Por Javier Zorrilla Eguren.-

¿Cómo saber si hacemos el bien? ¿Bastará el pálpito compasivo? ¿Es suficiente meditar en la raíz de la intención? ¿Cómo sé lo que el otro necesita? ¿En qué creencia estoy? ¿En qué ideología? ¿En cuál justificación o prejuicio? ¿Y en qué actitud? ¿Cínica? ¿Indiferente? ¿Oportunista? ¿Fanática? ¿Disfrazo de generosidad mi propio deseo? ¿Soy bueno solo con mi familia y mis amigos? ¿Qué tipo de ética se requiere cuando el planeta entero está en peligro y la violencia se desata contra el ser humano y su medio ambiente? Dicen que todo se compra y todo se vende. ¿Estará bien entonces dejar que el mercado invada la existencia y la cultura? ¿Cómo actuar ante poderes fácticos que arrasan la democracia y los derechos humanos? ¿No es avalar el mal dejar que la concentradísima estructura de poder actual siga operando sin ninguna transformación sustancial?

Responderé a estas preguntas tomando como referencia la corriente de opinión y de acción conocida como Nuevo Humanismo o Humanismo Universalista. Se trata de una perspectiva existencial que no separa lo personal de lo social. Y que integra la descripción del mundo vivido con la dinámica evolutiva, estableciendo relaciones estructurales entre los distintos ámbitos de la vida. Es humanismo porque pone al ser humano como valor central y promueve la lucha no violenta contra toda forma de violencia y discriminación. Es universalista porque impulsa la convergencia de la diversidad y valora los aportes humanistas de todas las personas y culturas. Este humanismo siente profundamente la necesidad de una Nación Humana Universal para superar un momento histórico por demás crítico. En definitiva, es universalista porque no desea un mundo uniforme, sino múltiple: múltiple en las etnias, lenguas y costumbres; múltiple en las localidades, las regiones y las autonomías; múltiple en las ideas y las aspiraciones; múltiple en las creencias, el ateísmo y la religiosidad; múltiple en el trabajo; múltiple en la creatividad.

Entrando en tema, presentaré algunas definiciones mínimas, pero necesarias. Por doctrina entiendo un sistema de ideas que ordena la experiencia, tal y como ésta se manifiesta a la conciencia. Las doctrinas pueden tener un carácter abierto o cerrado, según su mayor o menor disposición para intuir e impulsar lo nuevo. Cuando esta inspiración viene de los valores más profundos y sentidos, de aquello que da sentido a nuestra vida y consideramos sagrado, vivimos una experiencia que se puede llamar mística por la devoción, la contemplación y la entrega que implica. Esta experiencia puede ser auto-observada con un rigor muy parecido al científico, logrando con ello una comprensión ética más clara y certera (y, consecuentemente, una mejor actuación personal
y social). Sostengo entonces que mística, ciencia, doctrina y experiencia deben marchar en conjunto, estructuralmente, auxiliándose entre sí, en favor del desarrollo humano. Y siento en el Nuevo Humanismo Universalista una muy buena herramienta de ayuda en esa dirección a la vez ética, cognitiva, metodológica y transformadora.

Ahora bien, más allá de toda complicación analítica, admitamos que hay acciones bondadosas, de fácil ejecución, realizadas por personas sencillas de buen corazón. Pero no siempre resulta fácil reconocer un acto de bondad que ayuda a superar el sufrimiento. Así, por ejemplo, el acto humanitario alivia pero no soluciona el problema de la pobreza. A veces se hace solo para calmar la culpa o para ganar méritos para una salvación eterna. Tampoco es fácil desprenderse del “para mí” propio de la vida diaria. Por lo general, el propio provecho se disimula bajo un manto de bondad. Para peores, el mismo temor a perder aquello que nos hace feliz, es lo que nos impulsa a desearlo más. Forzamos las cosas para que se den según nuestra pasión, gusto y parecer. Por esta vía se llega frecuentemente a niveles patológicos. Es la misma alteración que origina el fanatismo religioso, político o económico. ¿Acaso no se mata por ganar una presidencia? ¿Acaso no percibimos la idolatría del dinero cuando vemos por doquier explotación, contaminación y depredación? ¿A qué se debieron todas las guerras asesinas que han costado millones de vidas humanas? ¿No es patología social potenciar la amenaza nuclear y el armamentismo, cuando el ahorro del inmenso gasto militar resolvería graves problemas humanos y ambientales? ¿No es locura obstaculizar políticamente el cambio de la matriz energética cuando el calentamiento global es ya amenaza cierta? ¿Cuánto más vamos a esperar por una reconversión industrial ecológicamente sustentable y saludable para toda la población?

