Hace algunas semanas estuvo en Chile Thomas Piketty, invitado por el gobierno recién electo. Por cierto, su visita pasó desapercibida para el gran público, seguramente porque los medios de difusión en manos de las oligarquías locales no tuvieron ningún interés en destacar a un personaje que ha generado un gran debate mundial en torno a su último libro, El Capital en el siglo XXI. De hecho, el economista neo-keynesiano Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, publicó una de sus habituales columnas en el New York Times con un título muy sugerente: El pánico a Piketty.

Lo que hace el economista francés en su extenso estudio es aportar abundante evidencia empírica respecto del comportamiento del capital durante los últimos tres siglos, para concluir que la desigualdad aumentó en el mundo hasta unos niveles astronómicos durante este extenso período de tiempo. Se vienen abajo de un “zuácate” (chilenismo aceptado por la RAE) todos los grandes mitos en los que se sustentaba el neoliberalismo para justificarse frente a los pueblos. Ahora queda fehacientemente demostrado que el paradigmático chorreo no alcanzaba ni para goteo y que la rentabilidad del capital es siempre muchísimo más alta que la rentabilidad del trabajo. Pero sobre todo, se desmiente aquella vieja majadería de la meritocracia, puesto que en la gran mayoría de los casos la acumulación de activos se ha producido por herencia y no como consecuencia del esfuerzo personal o la capacidad de emprendimiento.

De manera que, gracias a esta investigación, finalmente ha quedado en evidencia el completo fracaso del capitalismo porque no ha sido capaz de cumplir ninguna de sus promesas fundacionales: tiende a concentrar la riqueza en pocas manos y no premia el esfuerzo individual. ¿Qué sucederá ahora, cuando los farsantes han sido desenmascarados? ¿Qué harán los pueblos del mundo, todavía ilusamente aferrados al mito del dinero y el bienestar material?

Es probable que lo más duro para esos conjuntos sea asumir el fracaso de este largo ciclo. Se intentaron dos sistemas aparentemente contrapuestos y ninguno de ellos supo resolver cabalmente el problema de la generación y asignación de los recursos sociales.  Una vieja máxima dice que el socialismo es muy bueno para distribuir la pobreza y el capitalismo es muy malo para distribuir la riqueza. Algo así ha sucedido. Aquellos obligaron a sus pueblos a soportar un durísimo presente, esperando el futuro paraíso comunista que nunca llegó. Éstos los seducen día a día con miserables espejuelos, mientras que el 1% de la población mundial acumula el 40% de la riqueza, tal como lo demuestra el trabajo de Piketty.

Ambos regímenes –que se presentaban como antagónicos- han hecho uso de alguna forma de poder absoluto para imponer sus políticas. Los socialismos reales utilizaron el Estado totalitario, mientras que el orden actual ejerce una verdadera tiranía del dinero, desde un paraestado global radicado en los grandes bancos y entidades financieras internacionales. De modo que el mal llamado “neoliberalismo” es entonces una enorme farsa planetaria –ya es hora de decirlo- porque esa libertad que esgrimen sus ideólogos como fundamento último de su “modelo” es pura retórica, simplemente no existe. En realidad, es ese ubicuo centro de poder financiero quien finalmente determina lo que se puede o no se puede hacer y el planeta entero está obligado a obedecer, sometido al chantaje de los préstamos que solo beneficiarán a quienes estén “alineados”. Lo cierto es que si unos han sido incapaces de repartir lo que no tienen y otros se niegan a repartir lo que tienen, para los pueblos el resultado es exactamente el mismo: miseria, adornada o cruda, pero miseria al fin.

Estos son los hechos, pero sería injusto e incluso inexacto tratar de equiparar ambos proyectos. El socialismo, más allá de sus errores y distorsiones posteriores, promovía valores como la solidaridad y la justicia social. En cambio, el capitalismo se sustenta en los antivalores del egoísmo individualista, la competencia y el consumismo, lo cual establece una diferencia abismal entre aquellas cosmovisiones.

El modelo socialdemócrata europeo intentó moderar la acción del capitalismo salvaje compatibilizando el crecimiento económico con la igualdad social, amparado en el paradigma del “cambio gradual” (no revolucionario). Es la misma fórmula que ahora aplican los gobiernos progresistas latinoamericanos, con mayor o menor fidelidad, pero asentados en la extracción de materias primas más que en la industrialización, lo que pone a estos proyectos en una situación de vulnerabilidad mucho mayor. Sin embargo, a luz de los hechos actuales esa concepción también parece haber entrado en crisis, al menos en Europa. Así lo indica la agresiva política del gobierno alemán dirigida a presionar a los países de la Comunidad Europea en dificultades financieras para que efectúen ajustes fiscales restringiendo la distribución de beneficios sociales, con el fin de proteger las inversiones realizadas por los poderosos bancos germanos en esos lugares.

En definitiva, detrás de todo siempre está la banca y hoy el mundo es gobernado por una pandilla de usureros. Pero la usura ya ha devenido en una pandemia que amenaza seriamente el progreso de la humanidad, como lo anunciaba el gran poeta norteamericano Ezra Pound en su citado Canto XLV: “Usura es una peste / la usura entumece la aguja en la mano de la doncella / y paraliza la destreza del hilandero”. Todo esfuerzo productivo muere devorado por sus fauces pestilentes y los bancos se han convertido en las nuevas catedrales, desbordantes de lujo, donde van a rezar los pecadores a quienes no ha bendecido la abundancia. Es la Nueva Edad Media que se anuncia. Las viejas cadenas mencionadas en el Manifiesto Comunista han sido reemplazadas por sutiles hilos electrónicos y se llaman “tarjetas de crédito”. Millones de seres humanos viven atrapados en esta monstruosa telaraña virtual, pero ni siquiera alcanzan a percatarse de su dolorosa esclavitud.

Así están las cosas, ¿qué haremos entonces? Primero tendríamos que ser capaces de afrontar un proceso personal muy profundo, que nos ayude a descreer, a ejercitar una mirada crítica para recuperar la lucidez y romper el encantamiento de las falsas promesas difundidas por el sistema. Este es un paso extremadamente difícil porque las creencias tienden a afirmarse irracionalmente, de manera que el estudio comentado podría ser muy útil para acelerar ese fracaso, una vez que sus conclusiones logren circular más ampliamente. En forma paralela, deberían abrirse múltiples instancias de diálogo ciudadano que incentiven una práctica sostenida de la deliberación social, porque las nuevas respuestas que surjan de esta reflexión conjunta serán los fundamentos del nuevo ciclo civilizador que podría estar por iniciarse.