Por Javier Zorrilla Eguren.-

Viví unos años en Chile y cuando me fui enterando de los recientes atentados no pude evitar alarmarme. Inquieta, mi conciencia se preguntó: ¿Será el comienzo de algo así como Sendero Luminoso en el Perú?  Y se respondió: ¡No! ¡Otra vez no! ¡Ojalá que no!  Sendero no solo generó una enorme cantidad de sufrimiento, sino que le dio a la derecha fascista toda la justificación que necesitaba para desplegar una violencia igual de brutal. Los peruanos no sabemos todavía cómo llegar  bien a la  reconciliación.
“Resolverás tus problemas cuando los entiendas en su última raíz, no cuando quieras resolverlos”  dice uno de  los principios de vida del Nuevo Humanismo Universalista. Si no se llega al fondo de los problemas éstos  se presentarán una y otra vez. O sea, estaremos repitiendo los mismos errores hasta que cambiemos la forma de pensar, de sentir y de actuar.
Pero ¿por qué me sublevan tanto las bombas puestas en Santiago? Sencillamente porque no puedo ni quiero  olvidar el afecto inteligente y bondadoso de los amigos humanistas que me cobijaron cuando Sendero Luminoso hizo imposible mi labor de antropólogo en las serranías del Perú? A todos ellos  mi mayor y más profundo agradecimiento.

¿Cómo olvidar el momento de reconciliación vivido en el Estadio Nacional, cuando la Concertación desplazo del poder al dictador? En ese primer gran acto de gobierno, conmovido por los nombres de los desaparecidos, que se leían en las gigantescas pantallas, no pude evitar, como mucho de los chilenos que estaban ahí, las lágrimas y los sollozos. Sentí en ese momento (y quiero creer ahora) que ese era el llanto universal y purificador de la reconciliación.

Los bandos violentos se suelen acusar unos a otros, como si no pertenecieran al mismo sistema de violencia. Los recientes atentados son actos de violencia física manifiesta, que son los que suelen atraer, por un lado, la atención de los medios; y, por otro, el afán de novedades propio de una sociedad en gran medida manipulada, distraída, consumista, deprimida y aburrida.

No se logra entender todavía que la violencia visible es solo el componente de una estructura mayor. Es decir, que esa violencia manifiesta, la que se percibe y se anuncia, puede ser un acto de violencia reactiva, ante la violencia institucionalizada de un sistema que no resuelve bien las necesidades humanas de la mayoría social.

Los humanistas universalistas decimos: el máximo de poder a la base social y como primera prioridad la salud y la educación gratuita y de calidad para todos.De este modo, y dentro de una democracia informada, descentralizada y lo más directa posible, en la que se toman decisiones en tiempo real, los derechos humanos dejan de ser una aspiración para convertirse en real oportunidad.

Estos canales de participación permanente, que hoy la tecnología hace posible, facilitan el desfogue de tensiones, la expresión de intereses, el intercambio libre de posturas, la construcción de consensos, el procesamiento de experiencias y la consolidación de aprendizajes. ¿Qué necesidad hay de tirar bombas, cuando el propio sistema se democratiza en serio y empodera a la ciudadanía con conocimiento, tecnología y participación efectiva en la toma de decisiones?

Cuando la imagen de futuro se cierra, comienza el sinsentido y la desesperación. Y ésta es el caldo de cultivo para respuestas violentas que son respondidas con más violencia todavía. La escalada puede llegar a la matanza, a la guerra, a la destrucción de pueblos, ciudades y naciones enteras. A tanto llega la destrucción, que solo desde el punto de vista económico, con todo el gasto que ocasionó Sendero Luminoso ¡se pudo pagar la deuda externa de Perú!

Y toda esta barbarie se realiza en nombre de lo que desde muy antiguo se llama los “ídolos de la tribu”, haciendo referencia a las creencias que nos apartan de la ciencia y del progreso. En el caso de la violencia, la creencia idolátrica de suponer – y dar por cierto – que el otro es el origen del mal. Si pienso esto, consecuentemente, en lugar de acordar algo justo, cooperativo y recíproco, con quien creo es mi enemigo, debo eliminarlo, tanto para quedarme con el bien en disputa, como para, además, “liberarme” de él.

Cuando las instituciones de un país no generan oportunidades de calidad para resolver bien las necesidades humanas se están generando condiciones de violencia. Si además esas necesidades se convierten en deseos cada vez más numerosos, costosos y apremiantes, la frustración creciente agudiza más lo que se ha llamado violencia latente: Un enorme caudal oculto de resentimiento que espera su momento de venganza, en el entendido de que lo que no se consigue por las buenas, se conseguirá por las malas (subversión, delincuencia, corrupción, agresión, represión, explotación, discriminación, manipulación)

¡Y hay que ver cómo el sistema infla los deseos de consumo, hasta el punto en que para satisfacerlos se requiere de altos ingresos o de endeudamiento! Así, por ejemplo, podemos terminar viviendo y muriendo para y por los bancos. El poder económico, con el aval del poder político, militar y jurídico institucionaliza condiciones imposibles de aceptar por el ciudadano de a pie. Para muestra basta un pequeño botón: No encuentro respuesta razonable para que el dinero que deposito como ahorro gané tan pocos intereses y el que me presta la banca sea tan caro de pagar. Otra perla en el campo de la salud: ¿Por qué no se venden más medicamentos genéricos en las farmacias? ¿Por qué tengo que pagar tanto, si puedo pagar menos? ¿Dónde está el Estado y su protección al ciudadano ante los precios concertados que anulan la libre competencia y la real posibilidad de elección para el ciudadano?

