Miles de niños inmigrantes se hacinan en los centros de detención tailandeses en precarias condiciones. Los menores de edad no nacionales son sometidos a las mismas leyes que los adultos detenidos, pese a las denuncias internacionales.

. Un informe de HRW denuncia que el confinamiento de menores contraviene la Convención de los Derechos de la Infancia.

«Carecer de papeles o cruzar fronteras para pedir asilo no es un crimen”, resaltan desde las ONG.

Por Mónica G. Prieto para Periodismo Humano

“La peor parte era estar atrapada, no poder moverte. Si mirabas a la izquierda, siempre había lo mismo. Si mirabas a la derecha, siempre lo mismo. Y, enfrente de ti, sólo un montón de gente, tantísima gente. Si conseguía mirar hacia afuera y veía gente caminando por el barrio, sólo deseaba ser uno de ellos”.

Así describía la pequeña Cindy los tres desesperantes años que pasó en un centro de detención de inmigrantes en Tailandia cuando sólo tenía nueve. Una eterna espera donde cada día era igual al anterior, y donde el temor más profundo radicaba en que el siguiente fuera igual que la jornada transcurrida. No había delito que justificara el internamiento de la niña y su familia –el único crimen era carecer de papeles que legalizasen su situación en Tailandia- pero tampoco había soluciones que le garantizasen la libertad: sus padres, entre rejas como ellos, no podían reunir la suma que le pedían las autoridades para pagarse el viaje de vuelta a su país, y el proceso de reasentamiento familiar como refugiados registrados ante la ONU se eternizaba.

Tres largos años que robaron un pedazo de infancia a Cindy y a sus hermanos en unas prisiones que sólo en Tailandia devoran las inocencias de un miles de niños cada año, según los cálculos de Human Rights Watch. Unos 4.000 menores de edad pasan periodos cortos –de días o semanas- en los infames centros de detención tailandeses y un centenar, como Cindy, periodos de meses o años, pero si miramos hacia el resto del mundo, hablamos de decenas de miles de casos: un escándalo aceptado por gobiernos e instituciones que contraviene las convenciones internacionales y trata de ser combatido desde infinidad de ONG.

Una de ellas, End Child Detention, lanzó hace unos días una campaña de concienciación con motivo del 25 aniversario de la Convención para los Derechos de la Infancia, de la que Tailandia es firmante. Las autoridades de Bangkok –una dictadura militar tras el golpe de Estado del pasado 22 de mayo- no han suscrito, sin embargo, los tratados referentes a los refugiados políticos, lo que deja reducidos a la categoría de inmigrantes ilegales a todas aquellas personas que huyen de la persecución en países vecinos como Birmania, Laos o Camboya en busca de un refugio.

Muchas veces son víctimas del tráfico humano, tras caer en las despiadadas redes de traficantes que secuestran a los desesperados errantes para someterles a trabajos forzados en barcos de pesca o para extorsionar a los familiares a cambio de un puñado de dólares, pero todo eso es accesorio: si son detenidos, las autoridades tailandesas les consideran inmigrantes ilegales y como tales, pueden ser detenidos y hacinados en instalaciones migratorias desbordadas y en un estado deplorable.

Los testimonios recabados por HRW durante 100 entrevistas –más de 40 con menores de edad- e incluidos en el informe Dos años sin luna, que denuncia el arresto de menores en centros de detención para inmigrantes tailandeses, son una detallada descripción del horror. “El suelo estaba hecho de madera, pero se había roto y el agua entraba”, explicaba una refugiada presa en Chiang Mai con una amiga y sus hijas de 6 y 8 años. “Mientras dormía, una rata me mordió la cara”. Los menores de edad no nacionales son sometidos a las mismas leyes que los adultos detenidos, pese a las denuncias internacionales sobre la innecesaria criminalización de niños que piden a las autoridades un cambio en sus normativas.

Julia Mayerhofer, responsable de la Red de Derechos del Refugiado en Asia-Pacífico (APRRN) en Bangkok, detalla cómo son las condiciones de vida en el interior de estos centros, repartidos por todo el país. “Pueden llegar a hacinarse hasta 100 personas en una celda con capacidad para 35. Deben hacer turnos para dormir por falta de espacio, a veces lo hacen sentados, y en ocasiones tienen que dormir también en la letrina. Su alimentación depende de los voluntarios, y éstos, a su vez, de la voluntad de los agentes de migración que custodian estos centros de detención. No se trata de una política férrea sino errática, cada centro funciona de una forma”, explica desde la oficina de la ONG en la capital tailandesa.

