Lo mismos que defendieron políticas que han traído más pobreza y precariedad afirman que ‘no podemos permitirnos’ disfrutar de derechos fundamentales.

Este modelo de desigualdad económica busca la uniformidad cultural para reducir a los seres hablantes a meros objetos sustituibles.

Por Olga Rodríguez para eldiario.es

Las mismas voces de ‘expertos’ que defendieron las políticas creadoras de la burbuja inmobiliaria, que fallaron en sus pronósticos sobre la crisis y que en 2011 dieron por buenas las promesas de Rajoy, son las que ahora claman al cielo alertando sobre los males que supondría un cambio en las políticas económicas. Son las mismas que siguen sosteniendo que la acumulación de la riqueza en pocas manos es riqueza para todos.

De los programas políticos se puede decir mucho. El PSOE habló de pleno empleo en 2008, el PP dijo en 2011 que crearía 3,5 millones de puestos de trabajo y Rajoy incluso afirmó aquello ya  famoso de: “¿Medidas para crear empleo? La verdad es que me ha pasado una cosa verdaderamente notable, que lo he escrito aquí y no entiendo mi letra”.

Poco sabemos aún del programa electoral del PP o del PSOE para las próximas elecciones, pero se pone la lupa y se exige todo lujo de detalles sobre los programas que confeccionan aquellas formaciones políticas percibidas como amenaza por una élite que en pocos años ha acumulado aún más riqueza. ¿Cómo? A base de eludir impuestos, tributar al 1% a través de sicavs o beneficiarse de no tener que pagar por su patrimonio. No hay más que analizar el caso de la difunta duquesa de Alba, que pudo permitirse dejar un 90% de su herencia fuera de la recaudación fiscal.

Participando recientemente en un seminario sobre desigualdad organizado por la Fundación  Nuevo Periodismo García Márquez y la ONG  Intermón Oxfam –que ha publicado recientemente un  imprescindible informe al respecto–, algunos ponentes reflexionábamos sobre la deriva del modelo económico actual, secuestrado por los intereses de las élites: lo que en otro tiempo fue aceptado como normal –el fomento de servicios públicos de calidad, la redistribución de la riqueza, impuestos progresivos y muy elevados para las mayores riquezas– ahora es contemplado como una escandalosa radicalidad, a pesar de ser estas las medidas que combaten la pobreza y la desigualdad.

Se camina además hacia un “capitalismo patrimonial” –nombrado como tal por Thomas Piketty, experto mundial en desigualdad de rentas y patrimonio–, en el que las altas esferas de la economía están dominadas por los ricos y también por los herederos de esa riqueza. Un buen ejemplo es nuestro país, habituado a despreciar la meritocracia y a premiar más el nacimiento que el talento y el trabajo.

El llamado Consenso de Washington en los noventa dio rienda suelta a la liberalización y desregulación rápida y violenta de los mercados mundiales, con medidas que facilitaron la apropiación por desposesión en claro perjuicio de los países más débiles, para los que el FMI defendía ya entonces privatización de servicios básicos o el impuesto del IVA en un producto tan fundamental como el agua en África.

El modelo actual se basa en una huida hacia delante. Para sostenerse necesita eliminar el Estado de bienestar ahora también en países del sur de Europa, mientras mantiene herramientas que permiten a los que más tienen la elusión fiscal masiva.

Para calmar los ánimos, en las Cumbres del G-20 de Washington y Londres en 2008 y 2009 se manejó un concepto ya de por sí bastante paradójico: refundar el capitalismo. Aquella promesa venía acompañada de otra, incumplida hasta hoy: la de acabar con los paraísos fiscales.

La respuesta de por qué se siguen aplicando políticas que solo benefician a los más ricos es porque no hay voluntad de cambiarlas. Pero claro que es posible modificarlas. Sin embargo, quienes quieren agitar el miedo ante la posibilidad de un cambio alertan de que “no nos lo podemos permitir” (una frase muy pronunciada estos días por algunos contertulios).

Lo dicen en un país con 11,7 millones de personas en exclusión social, con un 55% de paro juvenil, con una tasa de pobreza infantil del 36,3% y con el mayor aumento de la desigualdad dentro de los países de la OCDE. Lo dicen  en un país en el que el 1% de los más ricos poseen tanto como el 70% de los españoles, es decir, menos de medio millón de personas frente a 32,5 millones de ciudadanos, y en el que en el último año las 20 personas más ricas incrementaron su fortuna en más de 1,7 millones por hora.

El modelo actual presenta la libertad de capitales como si fuera sinónimo de la libertad de las personas y fomenta la desigualdad económica y social mientras pretende sumergir a los seres humanos en el espacio de lo conmensurable, estableciendo evaluaciones y parámetros que nos constriñen. Es un sistema al que le interesa la desigualdad económica, porque se beneficia de ella, y la uniformidad cultural, esto es, la reducción de los seres hablantes en meros objetos sustituibles y obedientes.

Frente a ello, es preciso repetir que otra política económica y otros valores son posibles. Que sí nos lo podemos permitir y nos lo debemos permitir porque los seres humanos merecemos una vivienda digna, educación y sanidad públicas para todos, salarios dignos y un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad, tal y como establece la Constitución española, tan invocada solo cuando les conviene.

Lo que no podemos permitirnos es seguir padeciendo los efectos del fundamentalismo de mercado, el aumento de la pobreza, de la desigualdad, de la precariedad, del desempleo, incompatibles todos ellos con una democracia real. Eso sí que es inadmisible.