Cuando pensamos en la prehistoria, en general prima la idea de un período misterioso, oscuro y poco interesante, al que desde la misma escuela se le  dedica poca atención, para pasar rápidamente a las civilizaciones consideradas verdaderamente significativas (Sumerios, Asirio-Babilónicos, Egipcios, Griegos y así siguiendo). El término “prehistórico” además ha ido tomando una acepción negativa, si no degradatoria: se lo relaciona con actitudes y creencias rudas, viejas y pasadas de moda, a descartar lo antes posible para reemplazarlas por algo más avanzado y “civilizado”.

Pero ¿fueron así las cosas realmente?

Basta profundizar un poco en el tema para descubrir el enorme patrimonio de sabiduría y experiencia acumulada en el pasado por civilizaciones sumamente antiguas, a menudo olvidadas, borradas o en todo caso poco conocidas.

Gracias al trabajo de Marjia Gimbutas – una estudiosa que ha revolucionado el campo de la arqueología – y de muchos otros, emerge al menos en relación a la Europa Neolítica una imágen fascinante: una civilización dinámica, rica en intercambios y desplazamientos, pacífica, armónica y paritaria, basada en la colaboración, la búsqueda del equilibrio y el respeto por la naturaleza y dotada de una profunda espiritualidad. Una civilización que honraba a la mujer, pero no oprimía ni discriminaba a los hombres. Una espiritualidad que celebraba al sexo como sagrado, como fuente de vida y fecundidad y veneraba a una Diosa que encarnaba al nacimiento, a la vida, la muerte y la regeneración sin contraposiciones, en un ciclo infinito. Miles de refrencias surgidas de los campos de excavación conducidos por Gimbutas, catalogadas, estudiadas e interpretadas, confirman esta idea.

En las islas de Malta y de Gozo así como en muchos otros sitios, por ejemplo, el hecho de que no se hayan encontrado armas de guerra, muros de fortificación y defensa ni señales de conflicto, refuerzan la hipótesis de comunidades pacíficas. En cambio abundaban los templos (en la foto, la muralla de siete metros de altura que rodea las de Ggantija, en Gozo), cuya dimensión monumental requería del involucramiento de un gran número de personas, desde quienes escavaban, desplazaban y erigían las grandes masas pétreas que constituían los templos y las imponentes murallas que los rodeaban, hasta los artistas capaces de crear esculturas sublimes, vasos decorados y bellos grabados.

Esta misma dimensión demuestra además el rol central del elemento espiritual en civilizaciones dotadas de una gran maestría arquitectónica y una tecnología muy avanzada para trabajar la piedra así como la capacidad de mantener proyectos en el tiempo, a través de diversas generaciones. Tal como ocurrió milenios más tarde, cuando comunidades  enteras unidas por el fervor religioso contribuyeron a la construcción de las grandes catedrales góticas europeas.

Es como si un hilo conductor uniera períodos históricos muy distantes entre sí a través de una investigación sobre el contacto con lo Sagrado que se manifiesta en inmensas construcciones, pero también en una espiritualidad profunda y alegre, a veces reprimida y eliminada por la  violencia y la intolerancia de otras religiones, pero siempre dispuesta a volver a emerger y a manifestarse. Los ritos de fertilidad del Neolítico se advierten en las fiestas de primavera que han permanecido por siglos en todas las regiones europeas y las espirales, símbolo universal del incesante flujo de la energía vital, decoran los lugares sagrados de todo el mundo.

Si se considera el proceso humano desde este punto de vista, reconocer la enorme contribución de las civilizaciones “prehistoricas” representa un homenaje y un agradecimiento a nuestros antepasados, lejanos en el tiempo, pero cercanos a nosotros por su sensibilidad.