Muchas doctrinas que se presentan como “reveladas”, “teológicas”, “filosóficas” o “científicas”, se han posicionado mentalmente como “nobles verdades”, justificando perversamente el genocidio y la crueldad. Baste mencionar el darwinismo social que rige la política internacional, ahora disfrazado de lucha por la sobrevivencia de las civilizaciones. Y cuanto más grande el poder de las naciones líderes y sus representantes, más delirante su justificación y más terribles las consecuencias de sus decisiones políticas. La historia está llena de ejemplos y no es el caso mencionarlos, pero con solo pensar en la guerra de Irak o en la franja de Gaza uno puede sentir la urgencia de revisar creencias ancestrales que sacralizan y legitiman políticas genocidas y generadoras de enorme sufrimiento.

Mire cada cual su propio país y advertirá el mismo trasfondo de violencia. Es como si asistiéramos a una repetida película de terror. Una pesadilla de la cual la humanidad aun no puede despertar. Cambian las escalas, los lugares, los actores, los paisajes, pero desde el hogar y el barrio, hasta el país y el planeta, se reproduce una y otra vez la misma forma mental violenta y estúpida de conseguir lo que se quiere aplicando la fuerza. En el acto propio que anula la intención del otro se puede observar la esencia de la violencia, lo subyacente a la violencia económica, política, racial, cultural y psíquica. Es el camino incoherente e involutivo que nos lleva al sinsentido, sencillamente porque no es lo que en el fondo queremos. Antes bien, anhelamos profunda e irrenunciablemente una existencia plena de sentido y feliz para todos.

Entonces, creo sinceramente que el imperativo ético actual es cambiar la mentalidad violenta que aun predomina en la relación humana, entre los grupos, las naciones y las civilizaciones. De ahí que propongo la necesidad perentoria de un Nuevo Humanismo Universalista. Es urgente contar con una doctrina que venga de la experiencia y vuelva a ella para perfeccionarse constantemente en la desactivación de la violencia desde su misma raíz. El referente doctrinario es necesario porque es inevitable moverse entre creencias y pertenecer a una determinada tradición cultural. Aun las personas sencillas de buen corazón viven bajo la influencia doctrinaria contenida en la enseñanza de sus guías ejemplares: “así lo dijo y lo hizo Cristo, Yahveh o Alá, así lo digo y lo hago yo”. Hay mucho de bueno en estas tradiciones, pero también han servido para legitimar y hasta sacralizar el terrorismo civil, confesional o estatal.

Por eso es tan importante desarrollar una mirada interna propia, libre de prejuicios, que logre detectar la influencia positiva o negativa de los modelos aprehendidos que habitan en la profundidad oscura o luminosa de nuestro interior. No creo que se trate de reemplazar todas las creencias, sino de revisarlas con el objetivo de filtrar los aspectos violentos. Esto puede conseguirse con el desarrollo de una mirada atenta y lúcida que despeja la violencia interna y nos dispone para actuar de una manera más libre y solidaria con nosotros mismos y con los demás. Este humanismo que expongo no solo es ideológico, sino también espiritual, porque nace de un profundo amor por todo lo existente. Carecería de profundidad mística y de resolución ética si no ama a la naturaleza, al cuerpo, a la humanidad y al espíritu. Es en este sentido que rescato y destaco en este ensayo doctrinal el fondo profundo de la mística y de la ética.

