivo, que lucha por surgir. Por ejemplo, el Ministerio de Educación de Chile entrega una Beca de Excelencia Académica, premiando a los que tienen las notas más altas de su generación con financiamiento para estudios superiores. Para postular, es necesario pertenecer al 80% más vulnerable del país. Esta medida profundiza la competencia y la exigencia, llevando a niveles de estrés altísimos a niños y adolescentes que ven en ese esfuerzo la única oportunidad para surgir, siendo que la educación debería ser un derecho universal.

Entonces, la creencia es que hay que luchar y esforzarse para salir adelante, pero… ¿Con quién hay que luchar? ¿Por qué algunos deben esforzarse tanto y otros no? En definitiva ¿Por qué hay que sufrir?

Hace poco veía con mi hijo un programa para niños que es una competencia de cocina. Los niños tienen un tiempo determinado para preparar sus platos y tres chef los analizan y opinan como si fueran los únicos que tienen el paladar que tiene la verdad del sabor. A pesar de que intentan tratarlos bien, los niños están tensos cocinando para poder terminar de hacer lo que van a presentar, después están tensos al escuchar los comentarios de los “sabios” y finalmente, son algunos los que llegan al final y uno solo gana. Obvio, es una competencia. Pero ¿qué pasaría si el programa fuera al revés? ¿Si en vez de ir saliendo concursantes, se fueran sumando y aportando al conjunto? Imaginémonos; llega un niño y pone lo que sabe al servicio de un plato, luego llega otro con nuevas ideas y así siguiendo, hasta armar el plato más delicioso, nadie se estresa y todos participan con ideas y creatividad. Los “sabios” valoran lo bueno del plato, enseñan nuevas técnicas y los errores son vistos como aprendizaje y no como equivocación que puede dejarlos afuera. Aprenden ellos y aprende el público.

Recordé unas jornadas de juegos no violentos donde hacíamos las sillas musicales al revés, en vez de que salieran niños, salían sillas y finalmente todos debían sentarse en la última que quedaba, propiciando la colaboración, esta actividad no era menos entretenida que la tradicional, todos terminaban contentos, riéndose, en la versión original siempre termina alguien llorando por ser empujado. En el programa de los chef siempre hay niños que terminan llorando.

Se trata entonces de un cambio de mirada, de mirar esa creencia de que somos seres competitivos y ver que es muy simple descubrir que somos colaborativos y que esa postura nos hace bien. Hace unos días un grupo de niños se bañaba en la piscina, el juego era ver quien duraba más debajo del agua y comenzaron a hacerse trampas para ser el mejor. Les sugerí que en vez de hacer una competencia tuvieran un objetivo común, entonces entraba uno al agua y todos contábamos, cuando él salía entraba otro y seguíamos contando y así siguiendo, descubrieron que si invitaban a más amigos llegaban más lejos y estaban felices haciendo nuevas metas conjuntas. Cada niño intentaba mejorar para ayudar al resultado del grupo y no para ganarles a los otros.

La competencia tiene que ver con un modelo económico, con un sistema que impone creencias y que busca la individualidad. Pero como realmente no somos seres competitivos, de apoco se asoman nuevas iniciativas de educación colaborativa, los jóvenes se apoyan por las redes sociales, hacen grupos de huertos urbanos, se ayudan a construir centros culturales y casas sustentables. Comienzan a haber comunidades educativas donde las notas y calificaciones no existen y el aprendizaje pasa a tomar la prioridad, resurge lo que somos y no lo que nos quieren imponer.

En un “video – experimento” que circulaba por youtube, aparecían tres niños desconocidos, con tres platos tapados, les pedían que los abrieran al mismo tiempo. Al hacerlo, dos tenían un sándwich y uno no, sin analizar, ni ponerse de acuerdo, ni conversar, los niños que tenían pan, lo compartieron con el otro y todos comieron contentos.

Otra historia conocida es esa donde un antropólogo estadounidense va a África y se pone en un lugar con una canasta de frutas, al otro lado hay un grupo de niños. Él les dice que el que primero llegue a la canasta ganará todas las frutas. Los niños se toman de las manos y corren todos juntos. Él se quedó impresionado y les preguntó por qué habían hecho eso. Todos contestaron que no eran felices si no estaban todos contentos.

Humberto Maturana señala sobre este tema que “la competencia efectivamente implica la negación de lo que uno hace, porque uno hace las cosas en función de lo que hace otro. Lo que guía mi hacer no es lo que yo quiero, sino lo que el otro hace”.

La Corriente Pedagógica Humanista Universalista (CoPeHU) considera las 5 Llaves del Aprendizaje como una forma de apoyar la educación, estas son: el afecto, el buen humor, la atención, el ambiente adecuado y el diálogo generacional. Con competencia es muy difícil que el aprendizaje sea significativo, con colaboración se genera una condición propicia para que las niñas, niños y adolescentes disfruten de aprender y quieran saber cada día más.

Entonces, crear ambientes colaborativos nos ayudará a crear un futuro con ganas de aprender, un futuro que nos abre posibilidades y no que las cierra, un futuro que nos hará sentirnos libres y no negando lo que queremos hacer, un futuro que suma y no que resta.

*Marcela Latorre es actriz, periodista, pedagoga teatral e impulsora de la CoPeHU (Corriente Pedagógica Humanista Universalista)  en Chile.