Tomé una flor del florero y la sacudí un poco, dejando caer algunas gotas en el suelo. Ella me miraba y sonreía, pero no decía nada. Yo ya sabía lo que sucedía: le daba el jazmín y ella, primero su mano y progresivamente el resto de su cuerpo, se desvanecía. Solo quedaban sus ojos, flotando brillantes por unos segundos, y luego también desaparecían, dejándome solo en la oscuridad de mi cuarto.

Y al día siguiente me repetía que no, que “hoy no lo voy a hacer”, pero siempre estaban ahí mi amor evanescente, mi cuarto, y las flores en el florero.

Todos saben que las flores son el amor y el tiempo y la vida y la muerte y los gestos y la naturaleza y la belleza y la decrepitud y los sentidos y finalmente, como son todo eso, no son nada. Y me lo repetía, pero ahí estaba.

– Tenías razón- le dije primero.- Pero yo también.

Le di la flor y la tomé de la muñeca. Iba a irse, como siempre, pero quería sentirla hacerlo. Como un adiós.

– Tenías razón, pero pudiste no tenerla- agregué.

Reapareció, por unos minutos, y me dedicó una última mirada. Todo su cuerpo parecía prenderse y apagarse como una luz averiada. Ya no estaba ni de un lado ni del otro, no del todo.

– Es que a veces es uno el que elije la realidad, entre todas las verdades posibles.

Aún intermitente, se acercó al florero y dejó el jazmín en el agua. Dejó caer una lágrima creyendo que yo no la notaría.

– Chau- llegué a susurrarle, mientras se apagaba junto con el perfume.

Cuando se fue por última vez planté una semilla en mi jardín. El jazmín crece, más alto y fuerte cada día.