Lo voy a intentar. Porque anoche dormí mal y porque el desasosiego y la desolación son el factor común de lo que he leído hasta ahora. A Mempo le salió lagrimear y putear a la Parca, Miguel Rep también se ensaña con enero, mes de despedida de varios grandes, Cristina Banegas no puede decir más que adiós, Sasturain no sabe qué elegir para decir el dolor. Y así casi todos. Y yo no encuentro el tono, pero tengo que intentarlo.
Lo vi sólo dos veces en la vida. La primera, en Buenos Aires, durante los nefastos 90, en la década infame menemista. Había viajado a Buenos Aires para recibir el Premio Nacional de Poesía o algo así. Yo estaba esperando a Rodolfo Braceli en la antesala del lugar donde se grababa el programa «Los siete locos», conducido por Cristina Mucci. Y entró él junto con Mara Lamadrid, su compañera. Me acerqué y me presenté. Cuando me identificó se le encendió ese entusiasmo casi infantil de todo poeta amoroso. Quedamos en intentar vernos, pero su agenda lo hizo imposible. Pude entrevistarlo telefónicamente para «Buena Letra» (Diógenes, 2000), mi libro de conversaciones con autores y autoras. Y fue una delicia.
La segunda y la última fue en Mendoza, no hace mucho. Dio una charla en la sala del Concejo Deliberante de Godoy Cruz. Allí dijo públicamente que debería sentirme orgulloso de ser el nieto de quien era.
Es que entre Juan y yo está mi abuelo. «Violín y otras cuestiones», con prólogo de Raúl González Tuñón, su primer libro, fue publicado en 1956 bajo el sello editorial de Manuel Gleizer, mi abuelo. Juan tenía 26 años y formaba parte del grupo de poetas «El Pan Duro», integrado por José Luis Mangieri (querido y entrañable Loco, enorme editor también), Julio César Silvain y Héctor Negro, entre otros. Todos jóvenes comunistas que contaron con la generosidad proverbial del viejo Gleizer. Se fueron disgregando hacia otras afiliaciones partidarias, pero siempre con la proa de su barca hacia una sociedad más igualitaria en la que el ser humano y la naturaleza se hermanen en plenitud. Después, lo que se sabe. Creó un lenguaje poético fundacional en nuestro idioma, vivió atravesado por la Historia, fue víctima de la perversa lanza del genocidio. Y, sin embargo, nunca dejó de privilegiar su amor revolucionario, la belleza, por sobre el dolor de su experiencia.
De todos los grandes que editó Gleizer (Borges, Lugones, Gerchunoff, Scalabrini Ortiz, los González Tuñón, Macedonio, Cancela, Eichelbaum, Gálvez, Fijman, Franco, César Tiempo y tantos más) sólo queda en pie y trabajando el monumental Marcos Silber («Volcán y trino» fue su debut y, a su vez, el último título del fecundo catálogo Gleizer, en 1958). Eso quiere decir que, con el fallecimiento de Juan, empieza a cerrarse una época gloriosa de nuestra cultura. Aunque, como bien dice su amigo Eduardo Galeano, la muerte miente.
No hay pena que supere a la maravillosa experiencia de leerlo, haberlo visto y seguir su huella periodística.
Hoy soy yo el abuelo que tiene un nieto llamado Juan. Quizá llegue a ser poeta. Belleza tiene.

http://losotrosjudios.com/