Se cumplen diez años del «no a la guerra» en Irak. La jornada de protesta global antiguerra del 15 de febrero (15F) del 2003, que logró sacar a la calle entre 8 y 13 millones de personas en todo el mundo, celebra hoy una década. The New York Times llegó a decir, a raíz de dicha movilización, que “existen dos superpotencias en el planeta, los Estados Unidos y la opinión pública mundial”. Pero, ¿qué ha quedado de todo aquello? ¿Qué consiguieron quienes se manifestaron masivamente en más de 800 ciudades? ¿Qué diferencias y semejanzas encontramos entre esas protestas y las actuales? Aquí, algunas respuestas.

El 15F fue la manifestación internacional más grande de la historia. Ese día millones de personas se hicieron oír de una punta a la otra del planeta para expresar su rechazo a la inminente invasión de Irak. Las marchas más importantes tuvieron lugar en los países con gobiernos favorables a la guerra: tres millones de manifestantes en Roma, dos en Londres, millón y medio en Madrid y Barcelona respectivamente, y marchas en Chicago, Los Ángeles, Nueva York, entre otras 150 ciudades estadounidenses. El 15F demostró la capacidad de los movimientos sociales para llevar a cabo acciones coordinadas a escala internacional con un fuerte impacto político, social y mediático.

Antiglobalización, antiguerra y antiPP

Unas protestas que no pueden entenderse sin el auge, unos pocos años antes, del movimiento antiglobalización y la dinámica de los foros sociales, y en concreto del Foro Social Europeo y el Foro Social Mundial de donde salió dicha convocatoria. El movimiento antiglobalización, que emergió públicamente a partir de las protestas en Seattle, contra la ronda del milenio de la Organización Mundial del Comercio, mutó, a partir del año 2003 y en la medida en que la estrategia de «guerra global contra el terrorismo» de George W. Bush se afianzaba, en antiguerra.

En el Estado español la movilización del 15F fue tan contundente, 5 millones de personas salieron a la calle en 55 ciudades, que incluso George Bush padre llegó a afirmar que la política exterior de Estados Unidos no vendría determinada por las protestas en Barcelona. Acciones, manifestaciones, cadenas humanas, ocupaciones y centenares de actividades se sucedieron de febrero a abril del 2003 en una protesta masiva contra el apoyo incondicional del gobierno de José M. Aznar a la guerra en Irak.

Pero dichas protestas no sólo expresaban un malestar social generalizado por la política exterior del gobierno del Partido Popular (PP) sino, también, y en primer lugar, un gran descontento por sus  medidas reaccionarias y antisociales, que se manifestaba en multitud de campañas y luchas específicas que, en ese período llevaron a cabo importantes movilizaciones: contra el Plan Hidrológico Nacional, el Prestige, la LOU, la Ley de extranjería, o la Huelga General contra el decretazo.

Y, en segundo lugar, un malestar fruto, asimismo, del talante autoritario y prepotente de su presidente José M. Aznar, después de siete años en el Gobierno y, especialmente, en los últimos tres de mayoría absoluta, y que tuvo su máxima expresión con el apoyo a la guerra en Irak con un 90% de la opinión pública en contra. Estos «ingredientes» fueron determinantes para la emergencia de un movimiento antiguerra y unas protestas tan masivas como las que, entonces, tuvieron lugar.

En el Estado español, la constitución del movimiento contra la guerra  fue fruto de la confluencia, principalmente, de dos sectores: el movimiento pacifista histórico, artífice de las protestas contra la OTAN en los 80 y contra el servicio militar obligatorio y a favor de la insumisión en los 90, y el movimiento antiglobalización, que actuó de fuerza motriz. En Catalunya, la Plataforma Aturem la Guerra, ha seguido trabajando desde entonces en la defensa de la paz y la denuncia de los intereses políticos y económicos tras los conflictos bélicos, especialmente en Oriente Medio.

Luchar sirve

Pero, ¿de qué sirvieron dichas protestas? A pesar de que la guerra en Irak se llevó a cabo, la movilización internacional forzó al gobierno de George W. Bush a justificar lo injustificable, con mentiras, y bombas de destrucción masiva, incluídas, para defender la invasión de dicho país. El precio pagado por el gobierno de EEUU y sus aliados fue muy superior al previsto. Y el conflicto generó brechas importantes en el consenso, que hasta el momento había existido, en la estrategia de guerra global contra el terrorismo, que legitimó la intervención militar de los EEUU en Afganistán después de los atentados del 11 de septiembre del 2001.

Aquí, las consecuencias de la movilización antiguerra fueron especialmente evidentes tras los atentados del 11 de marzo del 2004 en Madrid. Las impresionantes movilizaciones, que acabaron con la derrota del PP en las urnas, difícilmente hubiesen tenido lugar sin el ciclo anterior de protesta, que había fortalecido un tejido social crítico con la gestión de José M. Aznar y, evidentemente, sin el papel de las plataformas antiguerra, capaces de generar un consenso social muy amplio contra la participación española en la guerra en Irak. Un sustrato social que fue clave en el desenlace de la crisis de marzo del 2004 y en la capacidad de los movimientos sociales para presionar al gobierno del PP, poner de relieve sus mentiras y mostrar a la opinión pública la verdad de los hechos.

Después de la victoria del PSOE, el 14 de marzo del 2004, el nuevo presidente José Luís Rodríguez Zapatero llevó a cabo algunas reformas destinadas a contentar parte de su electorado y a marcar diferencias respecto al gobierno anterior de Aznar. La retirada de las tropas de Irak aprobada, pocos días después de ganar las elecciones, fue buena prueba de ello y significó una victoria importante para el movimiento antiguerra. Pero en tan sólo unos meses Zapatero reforzó la presencia militar en Afganistán y defendió, en el marco del Tratado de Constitución Europea, la necesidad de un ejército europeo común, por tan sólo citar dos ejemplos, continuando la política militarista y atlantista tradicional del Estado español.

Ayer y hoy

Hoy, diez años más tarde, el contexto económico, político y social ha cambiado radicalmente. La crisis sistémica en la que nos encontramos inmersos y que golpea, especialmente, los países de la periferia de la Unión Europea ha desenmascarado, a una velocidad de vértigo, las bases del actual sistema capitalista, dejándolo desnudo, y sin cortinas de humo. La complicidad entre la clase política y las élites económicas y financieras es una obviedad a ojos de una gran mayoría social. Si en aquel momento se gritaba «No en nuestro nombre», en referencia a la ilegitimidad de la guerra, ahora se va más allá con el «No nos representan», aludiendo a la ilegitimidad del sistema político. La crisis actual golpea  a muchísimas personas. De aquí, que el malestar social indignado sea mucho más profundo, y esté mucho más arraigado, que el de entonces.

Ayer, nos movilizábamos contra la invasión de Irak, hoy la gente sale a la calle contra los desahucios, el paro, la precariedad, los recortes, la deuda… El peso de las reivindicaciones cotidianas es, sin lugar a dudas, mucho mayor, precisamente, por el impacto de la crisis. Sin embargo, y a pesar de que el internacionalismo sigue siendo un elemento distintivo de la protesta y que la marea indignada en Europa se alimenta de las revueltas en el mundo árabe y da lugar a Occupy Wall Street, la coordinación internacional, a diferencia del movimiento antigloblización y antiguerra, es todavía frágil.

Pero diez años no son nada. La indignación y la rebeldía, por más que les duela, no se pasa con la edad. Se reafirma y se fortaleza con el paso del tiempo. Aquí seguimos.