*Por Jorge Gómez Barata*

Para fabricar una bomba atómica se necesitan cuatro elementos: dinero, potencial industrial, material fisible (uranio o plutonio) y algunos especialistas. Setenta años atrás, partiendo de cero lo hizo Estados Unidos y en rápida sucesión lo lograron Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética. Poco después ingresaron al club: China, India, Israel, Pakistán, Corea del Norte e incluso Sudáfrica. Israel es el único país que posee armas nucleares clandestinamente y Sudáfrica el único que las ha eliminado.

Debido a su potencial económico, tecnológico y científico técnico, Canadá, Australia, Brasil, Argentina, México, Corea del Sur, Taiwán y Singapur, entre otras decenas de estados, pudieran hacerlo; para no hablar de Alemania, Japón, Suecia y España. Los límites de la proliferación nuclear no son económicos, tecnológicos o científicos, sino políticos. No se trata de poder producir bombas atómicas, sino de querer hacerlo. Afortunadamente la mayoría de las naciones desarrolladas y varios países emergentes, voluntariamente han renunciado a ellas.

El control sobre la tecnología para enriquecer el uranio y no el uranio mismo, que es un producto natural que como el oro, el petróleo y el carbón se encuentra en muchos países, algunos pobres, políticamente vulnerables e inestables, es vital para el control nuclear. Esa es ahora la última línea para contener la proliferación atómica.

La Cumbre sobre Seguridad Nuclear permitió conocer los inventarios mundiales de uranio y plutonio, 1 600 toneladas del primero y 500 del segundo y sirvió de escenario para que algunos países dieran pasos concretos: Ucrania comunicó su decisión de deshacerse de todo su uranio enriquecido, Chile decidió almacenar el suyo en Estados Unidos, México dio pasos en el propósito de reconvertir una planta nuclear que funciona con uranio enriquecido, a un tipo de combustible no apto para la fabricación de armas, entre tanto Estados Unidos y Rusia acordaron quemar en reactores decenas de toneladas de plutonio guardado en sus almacenes.

En realidad hasta donde hoy se conoce, excepto Israel, no existe ningún Estado que no las posea interesado en desarrollar clandestinamente armas nucleares; incluso a pesar de la enorme publicidad negativa que recibe, Irán no posee tales artefactos, no consta que disponga del uranio necesario para fabricarlas y, por tratarse de un estado miembro de la ONU y de la Organización Internacional de la Energía Atómica y firmante del Tratado de no Proliferación, existen amplios márgenes para el dialogo político y oportunidades para la diplomacia.

La opción adoptada por Obama de cerrar el paso al terrorismo nuclear por vía de controlar de modo eficaz el combustible y ciertos elementos de la tecnología nuclear, que parece racional, adolece de la exclusión de Teherán, proscripto por prejuicios de naturaleza política.

Haber sentado a Mahmud Ahmadineyad a la mesa con lo que vale y brilla en el mundo del átomo, integrarlo a los compromisos mundiales y permitirle compartir el consenso universal acerca de los peligros de la proliferación, hubiera sido una buena jugada que lamentablemente estuvo fuera del alcance no sólo de la mentalidad de la Clinton y de los líderes de la Comunidad de Inteligencia, sino del propio presidente norteamericano.

Además de excluir a Ahmadineyad, la diplomacia norteamericana tampoco atrajo a Washington a Benjamín Netanyahu, perdiendo la posibilidad de debatir cara a cara los peligros que las armas atómicas de Israel representan no para Teherán sino también para los demás estados de la región que como Egipto, Arabia Saudita, Jordania, Líbano, Turquía, entre otros que serian perdedores si Israel se lanza a la aventura de usar sus poderío atómico contra el país persa.

La Conferencia de Seguridad Nuclear, junto al Tratado de Limitación de Armas firmado con Rusia, así como algunos elementos de la Doctrina Nuclear Norteamericana recién acuñada, son pasos concretos y en conjunto, representan avances. Sería lamentable que a causa de errores diplomáticos del calado de los cometidos en Washington y de actitudes políticas fallidas, entre ellas la retórica anti iraní, se conviertan en otras oportunidades perdidas.