El director de APRRN, Anoop Sukumaran, incide en que, en realidad, no se trata formalmente de detenciones dado que no son temporales. Y ahí radica la angustia de las víctimas. “A veces son semanas, meses… A veces son años. Son largos periodos sin aire fresco, sin condiciones sanitarias dignas, sin acceso a un sistema de salud. Y todo ello, por nada: no existe crimen, no hay delito. Carecer de papeles o cruzar fronteras para pedir asilo no es un crimen”, explica Sukuraman.

Según una ONG, al menos 2.500 niños de Camboya, Birmania y Laos pasan cada año sólo por el principal centro de detención de Bangkok antes de ser deportados. Las autoridades tailandesas sólo se encargan de devolver a su lugar de origen a nacionales de países con los que comparten frontera: más allá –se calcula que unos 2.000 refugiados detenidos son de Pakistán, Sri Lanka, Somalia o Siria entre otros países- son las víctimas las que deben costearse el viaje de vuelta. “Si esos niños huyen de sus países con sus familias es porque la situación no era buena. Si se han visto obligados a huir, hay que considerarles víctimas a las que hay que proteger. Además, está estrictamente prohibido por las convenciones detener a niños en el contexto de movimientos migratorios”, explica Don Rono, de la oficina regional de UNICEF. “La migración forzada no es un crimen”.

Mayerhofer explica que existen 14 centros de detención para inmigrantes en todo el país: los más grandes son los situados en el sur, receptores de la desesperada emigración birmana que escapa de la miseria y de las exacciones de un Ejército que persigue a las minorías. “En Bangkok, por el contrario, el 90% son refugiados paquistaníes”. Las salidas son escasas: durante un corto periodo de tiempo, las autoridades ponían refugiados en libertad mediante el pago de una fianza (50.000 bath, unos 1.500 dólares) siempre que un ciudadano local se declarase “garante” de la persona liberada, una práctica que hoy en día se ha vuelto más arbitraria.

Si las familias no se pueden permitir pagar su repatriación o, como sucede en muchos casos, no desean regresar por persecución o falta de futuro, deben quedarse en prisión de forma indefinida hasta que aparezcan soluciones. La más común es obtener un estatuto de refugiado político, pero el camino está plagado de trampas. La principal, el hecho de que Tailandia, como Malasia o Indonesia, no han suscrito las convenciones sobre refugiados y por tanto no los reconoce. Para el país surasiático, se sigue tratando de emigrantes ilegales. “Los refugiados dependen de que la UNCHR les reconozca como tales, y por diversos motivos las entrevistas pueden llegar a demorarse hasta tres o cuatro años. Lo peor es que su estatuto de refugiados no marcará diferencias”, incide Mayerhofer, “salvo que tengan la suerte de ser reasentados en un tercer país y puedan rehacer sus vidas. Pero, mientras eso ocurre, pueden seguir siendo arrestados en Tailandia en su categoría de inmigrantes ilegales. Hay casos de personas que han permanecido en esos centros hasta 8 y 9 años”, resalta la responsable de APRRN.

Para Alistair Boulton, responsable de la oficina regional de la Oficina de la ONU para los Refugiados, “el aumento de refugiados acreditados por la ONU es alarmante”. Está pasando en todo el mundo pero muy especialmente en el sureste asiático, donde la relativa estabilidad y prosperidad tailandesa atrae a refugiados de toda Asia. Para los niños, “la experiencia es altamente traumática a todos los niveles”, cuenta Sharonne Broadhead, responsable de Acceso al Asilo en Tailandia. “Los responsables de esos niños, sus propios padres, está sometidos a un tremendo estrés, algo que aprecian sus hijos. Al estrés de haber huido de tu país se suma la violencia del arresto, la humillación de la prisión, la incapacidad para ejercer como padres… No hay planes, no hay días, no hay rutina”.