Estamos ante casos de violencia sistémica cotidiana. Es sistémica, porque viene sostenida y garantizada por la estructura de poder. Pero además por esta misma razón es violencia institucionalizada (léase legalizada). Y violencia económica, porque se explota al los ciudadanos que deben meterse la mano al bolsillo para pagar intereses usureros y precios abusivos. Apenas sobrevenga una crisis económica esta dictadura del dinero intrínseca al capitalismo recurrirá a una represión cada vez más generalizada para detener el crecimiento de la protesta social que crecerá en forma exponencial.

En el caso de Perú, la pregunta por el origen de la violencia terrorista no es ¿por qué apareció “la bestia” Abimael Guzmán? La pregunta correcta es: ¿Por qué tanta gente le hizo caso? El problema de fondo no es el líder o el grupo violento, y las bombas que logren poner, sino el eco y la aceptación que su propuesta encuentre en la ciudadanía.

La violencia es compensatoria de la impotencia, además de ser medio de venganza y contar con una apariencia de eficacia y una especie de epopeya que la vuelve atractiva. Por si fuera poco, suele estar glorificada en la mitología de las tradiciones culturales. Solo pensemos en el lema “por la razón o por la fuerza”. Ese no es solo una expresión ideológica nacionalista, sino la justificación irracional de todo acto violento: Si no consigo dinero por el ejercicio de mi razón práctica, lo consigo por la fuerza; si no seduzco a esta mujer que deseo por la razón encantadora, sencillamente la violo.

El acto de imponer por la fuerza (física, económica, social, psíquica o ideológica) una intención es difundido a través del cine y de la televisión. Este es otro componente de la violencia estructural o sistémica: la violencia mediática. Horas de horas, días de días, vemos que los humanos se matan entre sí por cualquier motivo. Gracias a la violencia mediática, el resentimiento, la venganza y la crueldad danzan macabra y diariamente delante de nuestros ojos. Así la violencia se “normaliza”, se interioriza, se “naturaliza” y se vuelve la forma habitual de una relación humana concebida solo en función de mi propio interés. De esta forma, el sistema violento e inmoral se tolera, contando con el consentimiento social.

¿Cómo asombrarse entonces de que la violencia aparezca luego en la ciudad, bajo la forma de un atentado, un robo, un asalto, un secuestro o de cualquiera de sus múltiples rostros? La violencia se realimenta continuamente desde el individuo, la sociedad, el Estado o los medios de comunicación. Se trata de un sistema histórico, psicosocial y estructural que anula la libertad y la solidaridad, condiciones esenciales para construir una verdadera felicidad. Por tanto, la violencia es la esencia del antihumanismo y el origen de toda forma de discriminación (ahora denominada exclusión social).

Chile olvida que parte importante de su liberación vino justamente de esos humanistas que con la No violencia activa hicieron del Partido Humanista un adalid del NO. Ese maravilloso NO que superó el temor a expresar el descontento ciudadano e inició el gran proceso de cambio y reconciliación. La violencia tiene patas cortas porque emplea la fuerza para reprimir la intencionalidad liberadora. Pero el resentimiento que deja, al anclar en la memoria emocional, es de largo alcance y difícil de curar.

Además, la violencia latente que se va acumulando en aquellos que se sienten frustrados u oprimidos, espera la ocasión propicia para hacerse violencia manifiesta, la que será, a su vez, respondida con la violencia represiva, en una espiral sin fin que solo culmina en la desgracia humana de todos. El Alien ha quedado saciado, pero pronto volverá sobre su presa. Después de la Primera, hubo una Segunda Guerra Mundial. Y la Tercera, ya nuclear, no es un imposible.

La violencia es el corazón del sistema, el método del “éxito”, el fundamento de la “superioridad”, la forma pre-histórica de la mente humana que ahora opera en la variante histórica de un concentradísimo capitalismo global, salvaje y depredador. Es la lacra que conduce al despeñadero. Es la patología general del actual momento histórico. Por ello mismo, es, sin duda, el gran reto de adaptación y la dificultad a vencer.

¿Qué hay que hacer para superar la violencia? Hay que estudiarla, entenderla, verla cómo y para qué opera en la conciencia y en el mundo. Siguiendo la huella de Gandhi, Luther King, Silo y tantos otros, hay que rechazarla y denunciarla. Y, simultáneamente, hay que desactivarla, transformarla y reemplazarla por la no violencia activa. Ésta, no es una postura declarativa. Es más bien una intencionalidad inspirada en el más profundo amor por todo lo existente, una nueva mentalidad, una actitud distinta ante la vida, un eje de coherencia y una metodología de transformación social.