Seis personas nos narran cómo tratan de cambiar sus vidas gracias a su organización en cooperativas y el acceso a microcréditos

Los shangams, son cooperativas que nacieron en respuesta a la vulnerabilidad de nacer mujer en India

Sakubai: «Concienciaría mucho a la mujer, pero también a los hombres, a quienes hay que educarlos en la igualdad»

Por Rafa Gassó para Desalambre

Lo que juntó el hambre que no lo separe la pobreza. Podría ser este el titular que explique qué son los shangams, unas «cooperativas» de mujeres que nacieron -y crecieron- en respuesta a la vulnerabilidad que supone haber nacido en uno de los estados más deprimidos de India, el de Andhra Pradesh, una de las zonas más remotas y rurales del subcontinente, habituada a enfrentarse a serios problemas de sequía, esos cuya primera consecuencia es la falta de alimento y, por tanto, de desarrollo intelectual.

Han sido siglos y siglos de verse condenadas al ostracismo; de vejaciones, de malos tratos o, en el mejor de los casos, de saberse un cero a la izquierda una vez cumplida «su función» de procrear. Muchas mujeres empezaron a organizarse y a crear grupos de trabajo, de apoyo y de ayuda, de terapia; a estudiar para armarse contra la hostilidad inherente de aquellos territorios donde la civilización, tal como la entendemos en Occidente, nunca tuvo ninguna prisa en llegar.

Hoy se cuentan más de 4.200 shangams que tienen más de 56.000 mujeres asociadas, de las que más diez mil disfrutan del programa de microcréditos de la Fundación Vicente Ferrer y otras seis mil participan en centros de entrenamiento y prácticas laborales. Además, y por un lógico efecto dominó, se han generado otros 1.200 shangams para personas con discapacidad que cuentan con 15.000 asociados y 18 residencias escolares que dan cobertura a 1.200 estudiantes con algún tipo de incapacidad. En total, 978 pueblos cubiertos por el Fondo de Desarrollo para Mujeres. Las claves: empoderamiento y educación.

Lo explica Nalliwari una mujer de 35 años que cuando era niña se libró de trabajar en el campo pero no de coser y coser -sin cantar-, y que hoy lidera el shangam de Vanaja al tiempo que estudia 10º grado en la escuela a la que entonces no pudo acudir. Quiere ser profesora o pnfermera y trabaja en un programa de sensibilización en VIH, cuyos casos sigue de cerca tras haber recibido un programa de formación de 21 días.

«En este shangam somos doce miembros», explica Nalliwari. «Hemos tenido muchos casos de niños esclavizados, sin escolarizar o víctimas de matrimonios infantiles, y también muchos casos de violencia contra la mujer a manos de maridos alcohólicos que se vuelven violentos. Tratamos de hablar con ellos, de concienciarles y de mediar», aunque existe el divorcio y se lleva a cabo. «La forma de relacionarse entre las mujeres y los hombres [indios] ha cambiado mucho desde finales de los 70», apostilla, «es más moderna». Tratan, por encima de todo, de «empoderar a la mujer», de hacerla económicamente independiente por medio de la creación de negocios.

Es el caso de Kuntema. Tiene la mirada triste y perdida de quien con 31 años ya lleva otros tres de viuda en la India más rural y profunda, con todo lo que eso conlleva; de un marido, además, que se casó con ella en segundas nupcias y nunca superó la depresión de haber sido abandonado por su primera esposa. Los dos trabajaban en el campo -cultivando arroz, quitando matojos-, y tuvieron dos hijos que hoy tienen 20 y 18 años.

«El mayor tampoco está bien», cuenta Kuntema a la traductora con apenas un hilillo de voz. «Está mal, pega a su mujer». Explica que, al principio, en la aldea, no la respetaban, «no me trataban bien». El shangam habló con la comunidad, y «ahora está todo bien», resume Kuntema. Recibió un préstamo con el que compró dos corderos –le cuestan entre 2.000 y 2.500 rupias, 25€ o 31€, y los vende por 8.000 INR, unos 100€-, y en breve, en cuanto lleguen los monzones, comprará dos más. Al lanzar al pregunta de si volvería a casarse, responde: «No puedo, mis hijos son ya mayores».