El terreno de la acción moral es problemático y pantanoso. ¿Quién sabe a ciencia cierta si el que recibe el acto bondadoso siente la misma buena intención del que lo da? Tampoco queda segura la eficacia del acto supuestamente benéfico. Este puede inclusive llegar a tener consecuencias sufrientes (a quien no le ha pasado que queriendo hacer el bien, fue incomprendido o las cosas le salieron mal). Al lado de una genuina bondad, parece requerirse también de cierta sabiduría. En este sentido, la enseñanza libertaria de una doctrina abierta a la experiencia, que además incorpora en su mirada el rigor descriptivo propio de la ciencia, puede ser de inestimable
ayuda para hacer el bien en la forma más acertada posible. No se trata solamente de sentir placer, sino de que la acción amplíe el margen de libertad y felicidad en cualquier situación en la que uno se encuentre. Pero también se trata de que ese mismo hacer disminuya el sufrimiento propio, sencillamente porque buscar la felicidad parece estar en el proyecto vital de todo ser humano. Aun aquel que se suicida busca poner punto final a un desesperado sufrimiento que no puede resistir más. La mitología comparada demuestra que la búsqueda del paraíso es universal.

Un buen ejemplo de sabiduría doctrinaria ancestral e intercultural, que el Humanismo Universalista hace suyo, es la regla de oro: Trata a los demás como quieres que te traten. Es un principio de vida revelado en distintas tradiciones espirituales. Esta universalidad permite suponer que su adopción ética y su práctica moral pueden unir a todo el género humano. Elegirlo como fundamento de la acción humana contribuye decisivamente a superar el sufrimiento, rescatando lo mejor de la sabiduría ancestral. Insisto en que el funcionamiento conjunto (estructural) de la revelación mística, la auto-observación “científica” y la doctrina no violenta es muy importante para elevar la calidad moral del acto humano. La intuición directa de una “verdad” revelada no asegura por sí misma el sustento ético de tal mensaje: “Puedo escuchar la voz de un dios diciéndome que mate a mis enemigos para ganar la salvación eterna”. Sin ir tan lejos, en lo cotidiano: “Puedo obligar a mi hijo a obedecerme, porque quiere hacer algo distinto a la creencia de la que estoy plenamente convencido”. El forzamiento de destinos es moneda corriente en la historia y todavía se cree ciegamente que la violencia forma parte de la naturaleza humana. Y al volverla esencial e inevitable, se justifica entonces toda barbarie.

El acto válido, liberador del sufrimiento, requiere de un aprendizaje que no puede prescindir de la experiencia observada y razonada para transformarla en un saber cuya aplicación recurrente y evaluada permita ir superando progresivamente los errores de conducta. Se trata de una dinámica transformadora abierta a la experiencia. Es doctrinaria porque está organizada como un sistema de ideas orientadoras. Y es “científica” porque respecto a los objetos de experiencia propone actos precisos de observación, reflexión, acción, evaluación y nueva respuesta. Es comprensible que exista preocupación por la palabra doctrina, dada la triste historia absolutista que la acompaña. Y entiendo que uno quiera proteger la importancia de la pureza originaria del corazón de aquel hombre sencillo que medita en humilde búsqueda. Pero aun ahí habrá un trasfondo doctrinario no siempre bien traducido e interpretado por la propia conciencia. Aun ahí, la fe ingenua o la fe fanática emergen por la gran fuerza de sugestión que aun guardan las creencias y los modelos ancestrales. Esta hipnosis se colectiviza y se profundiza mediáticamente en una cultura materialista e individualista en la que la violencia se consagra como el medio más eficaz para lograr el éxito personal a cualquier costo.

Entonces, me parece clara la conveniencia histórica y personal de un nuevo humanismo que propone la descripción esencial de los actos de conciencia a través de una atenta auto-observación presidida por el registro genuino de lo humano. No creo una verdadera bondad se dé sin asegurarse primero la existencia de la buena fe y de la recta intención. Cada conciencia lo sabe, aunque pretenda engañarse con alguna racionalización oportunista y circunstancial. Tampoco conviene apartar la mirada del propio fondo de creencias en el que el designio “bondadoso” pueda desviarse, o traicionarse, adquiriendo un significado perverso. Menos podemos dejar de repetir los actos válidos para que la felicidad sea creciente.

