Por Álvaro Ramis

¿En que creemos? Es una pregunta importante porque todos creemos en algo, aunque no nos demos cuenta. Existen creencias religiosas, pero también políticas, científicas, filosóficas o ligadas a la vida cotidiana. Si caminamos por la calle debemos «creer” que el suelo no se va a hundir bajo nuestros pies, o al circular por la casa «creemos” que las paredes son impenetrables y por ello las rodeamos y entramos por la puerta.

Por eso Ortega y Gasset decía que «creencias son todas aquellas cosas con las que absolutamente contamos aunque no pensemos en ellas. De puro estar seguro de que existen y de que son según creemos, no nos hacemos cuestión de ellas sino que automáticamente nos comportamos teniéndolas en cuenta”(1). En otras palabras, las ideas se tienen, pero en las creencias «se está”, se «vive” en ellas, las llevamos puestas, como la ropa o los zapatos, que ya no sentimos a menos que nos molesten.
Las creencias se instalan por sobre la propia voluntad. Responden a ciertos usos, a herencias culturales, tradiciones y circunstancias. Son las percepciones que están en el ambiente, propias de la época o de la generación en la que nos ha tocado vivir. Por eso las creencias cambian de generación en generación. Las personas mismas no suelen cambiar sus creencias, porque tienden a buscar cierta coherencia biográfica, pero sus hijos o sus nietos pueden creer de otra manera.

¿País católico?

Alberto Hurtado, además de su obra asistencial, social y política, produjo uno de los primeros estudios importantes de sociología religiosa en nuestro país. En su famoso ¿Es Chile un país católico?, de 1941, Hurtado revisa las creencias de los chilenos y se asombra, cifras en mano, del enorme contraste entre la religión declarada y la religión practicada. Mientras la enorme mayoría se declaraba católica, sólo se reconocía como evangélico menos del dos por ciento. Los ateos y agnósticos eran una minoría muchísimo menor aún, y los estudios no se preocupaban de las otras creencias. Pero Alberto Hurtado ya advierte que esta aparente homogeneidad es sólo una fachada. Chile ya no era un país católico por la fuerza de las convicciones, sino por el peso de las tradiciones y las costumbres. Sólo faltaba esperar a que pasara el tiempo para que las siguientes generaciones asumieran nuevas creencias, tal como ha ocurrido en el presente.

Hoy Chile es un país cada vez más plural en cuanto a creencias. Según el Censo de 2012, el 67,4% se declara católico, casi 2,5 puntos menos que en 2002. Una caída importante, pero mucho menor a la ocurrida entre 1992 y 2002, cuando los católicos disminuyeron del 76,7% a 69,9%. Por su parte los evangélicos aumentaron levemente, pasando del 15,14% al 16,62%. En 2012 se incluyó por primera vez la opción de declararse budista, baha’i o ligado a la espiritualidad indígena, las que sumaron en conjunto sólo un 0,21%. Las cifras de musulmanes es estable y todas las demás religiones, judía, mormona, ortodoxa y testigos de Jehová, disminuyeron. Si se toman en cuenta todas las creencias religiosas incluidas en el Censo 2012, se concluye que la religión evangélica es la única que aumenta, muy ligeramente, por sobre el crecimiento de la población. Pero analizando estos datos el teólogo evangélico Juan Sepúlveda concluye que «aunque la población evangélica es la única que continúa creciendo, las cifras del Censo 2012 tampoco justifican actitudes triunfalistas por parte del liderazgo evangélico. Su crecimiento entre 2002 y 2012 es 0,64 puntos porcentuales menor que el crecimiento que tuvo entre 1992 y 2002. Además, ese aumento puede reflejar en parte la disminución de las personas de ‘otra religión o creencia’, por un mejor desempeño de los censistas”(2).

