Hay mil películas mostrando todas las maneras en que todo puede irse a la mierda. Los zombies ya están acá, y tenemos la cura… pero preferimos dejarnos morder porque ¡que rico que es comer cerebros sin que nadie te diga nada!

No sé si me persiguen pero escapo. Me pregunto si ya me habrán mordido, y en qué medida lo zombie ya corre por mis venas. Igual, escapo.

Otra vez en la calle aquella, la que es toda circular y me lleva a correr y correr y correr y correr para llegar de nuevo al mismo lugar. Unas veces es la luna la que me mira, con el eterno vacío de saberse sin luz propia. Otras son vos y los demás, que son vos y los demás porque están en mí pero sin mí.

Cuando me canso me entretengo con el humito que se forma cuando respiro. Tanto me divierte que me dejo caer por un abismo en el que solo existen las formas efímeras, los músculos cansados, y la procrastinación.

Y los humitos se materializan. Se acumulan. Se me amontonan con todas las cosas. Y aunque me rodeen, me aplasten, me escondan, sigue haciendo frío. Me acuerdo de cuando aprendí a hablar. O cuando aprendí a tocar el timbre. Aprendí muchas cosas pero la más importante fue aprender a andar en bici sin manos. La más importante, no la más útil. Es sangre.

Es sangre lo que corre por mis venas. No es veneno. Ni es vacío.

Encaro al zombie que me persigue y descubro, en lo que queda de su rostro, el gran parecido que tenemos. Me muerde pero ya soy inmune.

Ilustración de Chenzo