Por todo lo anterior, es de sumo interés producir el círculo virtuoso entre mística, doctrina, ciencia y experiencia. Así conseguiremos sintonía entre el mensaje sentido como sagrado, su significación, la dirección positiva que lleva y la acción de liberación. Esta sabiduría en proceso se labra en medio de condiciones, influencias e intenciones que hacen fuerte resistencia al cambio. Por esto mismo, una doctrina como la del Humanismo Universalista, fundamentada en la experiencia vital, intuitiva, activa, reflexiva, practicable y evaluable en la vida diaria, puede ser de inestimable ayuda. Sobre todo, considerando un momento histórico crítico en el que la humanidad se encuentra amenazada y requiere de un verdadero salto cualitativo no violento y liberador, tanto en el nivel de conciencia, como en la coherencia de la acción.

Destacar lo doctrinario no significa que la acción éticamente válida sea propiedad de una enseñanza determinada. No se trata de crear un nuevo fundamentalismo etnocéntrico y homogeneizador. El gran desafío es lograr que la unidad se logre sin perder la riqueza de la diversidad. Este humanismo responde a un momento histórico en el que las civilizaciones se enfrentan entre sí y se necesita un nuevo contrato social a nivel planetario. Cada grupo, cada pueblo, debe renunciar voluntariamente a creerse superior y con derecho a eliminar al resto. La necesidad histórica de una ética no violenta es evidente en cuanto cimiento evolutivo de una nueva humanidad. Si no ¿de qué otro modo se puede lograr una gobernabilidad global, regional y local que haga viable el desarrollo humano sostenible para todos?

Es posible sentir que la vida es infinita y lo profundo inabarcable. Que la historia evoluciona sin detenerse nunca. Que el ser humano puede aprender constantemente. Y que el sentido de la vida viene de esa misteriosa infinitud que nadie puede definir. La mística permite reconectar con la fuerza, la bondad y la sabiduría proveniente de esa profundidad luminosa y para muchos sagrada. De ahí la necesidad de una doctrina que permita sentir la dirección evolutiva en el mensaje trascendental. Y de ahí también el requerimiento de entrenar una atenta y certera mirada interna, a la que he llamado “científica” para que la observación precisa y razonada, en lugar de fundamentar la barbarie, ayude en la misión de humanizar la tierra.

Por lo demás, la propia ciencia física comienza hoy a reunirse con la mística en una cosmovisión en la que lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande da lugar a una nueva imagen del universo. En las ciencias sociales, la psicología y la antropología estudian y aplican la experiencia mística como medio de superación personal. Y en las ciudades multiculturales muchos empiezan a construir una nueva espiritualidad con los aportes de las más diversas tradiciones. Es de necesidad histórica unir la fe, la ciencia y la experiencia en favor de la vida. El Nuevo Humanismo Universalista ha sido concebido para intentarlo. Especialmente en un momento de crisis planetaria que urge de un desarrollo humano integral, intercultural y sostenible.

Sintetizando. Ante la gran crisis planetaria, la experiencia mística humanizadora puede actuar con la fuerza de un nuevo y gran significado. Puede convertir el sentido de la vida, instalando un nuevo relato, una nueva escala de valores y un nuevo argumento vital. Esta nueva experiencia de lo sagrado puede ser una posibilidad evolutiva ante las amenazas planetarias, el creciente sinsentido y el fracaso cada vez más grosero y evidente del antihumanismo y sus paradigmas violentistas. Como ya lo intuyera algún filósofo, en medio del más profundo silencio, una nueva y necesaria revelación del ser podría darse. Una espiritualidad de espiritualidades podría surgir, recogiendo e integrando los aportes anteriores, facilitando – por primera vez en la historia – el respeto y la
convergencia de una diversidad en la que la forma mental violenta quede por fin erradicada de la historia de la humanidad. Entonces la mística no aparece como independiente del proceso histórico-social en el que opera. La mística, como toda fuerza, puede encausarse o desviarse, puede aumentar el sufrimiento o la felicidad. Puede nutrir el mito erróneo con la acción violenta, pero también, bien orientada, puede descubrir la esencia de lo humano para proyectarla más allá de todo aparente límite.