«De lejos dicen que se ve más claro»,  Joan Manuel Serrat

Fue muy importante en mi vida. En nuestras vidas. Llegaba todos los días a media mañana, excepto domingos y feriados. Pedaleando incansablemente con su bolsón de correspondencia gordo, marrón y gastado. Se llamaba, o se llama, creo que aún vive, Alfredo Cañas, Cañitas. Cartero, zapatero remendón y músico. Un personaje, querido por el vecindario de la Cuarta Sección de la ciudad de Mendoza. Alto, musculoso, de mandíbulas rotundas y sonrisa plena, Cañitas me traía una carta diaria de Celia (nos escribíamos invariablemente todos los días. Ella desde Buenos Aires y yo desde acá), entonces mi novia y hoy mi compañera hace ya casi cuarenta años.
Dejaba la bicicleta y su preciado tesoro amurados al portón del garage de casa y comenzaba un ritual casi cotidiano. A veces un café, otras un vino oscuro y espeso, siempre la charla franca, matizada de política, fútbol, música y mujeres. No era, precisamente, un chismoso, pero además de las cartas llevaba y traía mensajes orales de aquí para allá. Tocaba la guitarra eléctrica en un grupo que se llamaba Los Planetas o Los 4 Planetas, no recuerdo bien. Y completaba sus ingresos mensuales con el oficio, hoy casi en extinción, de zapatero, como ya conté.
Amanecía la década del setenta. Había fervor militante (como ahora) y delirios militaristas. Comenzaban las pruebas que el Consenso de Washington hacía para sojuzgar las voluntades democráticas del continente. Era destituido y moría Salvador Allende y con él moría también el primer intento de construir el socialismo sin recurrir a la sangre derramada. Hoy, con sobresaltos y acechanzas interminables, hemos retomado ese camino sembrado de mártires y héroes. En fin, pese a los dolores, recuerdo esa época como la de la formación de los principios que nos guían. Cuba era flamante esperanza y aún brillaban los ecos del Cordobazo, el Mendozazo y sus banderas al viento.
Hoy llegan pocas cartas. Apenas algunas boletas de servicios para pagar, mentirosas publicidades bancarias, paquetes de libros y resúmenes de cuentas, son traídos por Eduardo, también en bicicleta y acompañado siempre por el Negro, un perro petiso, lanudo y amigo.
Quiero imaginar la escena que vivió Hebe, en su casa de La Plata, cuando Florentino, supongamos que le llaman Tino (invento un nombre que ya no se usa porque el momento que relato se me hace ficción), su propio Cañitas, le golpeó la puerta al grito de «Hebe querida, ¡te llegó carta del Vaticano!». Él, pobre, no sabía que era respuesta a una que ella le había enviado a Francisco para felicitarlo y reconocer (si algo no se le puede reprochar es su inclaudicable franqueza y honestidad) que nunca supo de su actitud pastoral, cuando todavía era un tal Bergoglio. En esa misiva (sí, ya sé, misiva suena burocrático y almidonado, pero trato de evitar las repeticiones, como me enseñan mis correctores de estilo) nuestra Madre le contaba que cuando ellas pasaban por la Catedral reclamando por la aparición con vida de sus hijos sólo recibían desde su interior un silencio que dolía, que duele.
El mensaje del Papa es respetuoso. Inclusive, me animo a considerarlo pleno de ternura, cariñoso. Enhorabuena, claro que sí. Después de todo, el servicio postal de la Santa Sede empieza a mejorar. Se han demorado casi cuarenta años en reconocer el dolor de nuestras Viejas amadas, su infatigable lucha pacífica, su dignidad ética y épica.
A Galileo Galilei la carta de disculpas le demoró en llegar apenas 379 años. En 1630, la Inquisición lo censuró por su defensa de Copérnico, pero en 2009 el Vaticano informó que se retractaba. Claro, don Galileo ya era ilustre cadáver, pero cadáver al fin. Ni se enteró.
Treinta años antes, el 17 de febrero de 1600, Giordano Bruno fue quemado vivo, acusado de herejía, en Campo dei Fiori, cerca de Roma. Un día antes de cumplirse los 400 años del fuego sacramental la Iglesia le envió una carta para pedirle disculpas. Tarde, otra vez. Ni las cenizas quedaban para recibir el mensaje.
Por eso digo que han mejorado sensiblemente el servicio de correo postal. 37 años es apenas una bicoca.
Así que ya sabe, si espera carta de allá, haga como yo hacía con Cañitas. Busque un lugar cómodo, prepárese un café, elija un libro interesante, ponga en el equipo de audio ese bolero tan apropiado que dice «Espérame en el cielo, corazón…» y mire el almanaque cada tanto. Si prefiere, tome un vaso, abra ese Malbec que tiene reservado para ocasiones especiales, o ese Torrontés bien frío que le regaló Roberto. Mire, ahora que lo pienso, y para que conserve su coherencia y su paciencia, empine un Tardío helado (sin hielo, por favor) que el cartero de Dios se demora un poco, pero parece que llega.