Me encontré con un cura mexicano de 70 años, apasionado y radical, que se ha convertido en el mayor protector de los migrantes que cruzan México camino del sueño norteamericano.

Por Gumersindo Lafuente

Vine a Medellín, desde donde les escribo, a la Fiesta de los Premios Gabriel García Márquez, esperando retomar apasionadas conversaciones sobre el oficio del periodista con colegas de América Latina. Y nada más llegar, en la recepción del hotel, pantalones y camisa blanca, crucifijo de madera al cuello, me encontré con un cura mexicano de 70 años, apasionado y radical, que se ha convertido en el mayor protector de los migrantes que cruzan México camino del sueño norteamericano.

Alejandro Solalinde fue un cura normal de aldea durante 30 años. Bueno, quizá tampoco tan normal. Era también psicoterapeuta familiar y un firme heredero del espíritu del Concilio Vaticano II.

Pero un día decidió que tenía que buscar otra cosa, algo nuevo que llenase sus últimos años de vida, un lugar sencillo para vivir y morir, mientras se ocupaba de algo muy diferente a dar misas todos los días. Y se fijó en los migrantes, esas personas que cruzan México, procedentes sobre todo de Centroamérica, buscando la frontera con Estados Unidos para dar el salto a una vida mejor.

«Hoy todos hablan del tema, pero hace diez años era un mundo olvidado y decidí conocer de primera mano qué estaba pasando con ellos. Me dediqué a perseguir a la policía que perseguía a los migrantes y enseguida empecé a darme cuenta de la realidad: en México hay una enorme violencia contra ellos».

A pesar de la presiones, las detenciones, incluso las palizas, Solalinde siguió adelante y fundó un primer albergue, Hermanos en el Camino, en Ciudad Ixtepec (Oaxaca), para darles comida, refugio, atención sanitaria, psicológica y asesoría jurídica. Y en el primer año de trabajo pasaron por allí más de 60.000 personas.

«Y comprobé que el Estado Mexicano es cínico, corrupto, hipócrita. Que en la Iglesia Católica hay grandes omisiones. Que el capitalismo es barbarie. Que en muchos casos las autoridades comercian con los migrantes. Primero los retienen, y luego chantajean a las familias pidiéndoles dinero para liberarlos. Y claro, tras diez años así me fui radicalizando».

Solalinde, un hombre sencillo, delgado, tranquilo y de palabra suave, se acabó convirtiendo en un gran dolor de cabeza para los políticos mexicanos. No solo ha construido más albergues (ahora son ya cuatro, con una casa especial -Menores en el camino- para niños y jóvenes que viajan solos) también impulsa una gran labor de agitación en defensa de los derechos de los migrantes. Foros, conferencias, entrevistas, viajes, todo vale para lograr que el Estado mexicano deje de tratarlos como delincuentes.

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