El viernes 01 de julio en el marco de la formación de «Enfoque de paz y noviolencia en la comunicación» realizado en la Universidad Politécnica Salesiana de Quito, una de las disertaciones sobre las que se debatió con los alumnos y profesores fue esta:

Violencia mediática y alternativas

De violencia en los medios hablamos mucho e insistentemente. Sobre los contenidos violentos, sobre la exaltación de la violencia y su naturalización, etc. Y casi siempre pensamos en la violencia de sangre, la violencia física. O de la violencia de los estereotipos, de la estigmatización de algunos sectores sociales, de la cosificación de la mujer, del llamamiento a las violencias.

No voy a redundar sobre estas cuestiones, porque creo que son de una evidencia absoluta y es algo a lo que deseo que todos estemos dispuestos a enfrentar en tanto que comunicadores.

Pero hay violencias más sutiles, más perniciosas y en muchos casos, tan naturalizadas como las que antes subrayé. El acceso a la comunicación, el acceso a los medios es violento. Como también es violenta la recepción de esos estímulos y contenidos.

Ignacio Ramonet, que espero forme parte de sus cátedras de estudio, siempre destaca como más importante la información que no se cuenta que aquella que sí es contada. Por ese lado viene esta reflexión. Todo lo que no es contado o todos los que no pueden contar son, en mayor o menor grado, violentados, excluidos.

Esta exclusión no es casual o accidental, es premeditada, intencional. Los medios de comunicación han abandonado hace tiempo el rol que durante décadas se les achacó que era informar. Hoy por hoy, en su gran mayoría, se han convertido en agentes propagandísticos, publicitarios, enajenadores de toda idea que pudiera ser opuesta a los intereses empresariales, políticos o corporativistas de dichos estamentos.

Tampoco es nuevo esto que les estoy diciendo, pero quizás uno no conceptualiza, no se detiene a mirar este fenómeno como una agresión social, como un atentado, como una violación de los derechos humanos.

Quisiera proponerles pensar en este sesgo autoritario de los medios masivos de comunicación como un Apartheid comunicacional. Un apartheid monstruoso y cruel del cual, inintencionadamente podemos volvernos cómplices.

Veo muchas caras jóvenes en este auditorio, así que quizás sea conveniente recordar qué fue el apartheid. Y cuando digo recordar, no me refiero a intelectualizar, idealizar conceptos, sino a “volver a pasar por el corazón”, como fue creado el sentido de esta palabra.

El Apartheid fue una doctrina de segregación o discriminación racial de la población que no fuera de raza blanca, legalizada en la República de Sudáfrica entre 1948 y 1992. Luego, el término se extendió a todos los tipos de segregación, sea racial, sea sexual, sea religiosa, sea económica o de otra índole.

Decía, entonces, esto de pasar por el corazón, porque en Pressenza creemos que más allá de considerar algo bueno o malo, correcto o incorrecto, también apelamos a un registro profundo de rechazo de la injusticia. Comunicamos porque estamos en contra de las injusticias, del dolor y del sufrimiento de los seres humanos. Por eso nos oponemos a la alienación que ejercen los medios. Y como estar en contra es muy entretenido, pero tácticamente ineficaz, proponemos una forma de comunicar contraria a estos fundamentos.

Vuelvo al apartheid mediático, que es la particularidad que queremos desarrollar ahora. La segregación que vivimos en los medios de comunicación es este ultraje que les mencionaba. Que se ejerce con total impunidad, no suele haber normas que regulen o exijan cuotas de pantalla o cuotas temáticas. Se diría que de existir estos protocolos se estaría atentando contra la libertad de prensa o las libertades en toda su extensión. No vengo a proponer este ejercicio cuasi autoritario, sino otro, apagar esos medios criminales. Y actuar de manera proactiva y propositiva llevando adelante una comunicación noviolenta.

La comunicación popular y la comunicación comunitaria o, incluso, la llamada comunicación alternativa han revertido estos conceptos. O al menos llevan tiempo intentándolo, llevan tiempo analizando y ensayando otra comunicación.

La masividad se instala desde la violencia, desde la apropiación de espacios comunes para propagar cuanto más, mejor, ese mensaje categórico y excluyente, desintegrador y distractivo. Por supuesto que con la anuencia de sistemas políticos, económicos, sociales que han privilegiado el adoctrinamiento, la censura y el silenciamiento de vastos sectores del pensamiento y quehacer humano.

En varios países de nuestra región se están llevando adelante cambios en lo que se refiere a reparto del espectro radiofónico, las licencias de televisiones, telecomunicaciones e incluso controles en internet. En la mayoría de los casos con buena voluntad por intentar democratizar al que fuera considerado “el cuarto poder” en otras épocas y que hoy ejecuta el poder con mayor capacidad que el poder político, el poder legislativo o el poder judicial.

Recuperar ese terreno fue una lucha de muchos años de generaciones de comunicadores, activistas sociales y organizaciones que comprendían que esta configuración de medios, monopolizaba no solo el acceso a la información, sino a los contenidos y valores.

Así pues, ideológicamente la alternativa es muy evidente: no reproducir estos modelos de comunicación. Agregaría que además debemos combatir, al menos, el alcance de su propaganda, ya sea limitando sus tentáculos o haciendo crecer las audiencias de lo comunitario y popular y multiplicando la participación y acceso a la palabra, a la imagen.

Bueno, pues, ¿cómo lo hacemos?

En un plano mayor es necesario avanzar en la desconcentración mediática, esa parte nos queda un poco grande, pero quizás podamos hacer algo en tanto que usuarios, diciendo no a esta oferta y alimentando el debate y esfuerzo de todos los mecanismos que vayan en esa dirección.

Diversificar las voces, es multiplicar los relatos. Porque no nos olvidemos que cuando hablamos de noviolencia, no nos referimos a la ausencia de violencia, sino a la militancia noviolenta para reducir y erradicar las violencias. Desde la comunicación hay que tener en cuenta la diversidad, hay que celebrarla, defenderla, potenciarla.

La alternativa no pasa solamente por la elección del modo de contar, sino también en la elección de contenidos, en su abordaje en la investigación, en la selección de los interlocutores que van a narrar o mostrar dichos contenidos.

El comunicador no puede ser ajeno a su tiempo, a las necesidades de sus semejantes, al clamor de las minorías. La alternativa, entonces, en ser válvula de escape, en ser percutor de las transformaciones.

La comunicación es un puente entre el mundo de todos los días, de los condicionamientos, del apuro, de la violencia para alcanzar ese mundo que deseamos. Es básicamente así, lo que hay que tener mucho cuidado es hacia qué mundo llevamos a quienes lean, escuchen, vean  nuestros contenidos. Esto requiere compromiso, exige humildad y predisposición hacia los demás.

Estoy hablando de dotar de valores a la comunicación, se trate del formato que se trate. Porque la violencia la tenemos instalada, hemos crecido en un entorno violento y hemos sido educados en la naturalización de la violencia. Requiere de una gran determinación, una toma de consciencia y una intención sostenida no ser un mero reproductor de estas lógicas alienantes.

La noviolencia como estrategia discursiva no se va a conformar con ser propositiva y destacar los avances que lleve adelante la especie humana para salir de las trampas de injusticias, dolor y sufrimiento en las que estamos inmersos, sino que denunciará este estado de cosas y hará propuestas para resolver los conflictos que nos circundan. Este ejercicio permanente, esta gimnasia, debe ser emprendida con confianza en su comunidad, con confianza en que una alternativa a la violencia mediática es posible.