Desdibujó su rostro- podía hacer eso- para que nadie lo viera. Borró su voz y su color, y casi toda su forma de ser. Dejó, eso sí, sus ojos: necesitaba ver.

Así escondido, como si fuese un nadie en ningún lugar, espió la realidad. Se enteró de lo que quería saber y lo que no, de lo que esperaba y lo que jamás hubiera imaginado; y también de cosas que preferiría olvidar.

Una vez que averiguó lo que le pagaban por averiguar, habló para inventarse una nueva voz. Después, frente al espejo, creó un nuevo rostro que vestir.

Y, finalmente, imaginó una personalidad para mostrarse ante los demás.

Cuando terminó, se preparó para ir a ver a sus jefes. Creyó estar a salvo. No notó que detrás suyo los ojos de un retrato parpadeaban.