Sanjama, de 25 años y madre de dos hijos de otros 5 y 10, optó por comprar un solo búfalo por 20.000 rupias (250€), con la ayuda de un préstamo de la Fundación de 18.000 rupias más otras 2.000 que puso ella de su bolsillo. Le extrae 6 litros de leche al día, de los que se queda uno para hacer yogur y queso –»antes los terratenientes no nos dejaban ordeñarles porque decían que los búfalos se morían», cuenta Sanjama riendo-, y los vende a 28 rupias (0,35€) cada uno. Dentro de ocho meses, «cuando devuelva el préstamo», confía, comprará otro. Será el cuarto miembro de la familia, ya que la búfala, co-protagonista de un ‘Cuento de la Lechera’ con final feliz, tuvo dos crías. «Mi marido continúa en el campo, pero ya no tiene que ir a pedir trabajo», remata orgullosa.

Microcréditos, «maxirréditos»

Sakubai, de 38 años, y su marido, de casta tribal, trabajaban preparando la cal que vendían luego de pueblo en pueblo. No les iba muy bien y el programa «De mujer a mujer» –un efectivo proyecto de desarrollo a través de microcréditos otorgados por benefactoras particulares a pequeñas emprendedoras indias de ámbito rural-, les ofreció un préstamo con el que abrió un colmado. Con lo que ganó, unas 300 rupias al día (poco más de 110€ al mes), le compró un rickshaw al marido, financiado y que ya terminó de pagar, que le da un beneficio de otras 6000 rupias (75€).

Sakubai, que tiene cuatro hijos estudiando de los que uno «será ingeniero», otra «médico» y otro «abogado», asevera con una sonrisa de oreja a oreja –el cuarto es aún muy pequeño-, recuerda que antes no podían hacer nada. Los dos cabezas de familia tenían que cargar con sus hijos para ir a trabajar. «Y ahora no», resopla con una carcajada. Ante la pregunta de qué seguiría cambiando, esta mujer vitalmente risueña a la que le hubiera gustado ser profesora, no duda en contestar: «Concienciaría mucho a la mujer, pero también a los hombres, a quienes hay que educarlos en la igualdad». El marido, que sigue con una amplia e irreductible sonrisa, divertido, toda la conversación, se cuela: «Yo cocino mucho para mis hijos y mucho mejor que ella», apostilla entre carcajadas.

Pero en India no sólo es la mujer la más vulnerable. También están los discapacitados. Es el caso de Narasimhulu. Durante años le llamaron «El Ciego», negándole así su nombre de pila o alimentándolo como se alimenta a un animal de compañía a quien sólo le corresponden las sobras. Por parte de su entorno pero también de su familia.

Hoy lidera uno de los dos grupos con los que cuenta el shangam de Vikalangula, que empezó a trabajar en 1999 con 10 residentes y ahora alcanza los 34. Se encargan de la cría de búfalos que compraron a través de un crédito a dos años sin interés para personas con discapacidad que les concedió la Fundación –quien también les ayuda a pedir subvenciones al Gobierno-, e incluso de suministrar material escolar si hay algún niño en el grupo.

Es el resultado de un trabajo de campo que no siempre fue fácil, sobre todo al principio, cuando nadie sabía ver las ventajas de estar asociados por medio de shangams. Le ocurrió a Ramakrishna Reddy, un agricultor de 43 años mordido en dos ocasiones por una cobra e inutilizado para su trabajo, que en la actualidad es uno de los más implicados en la formación y apoyo de grupos y trabaja de cerca ayudando a un adolescente con discapacidad psíquica y motora al que visita varias veces por semana para ayudarle en sus ejercicios de rehabilitación. Quizá porque han comprendido que el hombre no es una especie programada para andar sola.