Broadhead destaca que, paradójicamente, “los niños que nacen en cautividad son los menos traumatizados porque no conocen otra realidad” más allá de las rejas. “Algunos niños, si han nacido aquí o han estado durante uno o dos años, piensan que esto es la única vida que existe. Piensan que es lo normal. Un hombre en nuestra celda tenía un niña, que llegó cuando era un bebé. Esa niña se quedó durante cuatro años. Pensaba ‘esta es mi vida, es todo lo que tengo’. Si tus hijos se ve obligados a vivir en el centro de detención, sus emociones mueren”, explica Ali, uno de los detenidos entrevistados por HRW.

Los estudios realizados sobre niños detenidos en centros de inmigración de todo el mundo hablan de abusos físicos y mentales de todo tipo que dejan una marca psicológica en forma de trauma.  “Son vulnerables a todo tipo de daños”, prosigue Rono. “Daños físicos, carencias básicas de alimento y luz solar, carecen de ropa con la que cambiarse, suelen contagiarse de todas las dolencias que les rodean y no pueden acudir a la escuela durante meses o años. Y además se enfrenta a un contexto de ira a su alrededor”. Presos violentos que se ensañan con los más débiles, guardianes sin escrúpulos, padres incapaces de enfrentarse a la violencia que se alimenta de la frustración entre rejas. La violencia contra los niños es descrita como “rutinaria”: una de las refugiadas citadas en el informe de HRW, procedente de Sri Lanka, estaba embarazada cuando fue confinada junto a su hija en una celda de Bangkok, en 2011. “Uno de los detenidos pegaba a mi hija. Estaba loco. No había guardias ni policías que nos ayudasen”.

“En muchas ocasiones, a partir de los 10 o 12 años los varones, que hasta entonces estaban con sus madres, son desplazados a celdas masculinas donde conviven con la violencia y el miedo”, señala Sharonne Broadhead. Es el escenario más temido por las madres, que hasta esa edad consiguen retener a sus hijos varones en las celdas femeninas.

Depresión, ansiedad, trastornos del sueño, aislamiento y desapego son los síntomas más comunes entre los críos hacinados en centros de detención. La familia de Dough, de 6 años, le describía como un niños vital y activo hasta que entró en el centro. Se transformó en un niño permanentemente abatido. “Se sentaba y no se movía. Dejó de hablar”, lamentaba su madre ante los investigadores de HRW. La falta de comida adecuada –frutas y verduras están prácticamente ausentes en la dieta de los centros- y la ausencia de zonas de juego o deporte obligan a los críos a hacer la misma vida penitenciaria de los adultos. El acceso a instalaciones sanitarias es limitado y la ausencia de aulas donde proseguir los estudios, una preocupación mayor para sus familiares.

“Vivimos con miedo cada día aquí, como vivíamos con miedo en nuestro país. ¿Qué hacemos? ¿A dónde huímos?”, se interrogaba angustiada una detenida en un centro de detención en Malasia. “Pensábamos que si sobrevivíamos a la huida en barco, llegaríamos a Australia y se acabarían nuestros problemas. Ahora, no sabemos cómo salir de aquí”, se lamentaba otra mujer.

Las ONG que trabajan en Tailandia intentan beneficiarse de en una corta ventana de oportunidad, ahora que la Junta Militar intenta mejorar su imagen en el exterior, para presionar a las autoridades sobre la cuestión de menores detenidos. Al fin y al cabo, el Gobierno de Bangkok suscribió la Convención de Derechos de la Infancia que impulsa a las administraciones a “cesar rápida y completamente la detención de niños en base a su estatuto migratorio”, unas detenciones contrarias a las leyes internacionales. Aunque no es el único punto de la Convención que desafían, dado que al no proveer la nutrición adecuada ni oportunidades para hacer ejercicio o para jugar, las autoridades tailandesas ya están violando derechos fundamentales.

La ocasión de oro para modificar ese comportamiento y legitimarse ante la comunidad internacional se presenta precisamente ahora, cuando Bangkok opta a un asiento en el Consejo para los Derechos Humanos de la ONU entre 2015-2017: sería “una gran oportunidad” para mejorar su imagen, estimaba Alice Farmer, responsable del departamento de Derechos de la Infancia de HRW y autora del informe. “El número de niños sometidos a arrestos de larga duración no es muy alto así que no sería demasiado caro”. Las soluciones ofrecidas por los expertos van desde los centros abiertos de recepción hasta estatutos especiales para migrantes, como el que aplica Filipinas: un visado específico para quienes están en medio de la legalización de su situación migratoria y que no les expone al abandono indefinido entre rejas.

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