Por eso, el dato verdaderamente novedoso en 2012 fue el aumento de las personas que se declararon sin religión, llegando a un total del 11,58%, un 3,16% más que en 2002. Para analizar la evolución de esta tendencia habría que contar con los datos precisos por regiones, comunas y edades, a los que no se puede acceder por la desastrosa gestión anterior del INE. Pero se puede intuir que entre los jóvenes se ha producido un crecimiento importante de los sin religión. Cuando se pueda acceder a esos datos se podrá analizar con más detalle la magnitud y el alcance del giro laico producido en la última década. Lo que está claro es que todas las religiones institucionalizadas tienden a disminuir, a distinto ritmo, siendo el catolicismo la religión que más decrece. Pero la categoría «sin religión” no nos basta para afirmar cuánto suben los agnósticos y ateos. La categoría «sin religión” puede incluir un amplio campo de personas que, sin adscribir a una religión particular, construyen su sistema individual de creencias religiosas. Se mete en un mismo saco la individualización de la religiosidad y la negación de la creencia religiosa, lo que debería consultarse en un próximo Censo de forma clara y distinta.

Los tres dioses de los chilenos

Estas estadísticas globales ocultan la diversidad interna de cada religión. No se puede pensar que el 67,4% que se declara católico cree lo mismo o que el 16,62% de evangélicos sea homogéneo. Además, las fronteras confesionales no son nunca absolutas. Es común que católicos y evangélicos en el mundo popular compartan muchas más creencias entre ellos que con personas de su misma religión, pero que pertenecen a las clases privilegiadas. Para penetrar esa diversidad no sirven las cifras y es necesario proponer un método interpretativo que permita comprender lo que Sallie McFague llamó los «modelos de Dios”(3) al interior de las distintas religiones. Propongo identificar tres modelos del Dios de los chilenos:

1. Dios como orden perfecto: Para ilustrar esta religiosidad vale la opinión de la investigadora del Instituto Libertad y Desarrollo, ligado a la UDI, María Cecilia Cifuentes, que el 27 de junio de 2013 declaraba en Twitter: «No comparto con J. Sachs que causa de la infelicidad sea la desigualdad, ha existido siempre. Pienso que tiene que ver con la falta de Dios”. En esos pocos caracteres cabe todo un tratado de teología. El mundo ha sido creado por Dios como un orden perfecto, que el ser humano, desobediente e insumiso, se obstina en torcer. Por sobre las leyes humanas existiría una ley natural, inmutable y eterna, que dicta cómo se deben hacer las cosas. Por lo tanto, la felicidad radica en acatar lo que Dios manda: aceptar la eterna desigualdad económica, el poder de los poderosos, la riqueza de los ricos y la pobreza de los pobres. Dios ha dispuesto un orden estamental dentro del cual cada uno debe buscar su propia felicidad. Por supuesto este Dios es sumamente conveniente a quienes viven entre privilegios, pero sumamente ingrato para quienes viven en la miseria o contextos de injusticia.

El Dios del orden perfecto abarca todas las dimensiones humanas, dictaminando relaciones de jerarquía vertical entre hombres y mujeres, razas, clases y países, que no se pueden alterar sin desobedecer a la voluntad divina. Incluso Dios mismo ha diseñado un orden económico basado en leyes eternas, a las que se violenta si se las quiere regular o modificar. Por algo la misma María Cecilia Cifuentes salió a justificar el acaparamiento y la especulación de precios con productos básicos que se ha detectado en Iquique y Alto Hospicio tras el terremoto en el Norte Grande diciendo: «Si tienes diez naranjas y cien posibles compradores, ¿las sorteas, las pones en una piñata o las vendes al mejor postor?”(4). Cobrar por el agua embotellada 7.000 pesos o 3.000 por el kilo de pan, no es de acuerdo a la teología del Dios del orden perfecto un problema moral. Simplemente es el efecto de la ley natural económica que, por medio del libre flujo de la oferta y la demanda, determina siempre el precio que deben tener los productos. No es extraño que la religiosidad de las oligarquías se funde en estos principios. Pero lo que nunca deja de sorprender es que personas que sufren directamente los efectos de esta racionalidad religiosa, adhieran fervorosamente a ella.

2. Dios como consuelo perfecto: Este segundo modelo, a diferencia del anterior, no sacraliza el orden establecido ni lo considera inmodificable. Frente al sufrimiento humano, Dios aparece como fuente de consuelo y alivio. En las sociedades tradicionales se esperaba que el Dios del consuelo fuera un Dios sanador, que hiciera milagros y eventos maravillosos. Pero en la alta modernidad esta lógica ha cambiado por una tendencia a entender la práctica religiosa como experiencia terapéutica, especialmente en el ámbito sicológico y emocional. El Dios consolador no hace milagros, pero logra armonizar la vida, dar sentido, integrar a una comunidad de pertenencia, elevar la autoestima, relajar, motivar, etc.

