“(…)esta yunta apretada y agobiante que es el peso de la patria”.

Julio Fernández Estrada

Por Frank García-Hernández

Tenía cuatro años cuando mi abuelo me llevaba a un pequeño mercado cerca del mar. Al entrar, yo tomaba un carrito metálico y me sentaba dentro. Él tiraba de este mientras paseábamos dentro de los pasillos formados por filas de estantes con latas de conservas a cada lado. El niño que yo fui escogía peras dulces, melocotones en almíbar, mermelada de fresa. Los traían de Albania, la Unión Soviética o Rumanía. En los años ochenta Cuba reía.

Hoy ese local sigue existiendo, pero sin carros pequeños ni conservas europeas. El imaginario popular no le cambió el nombre, aun y se dividió entre una bodega donde expenden los productos de la libreta de abastecimiento –subvencionados por el Estado a precios ínfimos: un pan cuesta menos de un centavo dólar americano- y al lado, la venta de alimentos con normas de libre empresa.

A solo pocas calles, una tienda por departamentos que perteneció en la década de los cincuenta a la cadena norteamericana Sears y que con la llegada del socialismo se le nombró Amistad, guarda aun la señalética de la época soviética.

A ella fui una noche de 1991 con mi padrastro y madre. De pronto toda la mercancía se esfumaba de los estantes. El esposo de mi madre compró varios abrigos. Se corría la voz que al otro día los recogerían todos: los enviarían a almacenes para distribuirlos entre la población en caso de mayor emergencia.

Se desplomaba la Unión Soviética, los países socialistas de Europa habían cambiado de rumbo su política y su economía: ellos representaban más del ochenta por ciento de nuestra economía. Había que resguardar lo muy poco -para ese entonces, casi nada-, que nos quedaba. Para mayor tensión, los norteamericanos invadían la cercana Panamá y salían victoriosos.

Esa noche, si los marines yanquis hubiesen desembarcado en el malecón habanero, ningún gobierno nos habría enviado ayuda militar y muy pocos nos habrían defendido. Débiles como estábamos, teníamos que asumir, solos, una posible invasión de la potencia militar más grande de un mundo recién declarado unipolar.

En mi escuela primaria, cada cierto tiempo, sonaban las alarmas antiaéreas. A modo de ensayo los niños corríamos agachados por los bordes de los pasillos y nos sumergíamos en el sótano. Era una diversión para nosotros. Una pesadumbre para los adultos.

Los televisores –cuando había fluido eléctrico- entre noticias, transmitían la invasión a Irak. Nunca olvidaré cuando supe que un misil aire-tierra había perforado un refugio de civiles. La fortaleza tibia del sótano escolar, zona habitual de mis juegos, se desmoronó en mi cabeza.

Los cinco primeros años de la pasada década de los noventa fueron desoladores. Una amiga y vecina tenía la máquina del refrigerador rota. No le preocupaba, no había casi qué guardar. En la gaveta de los vegetales, a falta de mejor pecera, su niña que estudiaba conmigo, criaba peces tropicales.

Algo nos quedaba claro: en el capitalismo nos esperaba algo peor pues no recibiríamos las bondades del modelo sueco y sí las crisis de los haitianos. Abajo, al sur, Menem nos mostraba qué nos podía suceder.

En 1994 estalló una crisis migratoria. Las embarcaciones improvisadas que partían hacia la Florida se hundían en el mar antes de llegar a costas norteamericanas. El gobierno Clinton acogía a los afortunados sobrevivientes y los enviaba a la Base Naval de Guantánamo. Pero el sentido democrático del entonces señor presidente de los Estados Unidos no alcanzó para levantar el bloqueo a Cuba.

Los vecinos del norte nunca toleraron que un día de agosto de 1960 los cubanos le nacionalizáramos 26 empresas de su propiedad. La soberbia fue tal que ni aceptaron el monto compensatorio. No aceptaron tampoco que les destruyésemos en 1961, la invasión que prepararon con el mismo esquema con el cual derrocaron a Jacobo Árbenz en Guatemala.

Hoy el bloqueo existe por una sola razón: esperan vernos caer. El presidente Obama y quizá, Hillary Clinton, por intenciones pragmáticas de bolsillo, quieren echarlo abajo, pero mientras lo dicen y lo hacen, esperan que aceptemos todas y cada una de sus condiciones. Sin embargo, Cuba se mueve.

 

Post scriptum: este texto se terminó de redactar a las 6:54 de la noche hora de La Habana, del día lunes 25 de octubre del 2016, pero por motivos relacionados con el bloqueo no se podrá publicar hasta el día de mañana, cuando mi país, Cuba, pida ante la Asamblea General de la ONU, el cese definitivo del cerco económico y comercial.