Apareció en 1883, en forma de folleto, en el periódico «L’egalité», en Francia, claro, pero había sido redactado unos años antes en Inglaterra. Era, es, un filosófico e irónico rechazo al modo de vida capitalista, a su alienación y el despilfarro de las capacidades creativas del ser humano.

Nadie, ni el más audaz de los argentinos hubiese imaginado que el primer aporte teórico de Paul Lafargue al marxismo, su libro «El derecho a la pereza», esa extraordinaria reivindicación del ocio, iba a ser el oculto texto de cabecera, la inspiración más fervorosa del dirigente de derechas que dirige los destinos de la ciudad de Santa María de los Buenos Aires (y las múltiples inundaciones).
Al yerno de Karl Marx (se casó con Laura, su hija, y se suicidaron juntos en 1911: un pacto hacia la pereza eterna) le cabe aquello de que «uno nunca sabe para quién trabaja». En casi cinco años de acción (¡sic!) de gobierno, Mauricio Macri ha utilizado más de ciento noventa días de su «derecho a descansar», como él mismo declaró ante el periodista Jorge Rial. A razón de más de cuarenta días por año, un promedio que, seguramente, ninguna de las víctimas fatales y no fatales de su jurisdicción pueden empardar. Entonces, sincerémonos, no es que cada vez que sucede una catástrofe pluvial el Gerente se encuentra fuera de la ciudad; lo insólito sería que ocurra lo contrario, que la próxima lluvia lo sorprenda en su casa, con Juliana y Antonia, jugando al golf y al golfito, respectivamente. Esta vez fue en Brasil, la anterior en San Martín de los Andes, otra en Turquía y alguna otra dándose besitos, él y el rabino Bergman, con los tipos de «Kiss» en River (que queda, efectivamente, en la ciudad, pero es territorio deportivamente extranjero para el expresidente y actual patrón de Boca Juniors). Si hasta periodistas amables con él, como Alfredo Leuco y Magdalena Ruiz Guiñazú, le hicieron ver los despropósitos.
Dos o tres imágenes del naufragio. Mientras Mauri y sus secuaces hacían lo que hacen siempre, repartir culpas ajenas, el Secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, se bajaba del gomón desde el que inspeccionaba las zonas afectadas, se introducía en una vivienda y salía con una anciana llevándola alzada hasta un lugar seco y a salvo. Bien podría haber estado en su oficina, coordinando los operativos de auxilio y rescate, con cincuenta celulares y demás parafernalia tecnológica, pero prefirió ejercer la solidaridad de cuerpo presente, metiéndose en el agua hasta las verijas, como dicen los gauchos de la pampa, la húmeda y también de la seca.
Otra. Cristina entre la gente de Tolosa, su lugar de nacimiento, y el Barrio Mitre, éste último perjudicado por las obras de un supermercado que escurre sus aguas hacia las casas de la población con total impunidad, pese al reclamo judicial oportunamente iniciado. Con muy poca custodia, la presidenta y dos diputados de La Cámpora estuvieron cara a cara con damnificados, poniendo el cuerpo, como debe ser.
En fin, que uno lo imagina al alcalde en piyama a rayas (más parecido a un disfraz de presidiario) intentando leer «Le droit á la paresse» en su idioma original. Y pese a que el esfuerzo es inútil, algo como una natural sensación de clase le hace crecer la admiración por ese ser que, desde las antípodas ideológicas, le da letra y justificativos para ser como es: un ocioso, un vago, pero con respaldo teórico. Que ese respaldo provenga de un marxista y, para colmo, pariente político del padre del comunismo, lo tiene tan atormentado, tan problematizado que, dice, necesita unos días más de descanso. Por lo menos, hasta el próximo diluvio.