Por Fernando Quijano

En algún momento de la Modernidad debió suceder algo. Un desgarro. Poco importa aquí fechar su datación cronológica en términos deterministas. O, en su defecto, posibilitar el rastreo de sus orígenes hasta la mismísima caída de Constantinopla; ¿quién lo sabe? También en esa misma línea, ciertas raíces del fascismo podrían ser presentidas ya en el Sacro Imperio Romano Germánico. O ensayarse variantes de la hipótesis de la nariz de Cleopatra, -por caso, el inefable collar de María Antonieta, acelerador catalítico de la Revolución Francesa, Cagliostros y francmasones mediante-.  Después de todo, antiguos autores clásicos como Jámblico o Flavio Josefo hoy podrían ser considerados, poco menos que, pioneers diletantes de la historia ficcionada. Algo habrán hecho.

Pero nuestro propósito no es genealógico. Los cimientos fracturados de la civilización actual comenzaron a exhibirse en algún momento como dientes arrancados a la tierra tras un desolador terremoto de signos. Sospecho que Nietzsche debió divertirse a lo grande, tal vez tras una noche regada de ajenjo, cuando disparó su terrible obra maestra punk: Dios ha muerto.

Más tarde – tras alucinados crepúsculos de sangre, muerte y ruina– Giorgio Agamben agregó: Dios no ha muerto. Se ha transformado en dinero.

Nunca se formuló u observó, que yo sepa, el simbolismo implícito que conlleva la adoración de un dios de papel.

Fetiche de la mercancía, quinto jinete del apocalipsis de San Juan, falso redentor de la  vida y de la muerte. Tal es la magnitud de su peste que superpotencias económico-militares como China y Estados Unidos basan su equilibrio de no-agresión mutua, no en el temor a los dispositivos bélicos nucleares respectivos sino en el temor a las catástrofes financieras gigantescas que se desatarían en caso de conflagración. Es público que el sistema financiero norteamericano respira trillones de dólares chinos. Así como también, es pública la precariedad sociopolítica de tales asientos contables, de volatilidad siempre a punto de estallar. Entre tanto, la creencia tácita de que las tensiones encuentran un punto estable de neutralización merced a un mecanismo naturalmente dado, per se, merecería figurar como una de las cumbres del pensamiento mágico del Comité para la Defensa del Sistema Nervioso Débil.

La crisis de la civilización moderna es un hecho, peligrosamente, objetivado, naturalizado –formam terribilem- por su retroalimentación mediática: una puesta en escena afuera.

Digamos, también, en virtud de cierta pulcritud conceptual, que esta percepción no es más que otro rizo de su estructura misma en descomposición. Así pues, ha quedado configurada una imagen y un clima cuyas variaciones de trabajo determinan un pathos cuanto menos asfixiante. Contingencia pura. Parálisis. Mentiras que nunca serán puestas en palabras definitivas. Tierras Prometidas tecnológicas. Estetizaciones políticas adventicias. Un funeral hipnótico donde nunca se termina de enterrar al muerto. El mundo no está en condiciones de soportar imperativos categóricos kantianos, escuché hace poco en un bar de Once. Pronto habrá que dejar de llorar responsabilidades que nunca serán asumidas por otros.