El Dios del consuelo explica el crecimiento exponencial que experimentó el pentecostalismo en América Latina entre los años cuarenta y ochenta del siglo pasado. Christian Lalive D’Épinay estudió este fenómeno en El Refugio de las masas ( 5 ) , donde mostró cómo el traumático tránsito de millones de personas desde el campo a la ciudad encontró en la calidez asociativa de las iglesias pentecostales un refugio adecuado que aminoró los efectos despersonalizadores y masificantes de la transformación capitalista del continente.

Hoy, el Dios del consuelo forma parte del mercado de la autoayuda, donde se ofrece espiritualidad por medio del yoga, reiki, chi kung, análisis de los chakras, meditación trascendental, tai chi, y muchas otras experiencias similares, inspiradas sobre todo en Oriente. Todas estas búsquedas son saludables y provechosas. Sin embargo, hay un aspecto que esta religiosidad no logra abarcar. Este Dios ofrece su consuelo sin distinción, no importa lo que se haga o se deje de hacer. El más cruel gerente de una multinacional puede acudir al auxilio del Dios del consuelo, por medio de la terapia espiritual que más le satisfaga, aliviar su estrés, y así volver al día siguiente a su oficina a seguir exprimiendo a los que le toca machacar. Se trata por eso de una religiosidad que tiende a ser acrítica y despolitizadora.

3. Dios como justicia perfecta: Esta religiosidad percibe que el atributo divino más importante es «lo justo”. Pero ese Dios de la justicia perfecta contrasta con un mundo lleno de injusticia, que aparece como una contradicción absoluta, que lleva a la situación totalmente opuesta a la del Dios del orden perfecto. El orden vigente no es deseado por Dios, sino es un espacio de injusticia radical que es necesario transformar para que se acerque de forma progresiva al criterio absoluto de lo justo, personificado en Dios mismo. Por eso, este es el Dios de los defensores y defensoras de los derechos humanos, como Gandhi, Martin Luther King, Rosa Parks, Malcom X, Desmond Tutu, Oscar Romero, Pedro Casaldáliga, Helmut Frenz, Alfonso Baeza, Carolina Mayer y tantos otros y otras.

El Instituto Nacional de Derechos Humanos inauguró en diciembre de 2013 un hermoso sitio web dedicado a honrar y divulgar la memoria de los defensores y defensoras de los derechos humanos en Chile(6). Abarca a personas que lucharon a favor del derecho a voto, del derecho a la educación, la libertad de expresión, los derechos de los pueblos indígenas, por el reconocimiento de la diversidad sexual, por los migrantes y refugiados y las víctimas de la dictadura. Un nutrido grupo era creyente en Dios, y otro campo no lo era. Pero todos, invariablemente, creían en la justicia, en la dignidad humana, en la igualdad entre hombres y mujeres, ricos y pobres, mapuches y huincas, homosexuales y heterosexuales, chilenos, peruanos o bolivianos. Todos eran, en ese amplio sentido, «creyentes”, porque todos asumían estos derechos como evidentes e irrenunciables. No precisaban mayor fundamentación que su profunda conciencia de que cada ser humano es un fin en sí mismo, y nunca un medio, una cifra, o un precio.

Notas
(1) José Ortega y Gasset, Ideas y creencia (y otros ensayos de filosofía), Alianza, Madrid, 2005.
(2) Juan Sepúlveda, » Religión evangélica es la única que crece en Chile, pero crece menos que la no creencia”, en http://www.sepade.cl/noticias/display.php?id=734
(3) Sallie McFague , Models of God , Fortress Press, Filadelfia, 1987.
(4) @ccifuenteslyd, 3 de abril de 2014.
(5) Christian Lalive D’Épinay, El Refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo chileno , Ed. del Pacífico, Santiago, 1966.
(6) http://defensoresydefensoras.indh.cl/